María Antonieta empolvó con harina su peluca ante los acosados por el hambre.
Corte real
De regreso a la celda, a María Antonieta le quedaron unas horas para presumir de su corte de cabeza.
María Antonieta empolvó con harina su peluca ante los acosados por el hambre.
Corte real
De regreso a la celda, a María Antonieta le quedaron unas horas para presumir de su corte de cabeza.
Fue, al doblar mis querellas
empedradas, cuando vi una diminuta prenda enajenada de una cuerda. Pese a eso, lucía encantadora desde la alta ventana
franca de par en par.
El paciente echado y laso en el
diván comunica al psicoanalista todas las ideas que llegan a su mente. Lo hace en
el orden en que aparecen. Entre tanto, el investigador interpreta el vínculo
oculto que yace tras ese abigarrado fluir de ocurrencias y sentimientos sin
estar proscripta la censura. Las palabras fluyen libres, están más allá del
bien y del mal, de la lógica, del dolor, del asco, de la angustia o la
vergüenza. Todas las palabras son bienvenidas. Menos aquella con que termina
aquella bochornosa soflama: ¡Basta!
Durante aquellos años que se
enclaustró en su propia casa, por cuestiones prácticas lo único que le
importaba era su pasatiempo: hacer barcos en miniatura que metía dentro de
botellas de whisky.
Cuando construía uno nuevo, lo
levantaba en el aire haciéndolo mover a través de un océano imaginario. Era
como si esa obsesión por los barcos lo llevara a interpretar el papel de un
hombre abandonado en una isla desierta.
Era
demasiado tarde para reencontrarnos. Lo comprendimos desde la primera mirada.
Ya no había nada que reencontrar porque el único motivo por el que lo dejé era
porque no éramos pareja.
El díptero hematófago voló describiendo un ocho en el espacio. Unos ojos miopes lo seguían. El mosquito cambió su maniobra aérea y se lanzó con las alas en plano vertical y con cierto grado de inclinación perpendicular. Un golpe de suerte, seco y fuerte del "nariz de halcón", acabó con aquel que a todo se resistió, salvo a la tentación.
AFAMADO VENTRÍLOCUO ofrece
recompensa a quien informe sobre su títere. Al muñeco se le vio guiñar sus ojos
a despampanante morena.
***
NECESITO personaje principal, capaz de evolucionar
y mantener el control ante el peso de la trama. enviar HV: correo: XEscritor@chiflado.com
***
TRABAJO EN ALTURAS. Industrias Hollywood
requiere personal experimentado en ascenso y descenso de fachadas monolíticas en silla de ruedas.
***
CONDUCTORES con licencia C2 vigente, experiencia en transporte de
servicio especial, para traslado turistas alienígenas. Todas las prestaciones
de ley.
***
PROYECTO EL TÚNEL inmejorable ubicación bajo torre de apartamentos. Excelente oportunidad, amenos temblores de tierra, zona húmeda permanente.
Siempre llego con la respiración
entrecortada. Al principio consideré que era por la expectativa de encontrarla en franca de recuperación; pero he terminado por creer que es por causa
del tapaboca que llevo puesto. Me acerco a ella y le hablo de quien soy y de que
es hora de volver a casa, pero persiste en estar bajo sedantes para aliviar lo
tóxico de su estilo de vida.
Quien me habla de ella en forma de ondas, es el registro general de las acciones de su inmovilizado cuerpo: La frecuencia respiratoria que no coincide con eso de que los sentimientos vienen y van, como las nubes en el cielo. Su presión arterial, permanece lejos de transformar el carbón en diamante; la temperatura por si su cuerpo hierve a la temperatura adecuada y el pulso para saber si se aleja o se acerca al más allá.
