En casa, las costumbres eran más sagradas que
cualquier oración. Nuestra madre las recitaba como quien enumera los
mandamientos de una ley inquebrantable. «Las costumbres son las columnas de las
leyes de esta casa», solía decir, con la misma firmeza con la que doblaba las
cobijas. Mi padre, sin embargo, nos enseñó la única costumbre que jamás
mencionamos delante de mamá: la de no
someternos a ninguna. Éramos
diez hermanos y él se encargó de recordarnos, en susurros, que las reglas
estaban para romperse.
Cada noche, íbamos a dormir cuando las gallinas
buscaban su refugio en el árbol del mango. Mientras la oscuridad engullía la
casa y las paredes crujían al menor bostezo del viento, nosotros, los hermanos,
oíamos las voces de los adultos desde nuestras camas. La única luz en nuestro
cuarto era un anémico bombillo que colgaba del techo como una fruta solitaria,
el famoso «benjamín». Bastaba un tirón para apagar la noche, bastaba otro para
devolvernos al día.
Una de esas noches, mi hermano Ignacio y yo decidimos que
el sueño era opcional y la diversión, necesaria. «Cuando apagues la luz,
le pasas una mano a cualquiera de nuestros hermanos», le susurré. Mateo,
nuestro hermano sordo mudo, era el primero en caer en un sueño profundo y, para
nosotros, era el candidato perfecto, pero no contábamos con lo que vendría
después.
Ignacio tiró de la cadena, sumiendo el cuarto en
penumbra. Entonces, con mucho sigilo, deslizó su mano como una sombra sobre el
rostro de Mateo. El alarido que soltó fue desgarrador. Sonaba como un gato pisado por un elefante, pero con eco. Jamás
habíamos oído algo tan profundo, una mezcla de miedo y dolor que atravesó las
paredes. Antes de que el eco muriera, nuestra madre irrumpió en la habitación,
con los ojos desorbitados. Mamá llegó volando, literalmente, porque nadie la
vio tocar el suelo, solo su camisón flotaba detrás de ella como un espectro.
—¿Qué pasó? —gritó, mientras nos miraba a todos.
Mateo, todavía temblando, intentó explicarse con señas
desesperadas. Señalaba su cara, el aire, y luego a todos nosotros. No hizo
falta entender su lenguaje para saber que alguien sería castigado.
Mamá buscó un culpable, pero ninguno confesó. No éramos tan valientes como para
contrariarla en forma abierta.
Entonces, su mirada se detuvo en la más pequeña, Mary, quien observaba todo
desde un rincón donde estaba su cama, demasiado inocente para comprender.
—Tú lo hiciste Mary —sentenció mamá.
—¿Qué? —dijo ella con ojos como platos.
Antes de que Mary pudiera protestar, recibió la
reprimenda que debía ser nuestra. En silencio, Ignacio y yo observamos cómo su
llanto llenaba el cuarto, incapaces de admitir la verdad. Cuando todo terminó,
mamá se fue, llevándose con ella el eco de sus pasos.
Mary nunca nos preguntó por qué, ni aquella noche ni las siguientes. Pero cada vez que apagaban la luz y el «benjamín» colgaba inmóvil, sabíamos que había algo más colgando sobre nuestras cabezas: la culpa, invisible y eterna, como una sombra que se niega a desaparecer.