Napoleón Bonaparte en Egipto
(Fuente: iStock)
¹Me veo en
el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo.
Esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra.
(VII, 151, 3)
Napoleón Bonaparte en Egipto
(Fuente: iStock)
¹Me veo en
el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo.
Esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra.
(VII, 151, 3)
Aunque en la segunda parte, del capítulo XVIII, don Quijote aconseja que en los versos de justa literaria «procure vuesa merced llevar el segundo premio; que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona; el segundo se lo lleva la mera justicia; y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las universidades. Pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero».
Pero ¿vale o no la pena participar en los concursos literarios? Cuando se es un joven con ilusiones, sin reconocimiento alguno, los pequeños premios son una de las oportunidades de salir lleno de vanidad en los bolsillos. Sin embargo, para esos autores novatos, sus cuentos inéditos encuentran a veces un jurado atento, sin sesgos ni prejuicios, capaz de encontrar nuevos talentos. Cuando uno es mayor, y ha ganado y perdido suficientes concursos, el dilema es otro: ¿vale la pena seguir escribiendo y participando en un concurso literario?
El oficio de jurado de concursos suele o debe ser ingrato. Sin embargo, por creer, quizá de manera ingenua, que también el mérito literario debe ser reconocido, quienes ofician de jurado se vuelven ciegos ante los procesos de escritura escolar y los inconvenientes que conllevan, a los absurdos, a los sinsabores y errores de que están llenos este tipo de actividades a las que, casi por obligación, debemos hacer presencia en nombre de la institución donde nos desempeñamos como maestros.
Es irremediable, en todo premio hay muchísimos más participantes que ganadores, habrá siempre muchos más concursantes desilusionados que concursantes complacidos con el fallo. Eso acarrea celos profesionales, suspicacias entre los acompañantes de los niños concursantes. Genera, además, comentarios contradictorios: si el ganador resultó ser de un colegio privado o de una institución pública. La conclusión más común, sin embargo, es el desdén: los grandes escritores no necesitan premios, los que apenas empiezan a mostrar el don para narrar, sí. El gran cuento se impone por encima la inútil vanidad de los concursos. Estoy en parte de acuerdo con todas estas opiniones, pues yo mismo las he tenido, sobre todo como un método de consolación cuando no gano nada, o cuando los que ganan (qué raro es compartir la alegría de los ganadores) parece que carecen de los méritos suficientes.
Hay peligros todavía más personales, de conciencia podría también decirse: después del durísimo oficio de leer cientos de originales, el jurado nunca estará completamente seguro de haber sido del todo justo. Es poco común que entre las obras finalistas haya una que sea —de lejos— mucho mejor que las otras; todo en el arte tiende a la medianía y lo genial es escaso casi por definición. Así que siempre puede quedar el posible temor de no haber sido totalmente ecuánime, de haberse dejado influir por el juicio de los demás, por la personalidad dominante de otro jurado, por una preferencia o antipatía personal por el tema o el tono, inclinaciones siempre demasiado subjetivas. Un jurado sensible también sufre con su imaginación: piensa en todos aquellos talentos destruidos porque no los escogieron entre los finalistas; se imagina las vocaciones truncadas, los llantos. Ser jurado es durísimo, a no ser que se tenga el corazón de piedra. Y todo por el dudoso prestigio de poder juzgar, o por recibir reconocimientos o palmaditas en el hombro, o por la ilusoria recompensa de imponer el propio gusto "por las lecturas personales" realizadas de algún jurado.
La prudencia, el compromiso guían casi siempre el fallo final de un concurso por categorías. Pocas veces se corre el riesgo de premiar la obra más novedosa; se prefiere dar a ésta una mención y acogerse a alguna de mérito que genere menos polémica.
Tomar la decisión de participar en un concurso literario tampoco es fácil, sobre todo a partir de ciertas edades a nivel escolar. Se corre el riesgo de perder si uno no está dispuesto a acoger con un ánimo muy por igual la derrota o el triunfo, lo mejor es no exponerse a los juicios de los demás. Si uno es muy joven, y dado a la vanagloria, un premio puede terminar con su posible talento. Igual si es muy joven y dado a la autocrítica, un desaire puede acabar con un talento real. Concursar es entender que el horizonte más probable es seguir escribiendo, como forma de afinar, de seguir aprendiendo en nosotros los mediadores en la escritura y lectura de cuentos y en los estudiantes siempre nuestra razón de ser.