Los dos luchadores se sujetan de las manos como si fueran garfios. El combate hasta ese momento favorece al resuelto peleador indio, quien desde el inicio salió a la defensiva. Por momentos, sus fuertes brazos atenazados inmovilizan al kazajo. Lo lleva casi a la demarcación color naranja de la colchoneta. Queda poco menos de un minuto. El duelo se intensifica con el despliegue rápido de la variante Suplex con la que se pretende derribar al oponente. Corren los segundos, el kazajo con un amarre incorrecto de la cabeza rehúye de su oponente, pero este suma puntos con movimientos técnicos precisos. Quedan cinco segundos, la victoria del indio parece inminente por su destreza técnica. Una llave suya traslada el cuerpo de su oponente a través de su espalda y cadera hasta casi apartarlo del colchón llevándolo a la posición de peligro. Quedan tres segundos para terminar el combate. El luchador kazajo continúa apoyado en las rodillas y las manos sobre el colchón lindante a la zona de riesgo. Parece no poder hacer nada para contrarrestar el ataque enemigo. El indio hace un último esfuerzo, sujeta como puede el cuerpo de su oponente, presiona con un preciso agarre de candado con ambas manos contra su pecho y las une entre sí. No hay duda, el indio pronto levantará los brazos en señal de victoria. Pero, unos hábiles dedos, que parecen en el ángulo superior izquierdo del televisor pantalla plana detienen el conteo oficial. El entrenador kazajo sonríe en forma socarrona y le ordena a su pupilo contraatacar. Con una Doble Nelson, el kazajo lleva a su oponente a la inminente Posición de peligro al romper el ángulo de 90 grados de su espalda con respecto al colchón. Termina el combate, el luchador indio pierde por total desconcierto.
Tú dile a Martínez
que yo le mando a decir que lea los cuentos, mientras hago lo mismo con los que
me compartió, y que apalabre a todos los dioses como jurado o a quien le
parezca, que después le explico, pues no estoy seguro de si escribí lo que
quería.
No esperes la
comprensión policial, podrían mirarte con extrañeza.
No confíes
en su retirada de tu calle o de tu barrio.
No confundas
un pájaro volando con un helicóptero sobrevolando.
No les
regales libros a los ociosos policías, son en potencia pirómanos.
No te
iguales con La Ley podrían confundirte con su líder.
MOISÉS PEREA, EL CUENTISTA DEL GUATAPURÍ. Nico Duba et al. Valledupar: Primera edición 2021. 117 págs. ISBN: 978-958-49-2973-0.
Los presagios se distinguían de los augurios en que estos dependían de los signos buscados e interpretados según las reglas del arte augural, mientras que los presagios, que se ofrecían fortuitamente, eran interpretados por cada particular de una manera más vaga y arbitraria. Podía reducírseles a: las palabras fortuitas; la conmoción de algunas partes del cuerpo, el corazón; las caídas imprevistas; el recuerdo de personas extrañas y también de algunos animales. Puede considerarse también la observación de la luz de una lámpara, la pueril costumbre de contar los pétalos de ciertas flores o las pepitas de un fruto. Se echaban suertes por medio de dados generalmente; de aquí el origen de esta frase: «La suerte está echada». Si encuentras a una persona a quien puedas abrazar y con la que puedas cerrar los ojos a todo lo demás, puedes considerarte afortunado.
En ese momento decidí no reconocerla, hacerme el perturbado,
tratarla como a una desconocida y ofrecerme, en compensación por lo ocurrido, a
cargar con las bolsas de víveres hasta uno de los taxis parqueados a la salida del
supermercado. Para mi sorpresa y consternación, la mujer aceptó. Yo, en el
fondo, habría querido escuchar su negativa mientras se alejaba malhumorada con los
víveres estropeados en el interior de las bolsas. Pero, ahí
estaba yo, caminando al lado de quien era mi atracción. Ella de manos blancas,
a lo sumo, frías y con esa presunción de siempre. Y yo, cargando con las bolsas
de la compra, con los dedos tallados y entumecidos, transpirando esa mañana sabatina,
calculando qué tanto puede comer una mujer fina, de delicada fragancia; un ser etéreo,
un ente alimentado por el mundo empresarial y el poder para tomar decisiones.
