viernes, 21 de marzo de 2025

Cuando la vida te llama




Estás aquí, en el borde de un precipicio invisible, donde la vida se despliega como un lienzo en blanco. No basta con estar aquí, con la simple presencia física. Hay que habitar el cuerpo, sentir cómo el aire entra y sale sin prisa, notar el sabor del pan antes de tragarlo, entregarse al sueño como quien cruza un umbral hacia otro mundo y no solo hace una pausa.

Cierras los ojos y te permites sentir. El viento acaricia tu rostro, trayendo consigo el aroma a tierra húmeda y flores silvestres. Escuchas el murmullo del río cercano, una melodía constante que te invita a la calma. Abres los ojos y ves el mundo con una claridad renovada. Cada detalle se vuelve vibrante: el verde intenso de las hojas, el azul profundo del cielo, el rojo carmesí de una amapola solitaria.

Vives cada instante con intensidad. Ríes a carcajadas, sin miedo al eco. Lloras cuando la tristeza te invade, sin pedir permiso. Te enojas con la fuerza de un volcán, sin temor a parecer frágil. Abrazas el frío de la mañana, sintiendo el escalofrío en tu piel. Tocas la lluvia con las manos desnudas, dejando que las gotas te laven el alma. Miras el cielo estrellado, no buscando respuestas, sino maravillándote ante la inmensidad.

Un día, sin previo aviso, el telón caerá. Y entonces, en ese último suspiro, no habrá arrepentimientos. Habrás pronunciado todas tus líneas, sentido cada escena con el corazón ardiendo. Porque la vida no es un ensayo ni un borrador, no hay segundas versiones. La muerte no avisa, pero la vida sí, a cada segundo. Y tú, por fin, has aprendido a escucharla.

Pero entonces, algo cambia. El telón no cae. En lugar de oscuridad, una luz cálida te envuelve. Sientes una mano suave que toma la tuya. Abres los ojos y ves un rostro familiar, lleno de amor. "Despierta", dice la voz, "despierta, cariño. Ha sido un sueño muy largo". Te das cuenta de que todo lo que has vivido, cada sensación, cada emoción, fue un sueño dentro de un coma profundo. Y ahora, tienes la oportunidad de vivir de nuevo, con la sabiduría de haber experimentado la vida en su máxima expresión.

viernes, 14 de marzo de 2025

Sostenido



El sudor le empapaba la frente, las manos le dolían, pero no se detenía. Las cuerdas del violín vibraban bajo sus dedos, un grito de guerra contra el silencio. La música no flota, pesa. Se agarra al cuerpo, lo exprime, lo tensa. Cada nota, un pulso arrancado con esfuerzo, una batalla entre el querer y el poder. Aquí no hay gracia, hay resistencia.

Él no toca, se aferra. A las cuerdas, a la madera, a algo más grande que él mismo. Porque la música no se deja domar, exige que le entregues todo, que la sostengas cuando amenaza con desmoronarse. El arco crujía, la melodía se retorcía, pero él no cedía. Los músculos tensos, la respiración agitada, los ojos cerrados, concentrado en el sonido que emergía de las entrañas del instrumento.

Y así seguía, sosteniendo lo que lo hacía ser, aunque doliera. Porque soltarlo no era opción. Porque en cada nota, en cada acorde, en cada vibración, se encontraba la esencia de su ser, la razón de su lucha, la prueba de su resistencia. De pronto, el sonido cesó. No porque él lo decidiera, sino porque el violín, exhausto de tanto esfuerzo, se convirtió en una bandada de mariposas blancas que escaparon por la ventana, dejando tras de sí un silencio lleno de asombro.

(Idea con base a: Soulful Spectres. https://www.facebook.com/photo/?fbid=122165255330364583&set=pb.61560937515366.-2207520000)

sábado, 8 de marzo de 2025

Huellas


                                                           

Charles Bukowski admiraba profundamente al poeta peruano César Vallejo. En el libro "Lo más importante es saber atravesar el fuego", publicado póstumamente el 2015 se encuentra un poema suyo que tituló “Vallejo”. Basado en ese poema este micro para ustedes.  

