domingo, 29 de octubre de 2023

Claroscuro

 

                                                                                        El camino al jardín del paraíso (1946), de Eugene Smith

En definitiva, en la plenitud de lo que ahora llaman «adulto mayor», he tenido la tentación de volver a la niñez, al comienzo de casi todo. 

La casa se conservaba igual, lo diferente era la puerta. Ya no era de nogal rojo, ni una insignificancia de barniz tenía. En el reseco patio, los árboles eran los mismos: el mango, el achiote, el brevo, el limonar... Pero la gente —todos los habitantes del pasado— ya no estaban: fallecidos, desaparecidos, asentados en otra parte. 

En fotografías caracterizadas por la ausencia de colorido, niños en grupo, con ropas humildes sin estar mal vestidos, hombres y mujeres arrugados. El sol era el mismo, el solar posterior enmontado, las plantas medicinales abatidas por la larga sequía. Un presente lleno de extraños. 

En cierta forma todo correspondía, tal y como lo recordaba: la casa, la calle, el incipiente pueblo donde se legitimó el silencio, la distancia, el tiempo y las desconcertantes tradiciones amarradas por el bejuco de la imaginación y el ensueño. 

Recuerdo mi infancia con la simpleza que da el olvido; evoco aquella inocencia como un largo deseo de estar en otra parte. Ésa era la casa; aquella debió ser la infancia de la que hablaba para no ser un viejo hoy. 

sábado, 21 de octubre de 2023

Hechos de ausencia

 


A Ana P.

Apenas pasó la puerta de la droguería vio a Susana revisar el impreso expedido por la máquina dispensadora de turnos. Al verlo le sonrió y fueron a encontrarse en un abrazo. Dando un paso atrás, resonaron los ¿Tú aquí? Pero fueron los ojos a modo de preludio, los que llevaron al brindis con sonados besos en las mejillas. El calor los abrigó de forma llameante. Se interrogaron sobre el porqué de la mutua ausencia, como si uno supiera lo que se piensa del otro. Se sentaron entre cansadas voces y la impaciencia de otras. Por momentos dejaron de cruzar palabras, tan solo sus manos se buscaron y sus cuerpos indagaron por reconocidas caricias. Suspiraron y se volvieron a interrogar razonablemente, a escucharse con atención, a responder con serenidad y callar cuando uno de los dos no tuvo nada que decir. Fueron los ojos los que hablaron y también sonrieron por ellos, los ausentes; todo estaba dicho.

domingo, 15 de octubre de 2023

Un día soleado

 




¿Te llegó a suceder que por más que estuvieras advertido de no hacer algo terminaste haciéndolo? Me llamo José Vaquero, y no es por eso que me gustan los perros. Tengo uno que adopté desde que llegó a implorar agua y algo de comer en la puerta de la de casa de mis padres. Jamás habíamos tenido mascota alguna; bueno sí, tuvimos un canario, pero mi papá, días después, en un acto heroico le dio la libertad. Ese día, él estaba en su escritorio leyendo cuando sintió que algo cayó a sus pies. Era un canario despistado que entró por la ventana. Era uno de aquellos canarios que siempre vienen en pareja a comerse alguna de las gramíneas de las que se abren paso entre las ranuras del andén de nuestra casa. Pero, no es eso lo que quiero contar. Resulta que un lunes festivo, decidí sacar a mi perro Maximiliano. Max, como lo llamamos en familia, él es un perro criollo, aunque hay quienes, con su arribismo estirado, a los sin raza conocida los llaman «chandas». Nuestro perro es dócil, dormilón y rezongón cuando no le comparten algún alimento; eso sí, no gusta de los ancianos, a quienes les ladra cuando al pasar, arrastran los pies. Por esa inexcusable actitud, un viejito que anda siempre con un saco colgado de un hombro, lo amenazó con encenderlo a pedradas todas las veces que le llegara a ladrar. La risa de mi abuelita no se hizo esperar cuando escuchó la advertencia del «viejo chancletudo», como lo llamó ella que es buena para poner apodos.

Bueno, para no darle más vueltas al asunto, a Max acostumbro a llevarlo al parque de nuestro barrio. A ambos nos gusta hacerlo después de las cuatro de la tarde porque casi siempre ventea. A mí, en particular, me gusta el ulular del viento travieso entre mis ondulados cabellos. Es cuando invoco al Niño poeta y digo lo que aprendí en la Primaria:

El día es lindo / no ha hecho más que crecer / como si fuera un árbol, / y tiene a esta hora / una rama que canta en forma de pájaro / y una fruta que vuela en forma de avión / y un perfume que trepa en forma de sol.

Todo estaba tranquilo, algunos niños con su algarabía jugaban, otros, apenas reconocieron a Max se acercaron a invitarlo a jugar con ellos. Mi viejo solo labraba y les correspondía a ellos corriendo y saltando. De pronto, y sin saber cómo ni por qué, mi perro se transformó al ver a un gato. Nadie pudo evitar que Max saliera en su persecución, mis llamados a gritos fueron insuficientes. Nunca vi a mi perro tan furioso y tan resuelto a atacar a un felino que, a duras penas, tenía doce bigotes en cada lado de su hocico. Algo me decía que algo andaba mal cuando vi a Max olisqueando debajo de una veranera, por más que lo vi concentrado buscando información con su desarrollado olfato, jamás me imaginé que todo fuera por causa de un gato. Lo cierto es que apenas le llegó la información sensorial a su cerebro, Max salió en estampida.

