sábado, 26 de febrero de 2022

Reversos

 


Es sábado, me desperté antes de que sonara la alarma del reloj. Dicen que esa es una de las señales de la madurez alcanzada por una persona. Me río al leer esa pendejada de Salcedo Ramos. En cambio, estoy de acuerdo con el poeta Roca al decir que una persona alcanza la madurez cuando empieza a tener más amigos en los cementerios que en los bares.

Lo cierto es que esta fría mañana fui a la librería, a pesar del anuncio de lluvia. Eso ocurre cuando a mamá le duelen las rodillas.

—Deseo comprar un libro sobre la fatiga y el cansancio —le dije al librero con voz que denotara mi conocimiento sobre el tema.

El desgarbado hombre me miró en silencio de arriba abajo.

—Está agotado.

—Se equivoca, no estoy agotado.

El desairado librero me miró esta vez por encima de sus lentes redondos.

—No le he preguntado que si está agotado. Le respondí que el libro está agotado, es decir, que sobre el tema solo hay páginas en blanco.

Salí con furia. Ahora tenía otro ejemplo de mi alto grado de madurez al no darme a entender como es debido.

sábado, 12 de febrero de 2022

Reflejos


 

Ya está anocheciendo, las luminarias se han encendido, lo mismo que las vitrinas de los almacenes de la calle siete. En los andenes la muchedumbre lleva su propio afán. Voy en un bus articulado abriéndose paso de norte a sur. Entre la gran ciudad y yo está el vidrio de la gran ventana que devuelve mi imagen confundida entre la masa de pasajeros que se movilizan al mismo ritmo del tráfico. El ruido triunfa, más que donde es oído, donde no deja oír. De pronto, apareció una calle desolada, la semioscuridad de las edificaciones le permitía al patético mundo interior reflejarse con todo su esplendor. No hay paisaje urbano sobrepuesto al reflejo. Solo estamos nosotros, los displicentes viajeros que esperamos llegar pronto a algún lugar. Yo, en cambio, vuelvo a casa a soñar con vos.

El articulado acelera su rodar y la ciudad va desapareciendo, se va quedando atrás. No recuerdo quien dijo que simular es el engaño de lo real con los signos de lo real. Y es cierto, no hay nada real, tan solo la ventanilla donde cada uno se refleja. Los pasajeros, suplantamos la realidad, somos parte de ese oculto paisaje. ¿O somos signos de lo existente? Con todo, somos fantasmas, como si vieras tu espíritu y no sabes a ciencia cierta si estás viendo el otro lado de la ventana o el reflejo de tu lado, todo se confunde y llegas a verlo todo de otra manera, como otra realidad.

Un semáforo nos detiene en una esquina. Otro bus se acerca lento hasta quedar paralelo al nuestro. Ante mí pasan otras ventanillas con otros pasajeros, igual de apáticos. Veo a dos hombres en el primer asiento. Serán amigos, quizás compañeros de trabajo. Pero no hablan entre ellos. Se mueve la gente de las otras ventanas, mezclan su imagen real con nuestro reflejo. Me veo sentada en la quinta ventanilla del articulado que aguarda el cambio a verde junto al de nosotros. Es mi reflejo, intuyo; pero no es un reflejo: soy yo misma sentada en el otro bus articulado. Con temor y asombro, ella y yo cruzamos una mirada cómplice, creo que nos sonreímos más allá del cansancio con que viajamos juntas. Los dos vehículos arrancan en medio de una nube oscura. Escucho mi aterrador grito, nada más.

sábado, 5 de febrero de 2022

Extraviados

 



El hombre con movimientos rápidos introdujo la llave en la cerradura embutida de la puerta. Mientras la presionó con el hombro, la fue girando lentamente hasta que el pasador, obligado por el muelle, se descorrió. El ruido de la cerradura le pareció un trueno que resonó en el pasillo. Se detuvo al escuchar varias voces que se acercaban, sus manos comenzaron a sudar haciéndole perder la naturalidad con que entró. La calma tan solo regresó cuando aquellos rumores se fueron alejando risueños del lugar. En un reanimado intento hizo presión sobre la mitad de la cerradura y la rompió por la parte más débil. La orgullosa puerta se abrió tras un leve empujón crujiendo a su paso. Comenzó a caminar sin volver a mirar hacia la maltrecha puerta dejando atrás su turbación.