             

La luz de la tarde dibujaba largas sombras en el suelo de madera. Elvia, sentada en el viejo sillón, releía los versos de Vallejo. Sus dedos trazaban las palabras, buscando el eco de su voz en cada sílaba. De pronto, un crujido. Levantó la vista. Una nube de polvo fino se levantaba del suelo, marcando el rastro de unas pisadas que avanzaban hacia ella. No eran sus pies descalzos, ni los de nadie que hubiera estado allí. Eran huellas firmes, decididas, como las de un hombre que camina con propósito. El corazón le latió con fuerza. ¿Era él? ¿Vallejo, caminando por su sala? Extendió la mano, esperando tocarlo, sentir su presencia. Pero las huellas se detuvieron justo frente a ella. Y entonces, el suelo se abrió, tragándose las pisadas y revelando una vieja trampilla oculta. Debajo, un eco metálico, el tic-tac de un reloj olvidado. Y un susurro, no de Vallejo, sino del viento colándose por las rendijas: "Siempre llegas tarde".

jueves, 27 de febrero de 2025

Espinas nada más

 


¿Y si el opuesto del amor no es el odio, sino la vergüenza?
Lina Munar Guevara

Eleonora regresó al jardín, no con miedo, sino con una determinación tranquila. Se sentó junto al rosal pálido, pero esta vez no se dejó abrumar por los recuerdos. En lugar de eso, observa las flores con curiosidad.

«¿Qué puedo aprender de esto?», se preguntó. «Estas flores representan mis heridas, pero también mi capacidad para sanar».

Se levantó y caminó hacia el rosal rojo. Tomó una rosa y la acercó a una flor pálida. Observó cómo los colores se mezclaban, creando un tono nuevo y único.

«No tengo que elegir entre el amor y la vergüenza», se dio cuenta. «Puedo integrar ambas emociones y crear algo nuevo».

Eleonora comenzó a trabajar en el jardín. No arrancó las flores pálidas, sino que las podó con cuidado. No intento ocultar las espinas, sino que las usó para crear patrones intrincados.

Creó senderos que serpenteaban entre los dos rosales, uniendo las diferentes áreas del jardín. Construyó un banco donde podía sentarse y contemplar la belleza de la transformación.

El jardín ya no era un lugar de conflicto, sino un espacio de crecimiento y aceptación. Eleonora había aprendido a cultivar sus emociones, a transformarlas en algo hermoso.

Salió del jardín con una sensación de paz. No había borrado su pasado, pero había encontrado una forma de vivir con él. Había creado un jardín que reflejaba su propia complejidad, su capacidad para amar y sanar.

sábado, 22 de febrero de 2025

El aroma de los recuerdos

 

Las manos de Julia temblaron ligeramente mientras giraba la tapa del frasco. Sus dedos, cubiertos por los guantes de látex, se tensaron alrededor del vidrio. Inclinó la cabeza hacia adelante, y un mechón de cabello gris se escapó de su moño perfectamente arreglado.

"¿Detectó algo inusual, doctora Mendibil?" El asistente se balanceaba sobre sus talones, su mano derecha tamborileando contra el portapapeles.

Julia cerró los ojos. Sus fosas nasales se dilataron sutilmente. "Notas de nuez..." Sus hombros se relajaron mientras inhalaba de nuevo. "Un toque de..." Sus cejas se fruncieron, formando pequeñas arrugas en su entrecejo.

El asistente se mordió el labio inferior y dio dos pasos hacia la mesa de muestras. Sus zapatos chirriaron contra el piso pulido del laboratorio.

Julia colocó el frasco con un movimiento deliberadamente lento. Sus dedos se deslizaron hasta el bolsillo de su bata, donde sus nudillos se tensaron alrededor de algo. Extrajo una bufanda desgastada de lana, desenrollándola como si fuera un manuscrito antiguo.

Al otro lado del laboratorio, Mariana dejó caer su pipeta. El golpe seco hizo que tres científicos giraran sus cabezas simultáneamente.

"¿Otra vez con esa bufanda vieja, doctora?" Mariana cruzó el laboratorio. Sus tacones marcaban un ritmo constante contra el suelo.

Julia extendió la bufanda. Sus dedos recorrieron cada punto del tejido irregular, deteniéndose en los lugares donde la lana se había desgastado hasta volverse casi transparente.

El timbre resonó en las paredes del laboratorio. Julia dio un respingo, pero sus manos no soltaron la bufanda.

Los estudiantes entraron en fila. Sus batas blancas crujían con cada movimiento mientras se acomodaban en sus asientos. Mochilas golpeando contra el suelo. Cuadernos deslizándose sobre las mesas.

Julia se irguió frente a la clase. Sus manos, ahora libres de guantes, colocaron una serie de frascos sobre la mesa. El vidrio tintineó contra la superficie metálica.

"¿Alguien puede identificar este compuesto?" Sus dedos desenroscaron la tapa del primer frasco con la precisión de un cirujano.