—¡Te encontré gato asqueroso! —le gritaba entre ladridos—. Pero Pelusa al reconocer a quien lo perseguía exclamó:

—¡No puede ser, hoy no es día de suerte, ni que hubiera pasado por debajo de una escalera! Mejor me devuelvo para evitarse molestias.

Y diciendo y haciendo, comencé a emitir sonidos inarticulados como si los pájaros del lugar gorjearan dentro de mí en mi afán de detener al desobediente Max, quien sin darse por enterado de lo que había hecho, solo atinó a mirarme con desconcierto animal. En cuanto se detuvo, sus desmesurados ojos negros lo decían todo de mí: Jamás me había visto salido de la ropa gritando como un demente:

—¡Perro tonto, mira cómo me amarraste a este árbol!

Por la forma como había quedado amarrado al amancayo donde se refugió el gato, fui objeto de la burla de los mocosos que animaron a Max para que saliera a perseguirlo. Sólo los traviesos aceptan las sorpresas por el placer de las sorpresas.

 

Julieth Andrea Ramírez Vásquez

Grado 7-1

Colegio Académico de Buga

sábado, 7 de octubre de 2023

El extraño quinientos dos

 


Estaba a punto de subirme a un bus cuando escuché la voz detrás de mí que me decía: “Mejor espera al siguiente que está por llegar”. Busqué con la mirada a quien me habló, y solo vi a un anciano enfermizo que me extendía la mano con la intención de que le diera alguna moneda. Estaba segura que él no fue quien me habló.

Estaba con mucho azar porque aquella espera significaba llegar tarde. La impaciencia me comenzó a intranquilizar; para colmo, el anciano no me quitaba de encima aquella ,mirada suplicante que todo méndigo sabe poner para hacer que se apiaden de él y así lograr su propósito.

El viejo, tal vez leyendo en mi cara mi contrariedad, se me acercó diciéndome: “Señorita no pierda la calma”. Con mi rabia contenida sólo pude responder con una pregunta: “¿Acaso no se da cuenta lo que significa llegar tarde a alguna parte? El anciano un poco más confiado, se me acercó aún más diciéndome: Son las 5:02 de la mañana, ¿acaso no conoce la leyenda?

Con más rabia y con tono de reproche le pregunté que de qué me hablaba. El viejo se quedó un momento en silencio, luego miró a los lados como queriendo asegurarse de algo antes de responderme:

En aquel bus que pasó antes de que usted le hiciera la señal de pare, no iba nadie, es más, no era conducido por nadie. Por esa, y otras razones, la previeron de no abordar ese bus. Me hizo quedar muda lo que aquel desconocido me decía. Jamás imaginé que en estos tiempos todavía pasaran cosas absurdas, mejor dicho, fuera de todo entendimiento.

Tuve miedo, el terror se adueñó de mí cuando advertí que aquel anciano tenía los ojos abiertos; Ese intento de mirar suyo no correspondía a una mirada normal. Sus ojos me daban la impresión de desvío, era una mirada sin rumbo, de desvío sin duda alguna. Mi curiosidad fue mayor, así que le pedí me contara más de esa absurda historia, propia de un viejo fantasioso. 

Ya casi la oscuridad le da paso a la luz…, comenzó diciendo, luego se llevó una mano al bolsillo de la camisa color mugre y sacó algo y se lo llevó a la boca, juzgué que era un cigarrillo, pues acto seguido lo encendió. Al hacerlo, en la semi penumbra tan solo se dejó ver un punto rojo, casi azuloso.   

“Es el “bus maldito”, agregó, nunca lo abordes cuando lo veas venir, y menos a la hora en que suele pasar. Grábate este número 502, es su placa. Si lo abordas, me veré obligado a llevarte al más allá, hacia un lugar sin retorno. Hoy, estoy en mi día de descanso porque en el más allá también uno de cansa de la monotonía de lo eterno. Así que es tu día de suerte. Tan solo espera, ya pasará otro bus.”

Esto lo cuento ahora, lo que no puedo recordar es que pasó con ese viejo fantasioso, pues cuando abordé el siguiente bus, él se quedó allí parado, mirando, o tal vez, sintiendo su desvío mental. Era, sin duda, un loco, de esos que llegan a esta ciudad por voluntad propia o, en el peor de los casos, es uno de los tantos indigentes que, por camionados, descargan en las afueras para librarse de sus pestilencias.

Cada vez que cuento lo sucedido como una advertencia, los incrédulos se ríen de mí. No creen que lo que les cuento sea cierto. Que el bus 502 pasa puntual por mí y, el viejo, me invita a subir en su siniestro bus a cambio de una sucia moneda.

por María José Cárdenas Cañas

Colegio Académico de Buga, grado 7-3