Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón esa mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de masticar tierra. Todo lo veía a través de una niebla prodigiosa. La inanición lo hacía ligero, volátil: sobrevolaba casi como un pájaro. Aunque en la escombrera se sintió un ave agorera entre gallinazos. Emprendió el regreso. Las rezanderas, los noctámbulos, los habitantes de la calle, todas las supuraciones del amanecer comenzaron a dispersarse por la ciudad. Ananías, devuelto a su mundo, caminó feliz entre perros y fantasmas, esos que lo asedian cada noche antes de sentarse en el borde de la cama.