La estaba aguardando,
pero su voz me tomó por sorpresa y fui yo, quien casi deja caer las bolsas de
la compra. Luego, por segunda vez, al dejar de sentir los dedos de las manos y
tener la impresión que, en lugar de mis brazos, tenía dos muñones, como si esas
bolsas y su contenido prefirieran derramarse sobre las calles de esta ciudad
acorralada en lugar de permanecer en mis manos. Sentía el peso inconmensurable
de las bolsas, y ahora más, cuando la jefa me tomó por un brazo para evitar
irme de bruces por causa de un tropezón. Minutos después, y antes de empujar la puerta, se giró hacia mí
y con esa expresión que no podía tildarse de seria,
pero tampoco podría decirse que estuviera iluminada por el ramalazo de una
sonrisa, se acercó a mi oído. Fue
tan desequilibrante la sensación producida por su dulce voz que estuve a punto
de dejar caer por tercera vez aquellas bolsas. Las risitas de unos niños y el rebote contra el suelo de una
pelota dejaron en la mitad del trayecto su indudable invitación a seguir, cuando
la puerta se cerró ante mis propias narices. Ven que modesto soy.
Siempre tan puntual, en punto de las siete, a través de la ventana lo veo
llegar. Se orilla justo en el andén y se apoya con su pie izquierdo. Observa,
se baja de su bicicleta y se acerca a la reja metálica que delimita el
antejardín. Escruta con detenimiento, da la impresión de estar buscar algo.
Permanece así, hasta no mirar toda la fachada de mi casa, no se suelta
de la reja. Mira con cierta incredulidad. Lleva su mano derecha hasta su ancha
frente y protege sus ojos de la luz del sol que apenas se despereza. Se
cerciora de haber llegado a donde debe llegar. Perdón, me dijo una vez. No es
la casa que busco. Disculpe.
Las campanas
de las iglesias hemos sido la destilación rápida de los sucesos producidos en
una comunidad. Un campanario somos varias campanas, cada una con su tono y
timbre característico. Por eso, por la forma de tocarnos, la gente se prepara para
gemir o para suspirar. Lo cierto es que esos toques se logran con un ritmo
diferente, con el sonido de una sola de nosotras o combinando nuestro toque con
la resonancia de otras. Existe, por ejemplo, un toque advirtiendo el arribo
sombrío de la muerte. Un toque muy rápido anuncia el inminente peligro y la
necesidad de defenderse o de protegerse. Otro toque de campana puede anunciar
un incendio, y así sucesivamente. El toque conocido como «vuelo de campana»
consiste en tocar todas las campañas al mismo tiempo que se varía con los
badajos sueltos, de modo que, volamos libres sin que nadie nos sujete o domine nuestros
badajos al imprimirle ritmo. Este toque se utiliza para anunciar grandes
victorias o acontecimientos de absoluto júbilo. Pero como en aquel pueblo nunca
hubo un campanero que cumpliera la noble función de hacernos repicar, ese era un
pueblo sin historia.
Antonella salió a pasear por la amplia
Piazza San Marco con la intención de unirse a la celebración de la Fiesta de
las Marías. Aquella noche ninguna mujer se le podría comparar en belleza y
elegancia. Lucía un traje de seda oscuro, una máscara plateada y un sombrero de
tres puntas. Pronto, se vio desfilando junto a las demás venecianas que
brillaban como estrellas.
Sin saberlo, Antonella era seguida
de cerca por un hombre disfrazado de Mattaccino, que ocultaba su rostro debajo de
un sombrero de vistosas plumas. En medio de aquella multitud, Antonella abrevió
el trayecto al cruzar el Ponte di Rialto para seguir de cerca aquel festival
barroco en las animadas callejuelas venecianas.
