Dos y veinticinco de la madrugada. La anciana no duerme. Su mirada se mueve en varias direcciones, como si siguiera algo que nadie más percibe.
—Sí, ya voy —susurra. Luego levanta una mano y señala el techo, con la
expresión de quien se maravilla ante una constelación.
Afuera, una
enfermera de rasgos indígenas empuja el carro de los medicamentos. El sonido
metálico se mezcla con el zumbido de las máquinas.
Yo, sentado a su lado, siento el peso del sueño. En la sala, una mujer ronca, otra respira con calma, y una más joven parece dormir sobre su enfermedad.
Un llamado de auxilio se repite sin que nadie responda.
La anciana abre los ojos y me mira.
—Han venido por los cansados —dice, antes de cerrar los párpados.
El monitor se vuelve una línea recta.
Levanto la vista: una de las luces del techo titila tres veces antes de
apagarse.
Desde entonces, cada noche, a la misma hora, esa lámpara vuelve a parpadear.
Anoche también lo hizo. Solo que esta vez —cuando abrí los ojos—, la cama vacía era la mía.