Sin habituarse sus ojos a la semioscuridad caminó con relativa desenvoltura, pero hizo sonar sus zapatos sobre el relumbrante piso de madera. Como si ya hubiese estado allí, fue directo hasta el interruptor y la majestuosa lámpara de araña se encendió inmediatamente. Saltaron a la vista la mesa principal, los cuadros y las cortinas, los tapetes, los cojines y aquellos recipientes con formas y funciones diferentes. No se imaginó que aquella luminiscencia pudiera ser tan brillante. A su paso, no dejó nada sin revisar, doblaba y desdoblaba cuanto documento encontró dentro de los escritorios de madera. Los cofrecitos marroquíes de dorados y graciosos esmaltes también fueron atrapados por sus expertas manos. Su rapidez mental tenía algo de silbido, de salto, de dentellada letal. Abrió un gran armario y con suma paciencia exploró las chaquetas y los suéteres colgados de los finos ganchos de pino blanco. Sus dedos, ahora con pericia, revisaron a fondo los bolsillos de cada prenda de vestir que encontraban a su paso. El olor a guardado del ropero le hizo estornudar. Se detuvo. Una chaqueta llamó su atención y se la puso. Giró todo su cuerpo ante el espejo y se aseguró de que le quedara bien. Tomó aire y se peinó los cabellos y la barba de varios días con los dedos. Permaneció en silencio observando como aquel hombre lo miraba desde adentro del espejo. Se congratuló con un dedo pulgar hacia arriba. En eso estaba cuando recordó que, en cuestiones de joyería, poco es bastante para los hombres. Levantó sus espesas cejas y continuó abriendo y cerrando cuanto mueble de caja encontraba a su paso, revisó cualquier cantidad de objetos que ante sus ojos expertos no eran otra cosa que simples baratijas. La impaciencia lo llevó a la inevitable irritación. Poco a poco la nitidez y nivel de ruido que producía fue influyendo en su estado anímico. La naturalidad con que entró en aquella casa la fue perdiendo por no encontrar el botín con que esperaba coronar el día. Cuando la impaciencia entorpecía su pensamiento y se transformaba en impulsos nerviosos y desmedidos, se quedó de repente paralizado de pies a cabeza. Alargó el cuello, y su rostro tomó una expresión inverosímil bajo sus párpados de duda. Lleno de estupor se percató de algo que de forma involuntaria le hizo comprimir los dientes y sentir la lengua pegajosa.

—¡Víctor! —exclamó una voz desde la sala de música.

—¡Víc-tor! —repitió una mujer que venía a su encuentro. El hombre, protegido por la semioscuridad del zaguán de aquella casa, la miró con perplejidad.

—¿Pero, ¿qué haces aquí, Víctor? —le preguntó una anciana con un hilo de voz casi inaudible. ¡Pensaba que ya no nunca volverías, oh, mi amor! —le manifestó la mujer cuando deslizaba sus arrugadas manos sobre el pecho y le tomaba con suavidad el rostro. ¡Víc-tor! —repitió la mujer ahora de aspecto fantasmal que venía a su encuentro.

—¿Pero, ¿qué haces aquí, Víctor? —le preguntó la anciana con un hilo de voz casi inaudible.

Habiendo pasado a la luminosa sala de música tomados de las manos, el hombre se detuvo y con signos de interrogación en el rostro, se quedó observando a la anciana en espera de algún indicio que hablara por ella, pero su inicial lucidez había desaparecido al clavar sus ojos en un punto lejano. El hombre dedujo que aquel fuego brillante no estaba destinado a durar. ¿Desde cuándo esa desdichada mujer erraba entre palabras musitadas en oración? Lo que cierto es que aquella anciana no podía reincorporarse a la realidad, por estar viviendo su fantasía.

Cuando los minutos dejaron de ser una sucesión de interrogantes, un rayo de luz se produjo: Víctor, sonriente invitó a la perturbada dama a bailar. Ella, lo miró en silencio sin saber qué debía hacer ni qué quería hacer. Impulsada de repente por una fuerza misteriosa se incorporó del sillón y fue hacia él alegre como cuando todos los ojos se posaron en los recién casados llenos de expectativas, retos y de mucho amor. La estrechó contra sí y con pasos cortos, lentos y pausados la fue llevando. Al regresar de su fingimiento, Víctor escrutó el rostro de la anciana que ya fantaseaba en su pecho, y antes de que a la anciana la asaltasen ciertos recuerdos y esa súbita lucidez, la despojó de su cadena de oro con la cruz veneciana que siempre ha llevado puesta y la guardó en el bolsillo de su nueva chaqueta para aliviar en esa profundidad sus destellos y fulgores.

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