A la altura del Ponte dei Sospiri descubrió
al juerguista a su lado, quien soltando una risotada le antepuso una máscara dorada
robándole su bello rostro y su identidad.
El hombrecillo
extrajo algo del bolsillo secreto de su pantalón. Era un billete plegado en
cuartos. Lo desdobló y lo aplanó sobre la mesa. Al mirarlo, se alegró de tenerlo
guardado, aunque olvidado.
Fue
precisamente al finalizar aquella formalidad, cuando el reloj de pared soltó de
golpe un pájaro que liberó un canto de dos notas, una aguda y otra grave. Del sobresalto,
el hombrecillo articuló una palabra cerril haciendo añicos el billete que arrojó bajo la mesa del comedor.
Como medida de seguridad, el guardián le dio cuerda al hombrecillo con la llave que mantiene incrustada en la espalda, mientras que al desplumado pájaro le ordenó cerrar los ojos y volver impávido a su celda.
Todos en Guacarí sabían que él estaba enfermo. Incluso, todos estaban enterados que se iba a caer. Pero sólo empezaron a llorar la tarde de aquel domingo, cuando el tronco crujió y se empezó a partir en dos. El samán se erigía al cielo con sus ramas robustas cargadas de hojas de diferentes tonalidades verdes, ramas sobre ramas que bordaban un follaje que cubría todo el derredor del parque. El árbol fue amarrado con lianas de acero, pero cada golpe del minutero fracturaba más la abertura. Fue cuando empezó el pánico y cayó pesado sobre la tierra que del sol protegió. Tan solo se declaró su muerte como cosas de la vida. Tras exhaustivas investigaciones, se dijo que la raíz del gigante ocasionó aquella tragedia cuando se cruzó con el ineludible progreso apadrinado por los políticos que abundan como polillas alrededor de una lámpara.
Los helicópteros artillados pasaron horas antes del irrebatible accionar ciudadano. Vieron desde lo alto el horizonte de los marchantes y sobrevolaron amenazantes sobre el ánimo más alegre y decidido de aquel cinco de mayo sobre el Puente de la Resistencia. Por el sonido bimotor y su característico rotor de cuatro palas de aquellas naves, fue evidente su engañoso volar sobre el más heroico grupo de civiles desarmados. Cuando la atemorizadora escuadra de navíos equipados con sus probadas ametralladoras apuntó a la multitud sosegada, los inquebrantables halcones fueron atravesados por un fulminante obús: la contundente voz del pueblo.
Sobre
el mismo silencio
El ruido metálico del lecho
nos impedía el sueño.
La semioscuridad no me brindaba ni amparo ni sosiego.
A mi cerebro no le bastaba anestesiar mi conciencia
para arrojarme al vacío después del acostumbrado delirio.
El éxtasis mutuo, el resplandor de nuestros cuerpos
y los dilatados jadeos en la cama habían cesado,
pero mis pupilas seguían errando
sin hacer caso omiso a los párpados
que, vencidos, estaban a punto de abrirse
como las ventanas de aquella casa donde me había llevado.
En silencio ella se bebía las palabras con el mismo reposo
con que nos reconocíamos.
Había algo mejor en nosotros que el amor:
nuestra complicidad.
Te quiero, Pilar, te quiero, le dijo mientras le besaba una mano. Ella posó sus labios en aquella boca presurosa como aquel adiós. Era la última vez que sentía la singular tibieza de su cuerpo varonil. El hombre suspiró de nuevo, prefirió callar antes de revelar la sombra de otra boca. La muchacha presintió que en el trasfondo de aquella realidad que estaban viviendo yacía una segunda situación diferente. Un movimiento rápido, de esos que solo son posibles en ciencia ficción o en las escenas de lucha y desafío de las leyes naturales, dejó a Morfeo fluyendo entre aquella confusa mezcla de oráculos y sueños.