Por el alboroto que están haciendo, y por la forma
que me están tirando las paladas de tierra, deduzco que tienen afán de deshacerme
de mí con tal de irse a beber en mi nombre. Estoy muerto y ahora me encuentro
agotado en un ataúd y en un mundo tenebroso, sin tictacs ni compases. Los que
se acercan a observar el hueco donde me dejaron, no saben que todavía puedo
verles los ojos. Los vivos aseguran que el muerto, muerto está, pero no tienen
idea de la muerte, solo saben votar corriente mientras están en el velorio o lo
llevan a uno al horno. ¿Ya escogerían a la que va rezar por mi eterno descanso?
Las cosas de la vida... yo debí irme a dormir en lugar de quedarme en
el lenocinio de Luisa Collantes. Fui porque siempre he sostenido que los deseos
deben obedecer a la razón, así que pedí una cerveza
bien fría y la canción Borracho no vale
de Daniel Santos. No se había terminado esa guaracha cuando ya estaba exigiéndole
a la vieja que la repitiera. Las voces altisonantes ahí mismo salieron a
imponer otra. Así que, con botella en mano, me paré para silenciar aquellos
azorados tipos gritándoles: Les guste o no les guste, les cuadre o no les
cuadre Daniel es el padre, y si no miéntense la madre. Entonces empezaron las
amenazas y los insultos; pero a mí, a Fidel nada atemoriza. Por cosas como esas
me conseguí la antipatía de unos y la oculta hostilidad de Pablo Totes. La copa
se rebosó ayer cuando una lengüicaliente me vio tocándole una nalga a su querida.
El reclamo no tardó mucho, Pablo me desafió y yo lo enfrenté.
Profético le salió a la Bernardina lo que me gritó
aquel día que me echó de la casa: ¡Lárgate desvergonzado, vos solo sabes beber
con tus amigotes, pero un día de estos, te van a matar por culpa de esas putas! Así fue mi sentencia. Por mi condición de contratista de Finca comenzaba a
tomar el viernes por la tarde y terminaba el lunes. A la Dina ofendía con la
borrachera, y le pagaba con el guayabo. Ja, ja, ja. Ah, mujer esa. La amé tanto
como a una cerveza bien helada. Ahora que la observo de frente a mí, me
estremezco, parece triste y compungida, pero no le observo lágrimas, debe estar
alegre, o en estado de gozo contenido. Me lo merezco, por eso aquí estoy,
pagando por mis errores y por mis determinaciones. Bien dijo mi compadre que le
mermara a tomadera de trago, pero ¿quién le escucha consejos a un borracho?,
nadie. Después me vino con otra perorata, que dejara a mi exmujer tranquila
porque esa hembra ahora cohabita con Pablo Totes. Recuerdo que también me dijo
que no olvidara que ella todo lo había soportado hasta que terminó yéndose de
mi lado. Sí, es cierto, yo llegué a pasarle a otras zánganas por su propia nariz por la sencilla razón de que a mí me gustan los tríos: una vieja, yo y
una cerveza. Pero el compadre no paraba. Ayer quiso venir con la misma
cantaleta, pero lo paré de una: ¡Espere, espere, no me diga más lo que ya sé, mejor
dese cuenta que cuanto peor es pensando, mejor es bebiendo! ¡Oigan,
sepultureros que profundizan mi ruina en este silencio sepulcral entre inútiles
rezos y sollozos, no olviden decirles a mis dolientes que me pongan A la Memoria del Muerto de Fruko! ¿O es
que acaso ustedes son los mismos que en la esquina de La Charanga decían que no
es tanto morirse, sino lo que dura el estar muerto?. Ríanse maricas, a mí por lo menos el
infierno me puede salvar del aburrimiento de la muerte.
