El paciente echado y laso en el
diván comunica al psicoanalista todas las ideas que llegan a su mente. Lo hace en
el orden en que aparecen. Entre tanto, el investigador interpreta el vínculo
oculto que yace tras ese abigarrado fluir de ocurrencias y sentimientos sin
estar proscripta la censura. Las palabras fluyen libres, están más allá del
bien y del mal, de la lógica, del dolor, del asco, de la angustia o la
vergüenza. Todas las palabras son bienvenidas. Menos aquella con que termina
aquella bochornosa soflama: ¡Basta!