Un certero disparo
entre ceja y ceja terminó con el único testigo. Días antes, debido al inusual
silencio, los vecinos alertaron al F2. Al forzar la puerta del apartamento dedujeron
que la escandalosa sangre del hombre, había corrido por el sofá mullido hasta salpicar
las páginas del libro que reposaba en las piernas de la víctima. Tras un sinfín
de interrogatorios y la concluyente coincidencia de que nadie había escuchado
ni visto nada que sustentara la deducción más razonable: asesinato, los agentes
cerraron el caso argumentando que había sido una bala perdida venida del libro
sobre las memorias de Boogie, El Aceitoso.
Lo hemos adoptado como un hijo más, exclamó con voz estirada la dueña de casa. Yo miré con el rabillo del ojo a mi hermano que permanecía silenciosamente boquiabierto, no por lo que escuchaba, sino por las perlas del collar que lo alucinaban. Por haber sido bien educado y advertido que cuando hablan los mayores hay que guardar silencio, no le dije nada al idiota. Mi madre continuó conversando con su expatrona a la que hoy vine a conocer. Luego vino la expresión gangosa del jardinero, el repique del machete y el grito de la matrona por el reguero de perlas y el sangrado de sus orejas.
Texto enviado a: Relatos en Cadena Concurso de microrrelatos con la Cadena SER
En una noche vestida de duelo, Pedro Navaja se encontró con Juanito Alimaña. El primero apuró su tumbao’ y sonriente le mostró el diente de oro antes de sujetar su puñal; entre tanto, el otro, con malicia y sin mucha maña, aseguró su pistolón dentro de su gabán.
Hubo ruido en aquella avenida cuando Pedro Navaja se le fue encima y Juanito Alimaña con decoro y con alago, se movió como el viento, y disparó. ¡Los recuerdos son peores que las balas!, exclamó aquel bravo antes de caer, mientras su adversario agónico alcanzó a balbucear: Al final, la realidad nos puso a cada uno en su sitio.
Publicado en el periódico El Espectador. Bogotá: 17 de abril de 2021.
https://www.elespectador.com/noticias/cultura/la-esquina-delirante-lxxi-microrelatos/
Regresé a Buga
y mientras esperaba un taxi descubrí un objeto raro y solitario en el área de
llegadas de la terminal de transporte. Impulsado por mi curiosidad, me aproximé
a explorar mejor porque no lo podía creer: había un teléfono monedero, gris
metálico igual a los de su tiempo. Con especial agitación levanté el auricular para
probar si tenía alguna señal de vida.
Y sí, tenía
tono. Pero aquella indicación me hizo dudar que el teléfono fuera de la época
donde era casi imposible llamar a alguien: El país en aquel entonces, y lo fue
por muchos años más, un país plagado de teléfonos públicos que no funcionaban
casi nunca, y la angustia de acercarse a alguno de ellos en una urgencia la
volvía todavía más grave y acuciosa, porque lo más probable es que uno tuviera
que salir corriendo a pedir colaboración.
Eran tiempos
paradójicos, de guerra contra el narcotráfico y de gran ingenuidad también. Uno
terminaba en alguna parte pidiendo el teléfono prestado, porque era más fácil
que hablar desde uno público. Esa cultura abierta y generosa se acabó cuando en
algunos sectores de la ciudad se instalaron teléfonos monederos. Lo mismo que en
mi niñez, cuando había que pagar a quien tuviera televisión para ver la serie
de Tarzán, el rey de la selva.
En los
teléfonos públicos el ritual consistía en introducir el dedo de la ambición para
verificar si algún usuario había olvidado recoger su moneda de cien o de
doscientos pesos; cuando eso pasaba era algo parecido a ganarse la lotería, pues
llamar gratis casi nunca ocurría. Cierto día, una de las hablantinosas hermanas
Collantes, zampó uno de sus toscos dedos y la mordió un ratón que solo era
orejas y cola.