Pues sí, ese día queriendo recapacitar y, sobre
todo, congraciarme con Pablo Totes, le pedí permiso para sentarme a la mesa que
él ocupaba. Como si fuera poco, tenía sentada sobre sus piernas a mi exmujer. El
tipo deduciendo mi sincera intención, aceptó brindándome un aguardiente. La
ojihundida de Mariela con una nalgada suya nos dejó a solas. Hablamos largo y
tendido en buenos términos. Fue así como recordamos nuestra niñez, nuestra
orfandad, la escuela y hasta el terror que le teníamos al mono Parra en la
clase. También recordamos cómo eran nuestras riñas callejeras contra las
galladas de la veintiuna y alrededores. Incluso, hablamos en términos lascivos
de Nidia, la más bonita de nuestra calle. Nos reímos de cuando a escondidas del
papá, jugábamos al beso robado. También hicimos mención de nuestro mayor rival,
el que se la supo llevar a pesar del machete que le siempre sacaba el viejo a
quien se le acercara. En todo caso, quedó completamente aclarada la situación
con Pablo Totes. Esa gentil remembranza nos ayudó a reconciliar nuestros
ánimos, nuestras animadversiones. En un sonoro abrazo, él se ofreció llenar mi
copa para vaciar la suya. Comulgamos con el verbo. A propósito de comulgar, el
cura dijo que todo muerto escapa del tiempo presente de los vivos, porque él es
una entidad atemporal despojado ya de las acciones del pecado. Dijo también que
ya no valía la pena persistir con los rencores de los vivos, que hay que
dejarlos ir con el muerto, para descargarse de los odios y la venganza. «Concédale,
Señor el perdón eterno». Así que nos dirigimos a la puerta de salida de la casa
de citas de Luisa Collantes. Nadie creía lo que estaban viendo. Salimos
abrazados como para que el mismo diablo no nos hallara ociosos. Caminamos unos
metros en busca de algún cenadero con tal de mitigar el hambre y disminuir nuestra
embriaguez. Pero siempre hay tribulación en la casa del ebrio: A Bernardina, mi
‘Dina’, le fueron a avisar lo acontecido. No podía creerles a las bochincheras
que fueron por consideración a buscarla a la casa. Como dije, Pablo Totes me puso
un brazo sobre mis hombros, tal vez lo hizo porque era más conveniente para él
disimular que vengar el honor de su amante. Como el maldito no podía permitirse
la agresión del insulto y la burla, con aquel disimulado abrazo dirigió, sin que
me diera cuenta, la almarada a mi corazón y lo agujereó por dentro. Sus ojos se
negaron a mirar los míos, tenían la frialdad del verdadero asesino. Tuve miedo
porque me abrazó como a un amigo. Cuando dejó de hacerlo continuó su camino, y por
la amenaza del castigo sintió el placer de su fuga. Alcancé a dar unos cuantos
pasos, me sentí débil cuando mi alma escapaba por causa de mi rostro languidecido.
Vino la muerte y me preguntó que, si estaba listo para despedirte definitivamente
del mundo de los vivos, yo le contesté: Estoy listo. Entre luces y sombras, le
vi a la calavera su sonrisa de siempre, su sonrisa de muerte. Oigan, ustedes,
allá afuera, ante la escasa alegría de mi sepulcro, les pido que me pongan El muerto vivo de Rolando Laserie.
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El muerto vivo. Letra y acordes del colombiano Guillermo González Arenas:
https://www.cancioneros.com/letras/cancion/32965/el-muerto-vivo-guillermo-gonzalez-arenas
Interpretación del cubano Rolando Laserie:
https://www.youtube.com/watch?v=vAg7NKPxx9k&list=RDvAg7NKPxx9k&index=1
Tembló horrorizado. No se atrevió a pensar, y menos, a pronunciar palabra alguna sobre lo ocurrido anoche. Mantuvo el paso resuelto, pero silencioso antes de llegar. Le asaltó un pensamiento que lo hizo estremecer: aquella mujer que había dejado en la habitación estaría allí, bajo el efecto de aquellos albos néctares compartidos. Una hora antes, aquella joven le había animado a lanzarle la flecha correcta, eso fue cuando su pupila se proyectó en la de ella y el arco del amor se formó en una mutua sonrisa. Brindaron, bebieron y bailaron hasta el cansancio. Ahora le acobardaba pensar en volverla a ver. La despertó casi con una violencia inusitada. Tras un café bien cargado, le pidió esperar unos minutos para dejar todo en orden. Subió hasta la habitación, hizo una pausa entre las gradas. Se detuvo y sintió un sudor frío que lo obligó a dejar la puerta abierta, como cuando se cree que puede haber alguien desconocido aguardando. Nada extraño ocurrió. Comprobó que la habitación estaba vacía. Ninguna mujer había estado allí, solo él o ella con el color de los labios desvanecido.