Los estudiantes se echaron hacia atrás como una ola sincronizada. Una chica en primera fila arrugó la nariz y cubrió su boca con la manga de su bata.

Desde el fondo del aula, un estudiante se inclinó hacia adelante. Sus gafas resbalaron hasta la punta de su nariz. "Es el olor de mi abuelo."

Julia caminó entre los escritorios. La bufanda ondulaba en su mano como una bandera en cámara lenta. Sus pasos eran medidos, cada uno marcando una pausa en su discurso.

Se detuvo junto a una ventana. La luz del atardecer atravesaba la lana desgastada, revelando el intrincado patrón del tejido. Sus dedos trazaron cada vuelta y cada nudo.

Una estudiante en la segunda fila levantó la mano. Su brazo temblaba ligeramente.

"¿Sí, Carmen?" Julia giró sobre sus talones, la bufanda aún extendida frente a ella.

"¿Podemos comenzar el análisis molecular con la bufanda de su abuela?"

Los dedos de Julia se cerraron suavemente alrededor de la lana. Sus hombros se relajaron mientras una sonrisa suave se dibujaba en su rostro. Con un movimiento fluido, se dirigió hacia el microscopio y comenzó a ajustar los lentes.

viernes, 14 de febrero de 2025

Promesas en el umbral

 


Catalina era joven, de esas mujeres que despiertan simpatía por ser práctica y, sobre todo, por sus ojos claros. Su sonrisa nunca se sabía si era por alegría o resignación. Había enviudado prematuramente de Arcadio, su primer amor, un hombre cuya sombra parecía alargarse incluso después de su muerte. Su suegra, Rosalía, una mujer de manos huesudas y carácter firme, la tenía en alta estima, mucho más que a su propio hijo menor, Antonio, y la familia de éste.

La casa de Rosalía, un caserón que olía a madera envejecida y a flores marchitas, había sido el refugio de Catalina y de sus dos hijos desde que Arcadio falleció. Aunque Catalina heredó una casa de su difunto esposo, prefería pasar el tiempo en el hogar de su suegra, donde sus hijos crecían bajo la atenta y casi obsesiva mirada de Rosalía. Los niños llenaban los vacíos con risas que a veces se sentían como ecos del pasado, como si Arcadio regresara por un instante.

Pero lo que Rosalía no esperaba, lo que nadie en la familia esperaba, era que Catalina volviera a enamorarse. Y lo hizo con una velocidad que descolocó a muchos. En menos de un año, presentó a un nuevo hombre. Se llamaba Esteban, un hombre de palabras suaves y manos callosas. La relación causó murmullo y controversia entre los parientes, pero Rosalía, contra toda lógica, le abrió las puertas de su casa.

—Arcadio la querría feliz —decía Rosalía cuando alguien osaba insinuar que Catalina deshonraba la memoria de su esposo.

Esteban y Catalina compartían una alcoba en el caserón, una decisión que hizo estallar a Antonio y a su esposa, Clara.

—Es una falta de respeto, madre —espetó Antonio una tarde, mientras su mujer asentía con los labios apretados—. Esa cama era de Arcadio. Esa habitación fue suya.

Rosalía levantó la vista del tejido que llevaba en las manos, su mirada afilada como una aguja.

—Y ahora es de Catalina. Lo que pasa en esta casa es asunto mío.

Antonio se marchó murmurando injurias que se perdieron entre el crujido de las tablas del suelo. Clara, menos dispuesta a la confrontación directa, lanzó una última mirada cargada de resentimiento hacia Catalina, quien se había quedado en silencio, la cabeza gacha.

Sin embargo, el cuestionamiento no venía solo de la familia. Los vecinos también cuchicheaban.

—Díganme si no es extraño —comentó una mujer en la tienda del pueblo—. Primero tanto amor por su difunto esposo y ahora lleva otro hombre a casa de su suegra. Y todo, porque ella se lo admite, sin cuestionarle nada.

Catalina lo sabía, pero se mantenía serena. Había aprendido a ignorar las miradas y a enfocar su energía en sus hijos y en su nueva vida. Sin embargo, no podía evitar que algunas palabras se filtraran, como agujas invisibles que a veces la pinchaban en el silencio de la noche.

Pero no eran solo las palabras de los vivos las que la alcanzaban. Por las noches, cuando todo quedaba en penumbras, Catalina sentía la presencia de Arcadio como un susurro en el aire.

—¿Qué ejemplo les das a nuestros hijos? —decía la voz, grave y distante. —Prometiste amarme siempre, Catalina lo prometiste. Nos lo prometimos, ¿acaso ya lo olvidaste?