Recuerdo que
cuando uno levantaba el auricular y no daba tono, tenía que colgar y descolgar
varias veces, cada vez con más fuerza, incluso con violencia, como si eso
ayudara y le hiciera entender al teléfono la gravedad del asunto; otro método consistía
en volver a colgar y descolgar, pero muy suave y muy despacio. Y si uno podía
por fin llamar ocurría un milagro, porque se sabía de memoria el número que fuera
y lo marcaba. No como hoy que a duras penas uno recuerda el número de su propio
teléfono celular.
Eso me
ocurrió ese día frente a ese teléfono monedero de la terminal de transportes:
metí un dedo para ver si había monedas, pero solo estaba lleno de vacío.
Levanté el auricular para verificar que daba tono, y dio, increíble. Se me vinieron
entonces, un torrente de números fijos que sabía de memoria y que marqué
durante años sin encresparme: 2368501 de mi casa, 5890318 el de la oficina, el 5847184
de mi novia … Fueron muchos los números que aparecieron relucientes en mi mente
como si se tratara de los fantasmas de un cuento fantástico cuando el marcador giraba
o cuando se oprimía el teclado y producía aquellos pulsos que interrumpían el
flujo del circuito telefónico para determinar el número deseado. Lo
sorprendente de todo esto era que estando allí en la terminal, podía marcar
cualquier número de mi pasado y la persona a la que llamaba me respondía al
otro lado del hilo telefónico de aquella época. Viajaba en el tiempo desde aquel
teléfono gris metálico. A través de él ascendían recuerdos indistintos, sombras
balbucientes que hacían empezar o terminar mis viajes al pasado.
Ponerse una cita
para hablar por teléfono, esperar el consabido timbre sonara en la casa y que alguien tuviera que
contestar o que tuviera que llamar a quien más extrañaba y no siempre estaba
ahí, era terrible. Hoy en día, hablar de este asunto, sobre cómo hacíamos y
cómo podíamos vivir así es inconcebible e inexplicable.
Después de
un largo rato de espera, alguien tocó mi hombro, era la señal de que alguien
quería usar el teléfono con suma urgencia. Fue en ese momento cuando me llené
de terror al ver que quien estaba detrás de mí, una vez introdujo su dedo
índice en donde caen las monedas, lanzó un fuerte grito de dolor causado por un
ratón de comportamiento reprogramado y de vigilante instinto.
Aniquiladora
Lanzó una palabra tan demoledora que
se destruyó así misma.
Causalidad
Desde que se enteró que cada quien
es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras, decidió acabar con las
letras, principio de todo.
La joven entró muy de prisa al dispensario
leonista del barrio que a esa hora abría su puerta. Como pudo, se dirigió a la enfermera
voluntaria de turno y le explicó que su hermana embarazada no se sentía bien,
razón por la cual, necesitaba ser atendida con urgencia por el médico Caicedo.
La enfermera, no solo habituada a esas lides de lo que llaman los eventuales
enfermos «una urgencia» sino que, como conocedora de ojo de ciertas
sintomatologías, le respondió que era preciso que le tomara los signos vitales
antes de acceder al médico.
—Pero es que usted señora no entiende, estoy
muy mal. —le habló la muchacha con evidente disgusto—Esto es una urgencia,
dónde está el doctor.
—Señorita, ya le dije que el médico está
por llegar. —Por favor tome asiento, porque apenas está saliendo de su
consultorio particular.
Sin más remedio, la joven se sentó y cruzó
las piernas dando la impresión de sentarse en una nalga. De vez en cuando
consultaba su reloj digital, y por momentos, hojeaba una revista, de esas que
llegan por suscripción a nombre de las señoras de casa, y semanas después,
terminan en los consultorios de sus maridos.
Pasaban los minutos, la muchacha
soñolienta dejó escapar un leve quejido al tratar de acomodarse en el largo
sofá. Abría los ojos y volvía a mirar su reloj y a su indispuesta hermana . La enfermera en silencio la
observó por encima de sus lentes. Luego marcó un número de teléfono y habló en
voz baja con alguien.
