En ese momento decidí no reconocerla, hacerme el perturbado,
tratarla como a una desconocida y ofrecerme, en compensación por lo ocurrido, a
cargar con las bolsas de víveres hasta uno de los taxis parqueados a la salida del
supermercado. Para mi sorpresa y consternación, la mujer aceptó. Yo, en el
fondo, habría querido escuchar su negativa mientras se alejaba malhumorada con los
víveres estropeados en el interior de las bolsas. Pero, ahí
estaba yo, caminando al lado de quien era mi atracción. Ella de manos blancas,
a lo sumo, frías y con esa presunción de siempre. Y yo, cargando con las bolsas
de la compra, con los dedos tallados y entumecidos, transpirando esa mañana sabatina,
calculando qué tanto puede comer una mujer fina, de delicada fragancia; un ser etéreo,
un ente alimentado por el mundo empresarial y el poder para tomar decisiones.
La estaba aguardando,
pero su voz me tomó por sorpresa y fui yo, quien casi deja caer las bolsas de
la compra. Luego, por segunda vez, al dejar de sentir los dedos de las manos y
tener la impresión que, en lugar de mis brazos, tenía dos muñones, como si esas
bolsas y su contenido prefirieran derramarse sobre las calles de esta ciudad
acorralada en lugar de permanecer en mis manos. Sentía el peso inconmensurable
de las bolsas, y ahora más, cuando la jefa me tomó por un brazo para evitar
irme de bruces por causa de un tropezón. Minutos después, y antes de empujar la puerta, se giró hacia mí
y con esa expresión que no podía tildarse de seria,
pero tampoco podría decirse que estuviera iluminada por el ramalazo de una
sonrisa, se acercó a mi oído. Fue
tan desequilibrante la sensación producida por su dulce voz que estuve a punto
de dejar caer por tercera vez aquellas bolsas. Las risitas de unos niños y el rebote contra el suelo de una
pelota dejaron en la mitad del trayecto su indudable invitación a seguir, cuando
la puerta se cerró ante mis propias narices. Ven que modesto soy.