Ella cerraba los ojos, luchando contra las lágrimas, pero las palabras de Arcadio resonaban en su mente, llenándola de culpa y confusión. ¿Era esto una traición o una forma de seguir adelante? En su corazón había espacio para el recuerdo de su primer amor, pero también para el presente.

Rosalía, por su parte, pareció endurecerse aún más contra las críticas. La muerte de Arcadio había dejado un vacío que ella, de alguna manera, trataba de llenar cuidando a Catalina y a sus nietos. Tal vez en el fondo, pensaba que proteger a Catalina era la última forma de honrar a su hijo preferido. Pero algo en su actitud comenzó a cambiar.

Primero fueron las pequeñas cosas. Rosalía empezó a comentar más frecuentemente sobre cómo Arcadio hubiera hecho esto o aquello de manera diferente. Luego, con los niños, se volvió más directa.

—¿Recuerdan cómo su padre les llevaba a recoger frutas en el huerto? —decía mientras los peinaba por las mañanas—. Arcadio era un hombre que siempre pensaba en su familia. No sé si alguien más puede estar a la altura de ese ejemplo.

Catalina, al escuchar estos comentarios, sintió un leve malestar, pero prefirió no enfrentarse. Creía que era natural que Rosalía idealizara a su hijo fallecido. Sin embargo, la situación escaló una tarde cuando Rosalía, sin aviso, entró a la habitación de Catalina y Esteban con los ojos llameando.

—Catalina, esto debe parar —dijo con una dureza que rara vez usaba—. No puedo seguir fingiendo que estoy de acuerdo con lo que haces. Esteban no es Arcadio, y nunca lo será. Él no pertenece a esta casa.

Catalina la miró, desconcertada.

—Rosalía, pensé que entendía usted… No intento reemplazar a Arcadio. Solo quiero ser feliz otra vez.

—¿Feliz? —Rosalía casi escupió la palabra—. ¿A costa de qué? ¿De la memoria de mi hijo? ¿De lo que él significó para todos nosotros? Catalina, tú eras su esposa. ¡Le debes más que esto!

Por primera vez, Catalina sintió que las palabras de Rosalía atravesaban el respeto que siempre le había tenido. Con una voz contenida, respondió:

—Rosalía, le agradezco todo lo que ha hecho por mí y por mis hijos, pero no le debo mi vida. Yo también he perdido a Arcadio, pero no puedo vivir atrapada en el pasado. Y usted tampoco debería.

La tensión en la habitación era palpable. Rosalía se quedó inmóvil, sus manos temblando, y sin decir más, salió cerrando la puerta con fuerza.

Esa noche, Catalina no pudo dormir. Esteban la consoló, pero la angustia no desapareció. Al día siguiente, tomó una decisión. Durante el desayuno, con Rosalía presente, anunció:

—He decidido que los niños y yo nos mudaremos a la casa que Arcadio me dejó.

Rosalía levantó la mirada, sorprendida.

—¿Qué dices? ¿Vas a abandonar esta casa? —preguntó con incredulidad.

—No abandono nada, Rosalía. Solo quiero construir una vida donde pueda recordar a Arcadio con amor, pero también tener mi espacio para seguir adelante. Le agradezco todo, pero esto es lo mejor para todos.

Rosalía no respondió. Su mirada estaba cargada de una mezcla de ira y dolor, pero no intentó detenerla. Catalina sabía que el tiempo ayudaría a sanar las heridas, pero también entendió que debía priorizar su bienestar y el de sus hijos. Aquel día marcó el inicio de un nuevo capítulo, uno donde el peso del pasado comenzaba a ceder ante la promesa de un futuro diferente.

sábado, 8 de febrero de 2025

El último escalón

 


Rolando y su esposa caminaron por la concurrida calle séptima con paso ligero. Al cruzar la esquina de la carrera catorce, el sol jugaba con las sombras entre los arcos del edificio republicano Los portales de Fuenmayor, pero ellos apenas lo notaban. El ansioso hombre lleva en una mano el sobre de Manila con los documentos que habían recogido en el banco minutos antes. Y con la otra sostenía la mano de su esposa mientras ella se ajusta el bolso sobre el hombro. Ambos avanzan echando vistazos rápidos a las vitrinas del almacén de ropa masculina, aunque su verdadera atención estaba en el papel que asomaba de entre el sobre color beis.