—El doctor ya está encamino —le anunció.
La muchacha tan solo suspiró. Comprendía
que esperar consistía en hacer un esfuerzo sostenido para permanecer enfocada
en la confianza de que todo tiene solución. Entonces comenzó a pasar la vista
por las fotografías que decoraban la pared posterior del amplio dispensario. Eran las fotos de ilustres
hombres que se dedicaron en vida a servir con vocación y pasión leonista a la
población. Sus ojos fueron recorriendo cada una de aquellos austeros rostros de
mirada limpia y hasta distante capturada por el infalible lente de don Atanasio
Aguirre, el único fotógrafo profesional de la localidad. En cada una de esas
fotos, la muchacha notó que las miradas de aquellos hombres eran penetrantes,
sus narices más grandes, más toscas y más rudas. Sus bocas más alargadas, pero de
labios mucho menos gruesos que los de una mujer, aunque variaban entre aquellos
rostros austeros.
Fijó de nuevo los ojos en la revista y
leyó de Hipócrates: «La
fiebre de la enfermedad la provoca el cuerpo propio. La del amor, el cuerpo del
otro».
—Siga por favor —alcanzó a escuchar la muchacha enferma. El doctor la esperaba en la puerta del consultorio con el
fonendoscopio en una mano.
—A ver, cuénteme, ¿Qué la trae por aquí?
—Doctor, siento una opresión aquí, arriba
del ombligo, —le explicó la joven mientras desplaza su mano con movimientos
circulares por su vientre. Creo que es la cabeza del niño la causa.
—Ya veo, —respondió el médico disimulando
una risita. Pues si el culo es la cabeza del niño, tenemos problemas en su
noveno mes de gravidez —agregó, el médico—. Lo que usted señala son las
nalguitas del niño, aquí en este extremo suyo. En este otro, están las manitos,
y aquí abajo, en su pelvis se encuentra la cabecita. Eso significa que la
criatura ya está en posición adecuada. ¿Qué espera tener? —Le preguntó el
médico.
—Pues, una niña.
—No, se trata de un niño. Si es una niña
se la mantengo hasta que se case o se muera. Usted va a tener un niño. Así que,
por ahora, coma galletas integrales para que se le quite la maluquera. Un placer
atenderla.
Minutos después, entró la enfermera y rápidamente
se situó detrás de su escritorio y volvió a llamar por teléfono, después
colgó.
—Me permito informarle que en la farmacia
de este dispensario leonista, ustedes pueden contar con el servicio de
laboratorio, inyectología y despacho de fórmulas a muy bajo costo.
—¡Qué bueno! —repuso la muchacha buscando
congraciarse con la enfermera, cuando se disponía a buscar la salida. Eso me
dijo el doctor.
—¿El doctor? ¿Cuál doctor? —replicó la
enfermera con tono de extrañeza.
—El doctor Caicedo.
—¿Pero, ¿qué dice usted? —preguntó la
enfermera levantándose con inusitada rapidez de su asiento—. Acepto que esté indispuesta,
pero usted… Eso no puede ser…
—¿Qué es lo que no puede ser, señora?
—Lo que está afirmando. El doctor no puede
estar en consulta.
—Aquí quien está confundida es usted, pues
el doctor Caicedo ya me atendió.
—Le digo que eso no es posible…
—Ese tipo de bromas no le quedan bien a
usted enfermera. El doctor ya me atendió. La enfermera, contrariada abrió la
puerta invitando a la muchacha a que verificara lo que le decía. Era cierto, el
consultorio estaba vacío. La muchacha, sólo acertó en acercarse a una de las
fotos y con su dedo índice señaló al más apuesto entre aquellos leonistas. La
enfermera, que no salía de su asombro le contestó:
—Ese que usted señala, hace seis meses
falleció.
Contrato