El hombre
con movimientos rápidos introdujo la llave en la cerradura embutida de la
puerta. Mientras la presionó con el hombro, la fue girando lentamente hasta que
el pasador, obligado por el muelle, se descorrió. El ruido de la cerradura le
pareció un trueno que resonó en el pasillo. Se detuvo al escuchar varias voces
que se acercaban, sus manos comenzaron a sudar haciéndole perder la naturalidad
con que entró. La calma tan solo regresó cuando aquellos rumores se fueron
alejando risueños del lugar. En un reanimado intento hizo presión sobre la
mitad de la cerradura y la rompió por la parte más débil. La orgullosa puerta
se abrió tras un leve empujón crujiendo a su paso. Comenzó a caminar sin volver
a mirar hacia la maltrecha puerta dejando atrás su turbación.
Sin
habituarse sus ojos a la semioscuridad caminó con relativa desenvoltura, pero hizo
sonar sus zapatos sobre el relumbrante piso de madera. Como si ya hubiese
estado allí, fue directo hasta el interruptor y la majestuosa lámpara de araña
se encendió inmediatamente. Saltaron a la vista la mesa principal, los cuadros
y las cortinas, los tapetes, los cojines y aquellos recipientes con formas y
funciones diferentes. No se imaginó que aquella luminiscencia pudiera ser tan
brillante. A su paso, no dejó nada sin revisar, doblaba y desdoblaba cuanto
documento encontró dentro de los escritorios de madera. Los cofrecitos
marroquíes de dorados y graciosos esmaltes también fueron atrapados por sus expertas
manos. Su rapidez mental tenía algo de silbido, de salto, de dentellada letal. Abrió
un gran armario y con suma paciencia exploró las chaquetas y los suéteres
colgados de los finos ganchos de pino blanco. Sus dedos, ahora con pericia,
revisaron a fondo los bolsillos de cada prenda de vestir que encontraban a su
paso. El olor a guardado del ropero le hizo estornudar. Se detuvo. Una chaqueta
llamó su atención y se la puso. Giró todo su cuerpo ante el espejo y se
aseguró de que le quedara bien. Tomó aire y se peinó los cabellos y la barba de
varios días con los dedos. Permaneció en silencio observando como aquel hombre
lo miraba desde adentro del espejo. Se congratuló con un dedo pulgar hacia
arriba. En eso estaba cuando recordó que, en cuestiones de joyería, poco es
bastante para los hombres. Levantó sus espesas cejas y continuó abriendo y
cerrando cuanto mueble de caja encontraba a su paso, revisó cualquier cantidad
de objetos que ante sus ojos expertos no eran otra cosa que simples baratijas. La
impaciencia lo llevó a la inevitable irritación. Poco a poco la nitidez y nivel
de ruido que producía fue influyendo en su estado anímico. La naturalidad con
que entró en aquella casa la fue perdiendo por no encontrar el botín con que
esperaba coronar el día. Cuando la impaciencia entorpecía su pensamiento y se transformaba
en impulsos nerviosos y desmedidos, se quedó de repente paralizado de pies a
cabeza. Alargó el cuello, y su rostro tomó una expresión inverosímil bajo sus
párpados de duda. Lleno de estupor se percató de algo que de forma involuntaria
le hizo comprimir los dientes y sentir la lengua pegajosa.
—¡Víctor!
—exclamó una voz desde la sala de música.
—¡Víc-tor!
—repitió una mujer que venía a su encuentro. El hombre, protegido por la
semioscuridad del zaguán de aquella casa, la miró con perplejidad.
—¿Pero, ¿qué
haces aquí, Víctor? —le preguntó una anciana con un hilo de voz casi inaudible.
¡Pensaba que ya no nunca volverías, oh, mi amor! —le manifestó la mujer cuando
deslizaba sus arrugadas manos sobre el pecho y le tomaba con suavidad el
rostro. ¡Víc-tor! —repitió la mujer ahora de aspecto fantasmal que venía a su
encuentro.
—¿Pero, ¿qué
haces aquí, Víctor? —le preguntó la anciana con un hilo de voz casi inaudible.
Habiendo
pasado a la luminosa sala de música tomados de las manos, el hombre se detuvo y
con signos de interrogación en el rostro, se quedó observando a la anciana en
espera de algún indicio que hablara por ella, pero su inicial lucidez había
desaparecido al clavar sus ojos en un punto lejano. El hombre dedujo que aquel fuego
brillante no estaba destinado a durar. ¿Desde cuándo esa desdichada mujer erraba
entre palabras musitadas en oración? Lo que cierto es que aquella anciana no podía
reincorporarse a la realidad, por estar viviendo su fantasía.
Cuando los
minutos dejaron de ser una sucesión de interrogantes, un rayo de luz se
produjo: Víctor, sonriente invitó a la perturbada dama a bailar. Ella, lo miró
en silencio sin saber qué debía hacer ni qué quería hacer. Impulsada de repente
por una fuerza misteriosa se incorporó del sillón y fue hacia él alegre como cuando
todos los ojos se posaron en los recién casados llenos de expectativas, retos y de mucho amor. La
estrechó contra sí y con pasos cortos, lentos y pausados la fue llevando. Al
regresar de su fingimiento, Víctor escrutó el rostro de la anciana que ya fantaseaba
en su pecho, y antes de que a la anciana la asaltasen ciertos recuerdos y esa súbita
lucidez, la despojó de su cadena de oro con la cruz veneciana que siempre ha
llevado puesta y la guardó en el bolsillo de su nueva chaqueta para aliviar en esa profundidad sus destellos y fulgores.
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