El sonido de sus pasos resonó con claridad en la acera hasta que se detuvieron frente a la entrada de una casona colonial. Emiro sacó los documentos del sobre y comenzó a leer en voz alta. Las frases se enredaban en su lengua, llenas de términos que apenas comprendía. Su esposa lo observaba con una mezcla de expectativa e inquietud, lista para intervenir si algo escapaba a su entendimiento. Entonces, un olor áspero y desagradable llegó hasta ellos, rompiendo la concentración del momento.

—¿Hueles eso? —preguntó Bianca, frunciendo el ceño.

Rolando levantó la vista del papel y aspiró. La fragancia era inconfundible, un hedor pesado que parecía emanar del mismo suelo. Miraron a su alrededor, pero la fuente permanecía oculta entre la sombra de los arcos y el susurro lejano del parque Cabal.

Con cierto apremio, cruzaron el umbral y comenzaron a subir las gradas de baldosas relucientes. El metal de la barandilla se sentía frío bajo sus manos sudorosas. Cuando alcanzaron la puerta de hierro forjado en el segundo piso, Emiro empujó, pero esta no se movió ni un centímetro.

—Tienen un timbre —dijo su esposa, apuntando al botón empotrado en la pared.

Ella se ofreció a pulsarlo. Mientras esperaban, el olor se volvió más penetrante, como si los estuviera persiguiendo. Tras unos segundos, un hombre de aspecto desaliñado salió de una oficina cercana. Su rostro estaba colorado, la corbata torcida y casi toda la camisa por fuera del pantalón.

—¿Qué necesitan? —preguntó con voz ronca, mientras intentaba ajustarse las mangas.

Los esposos se miraron antes de responder. Emiro fue el primero en saludar con un «buenas tardes» que sonó inseguro. Sin prestar demasiada atención, el hombre les hizo señas para que pasaran, dejando entreabierta la pesada puerta. Caminaron hacia donde el desconocido les señaló. Era la oficina demarcada con el número tres. A través de los cristales vieron a una joven. Adentro, la asistente del abogado Espinal los recibió con una sonrisa forzada.

La oficina estaba harta de papeles y códigos legales apilados en los escritorios. Espinal, sentado tras un escritorio de caoba, ni siquiera se molestó en levantarse. Con un saludo rápido y sin levantar la mirada, hizo un gesto para que se sentaran. Emiro entregó el sobre con los documentos mientras su esposa permaneció en silencio, observando los movimientos y las indicaciones un tanto presurosas, pero claras de la asistente. El ambiente se tensó cuando el nauseabundo olor alcanzó el interior.

—¿Qué es eso? —preguntó Bianca, tapándose la nariz con un pañuelo desechable.

La asistente intentó responder, pero solo pudo toser. Con un gesto rápido, cerró la puerta tras ellos, pero no antes de que alcanzaran a escucharla murmurar: «Esos locos…».

Minutos después, Rolando y su esposa intercambiaron una mirada de inquietud mientras bajaban las escaleras. Al llegar al penúltimo escalón, se detuvieron en seco. Un hombre estaba sentado allí, inmóvil como una estatua. Sus brazos cruzados y su mirada perdida daban la sensación de que no pertenecía a ese lugar, ni a ningún otro.

Pero algo hizo que Emiro se detuviera. Tal vez fue la sensación de que aquel hombre no era solo una figura marginal. Giró levemente la cabeza y lo vio alzar la mirada. Entonces, en medio del calor asfixiante y el aire pesado, Emiro creyó verlo levitar, envuelto en un aura densa y ardiente. Era como si el hombre flotara entre lo tangible y lo irreal, indiferente a las leyes del mundo. Su ropa era una amalgama de suciedad y harapos, y su cabello enmarañado parecía tener vida propia. El hedor que los había perseguido emanaba de él, tan denso que casi podía tocarse. Emiro se tensó, mientras su esposa desviaba la mirada, apretando con fuerza el asa de su bolso.

Sin decir una palabra, los esposos pasaron junto a él con rapidez, evitando cualquier contacto visual prolongado. Pero antes de salir a la calle, Emiro echó un último vistazo. El hombre seguía allí, su postura firme como si formara parte de los peldaños mismos. La estatua del general Cabal, visible desde la puerta principal, reflejaba la luz del sol, pero sus botas eran las únicas que brillaban, libres de la mugre que cubría todo lo demás.

Era un contraste brutal, una imagen que quedó grabada en la mente de Rolando mientras se alejaban. No era solo el olor lo que había impregnado su memoria, sino la indiferencia en los ojos de aquel hombre, una indiferencia tan penetrante como el hedor que había dominado toda la escena.