Fue Aureliano, después de meses de olvido, quien habría de recordar los valores de la letra escrita para reconocer todos sus bienes, y ser en el futuro el más afamado acumulador de calamidades.
Fue Aureliano, después de meses de olvido, quien habría de recordar los valores de la letra escrita para reconocer todos sus bienes, y ser en el futuro el más afamado acumulador de calamidades.
Que viene el Coco, de Goya (1797).
Solo porque el monstruo viva
dentro de mi cabeza no significa que sea irreal. Esta noche lo vas a comprobar.
No te preocupes por la oscuridad, sólo debes tener miedo, mucho miedo.
—Estábamos bajo tierra, las paredes de concreto parecían haber sudado
por años en harapienta soledad. La escasa luz mostraba las formas, pero no los
colores. Todos estábamos muy nerviosos, había una bomba a punto de estallar. Calculando
el tiempo y lo encerrado del lugar no quedaba esperanza de salir ileso. La idea
de agonizar mutilado era insoportable, mucho más que la muerte misma, por eso,
consideré que era mejor desaparecer de súbito que languidecer miserablemente.
Sin pretender ser un héroe, pero movido simplemente por el terror al dolor me
lancé a cubrir la bomba con mi cuerpo, por un instante me consolé vanidosamente
pensando que quizá salvaría la vida de varios compañeros. Un breve silencio y
comenzó el sonido de la explosión. Digo que comenzó porque duró una fracción de
segundo. He escuchado varias explosiones en la vida y esta se cortó de tajo
apenas comenzó. Me alivió pensar que había evitado el dolor de los demás, era
un hecho que la bomba había explotado y que había muerto al momento, pero
inmediatamente me asaltó una verdad escalofriante.
—Por esa razón se considera que la muerte sea en esencia inimaginable,
—indicó Freud—. Cuando la describen, las personas lo hacen desde la perspectiva
de lo que les quedan, no desde su propia desaparición. Por ejemplo, Descartes
verificó su propia existencia cuando se dio cuenta de que no podía imaginar que
no existía, —explicó el afamado psicoanalista cuando el paciente intentaba
infructuosamente acomodarse sobre el sillón victoriano.
—Pero, siga usted con el relato de su experiencia, —solicitó el
neurólogo.
—Yo pensaba en la bomba que, inevitablemente, había acabado conmigo.
Pero significaba que, de alguna manera yo seguía existiendo: esto me horrorizó
mucho. Solamente percibía una total oscuridad. No era para mí la permanencia
psicodélica de los párpados cerrados, ni la fantasmagórica irrealidad de un
apagón: solo era una cerrada negrura sin matices que me rodeaba…
—Continúe.
—Doctor, yo no tenía la más mínima sensación de mi cuerpo. Fue cuando el
mismo terror me susurró que eso podría ser la muerte, pues, estaba atrapado en
el limbo de una conciencia aislada por toda la eternidad…
El paciente volvió a moverse, pero continuó en su reflexión.
—…Era una muerte lenta, se iba avivando como si fuera un fuego, una
locura, abrazándome desde mi interior. En realidad, sentía que terminaría
siendo devorado por ella. Tuve miedo… la oscuridad contiene lo oculto, incluso,
lo fascinante, lo misterioso, lo ctónico, según he leído; por tanto, era el
escenario de mi horror.
—Tranquílese, ahora está usted en buenas manos, —le susurró el doctor
Sigismund— Es muy comprensible que la noción de una existencia reducida a sus
propios pensamientos haya sido una monstruosidad indigerible.
—Doctor, ¿cómo puede considerar así de simple mis palabras? Mi
experiencia no fue cualquier cosa, —advirtió algo molesto el paciente.
—No se turbe usted. Siga, siga, por favor.
—Como le estaba diciendo, uno piensa que tarde o temprano todo llegará a
su fin; que las cosas se desmoronan y no se creará nada nuevo. Era imposible
para mí sofocar la angustia creciente, mi desesperación se convirtió en calor,
no sentía ni veía nada salvo un calor negro, abrazador, activo, no sentía ni mi
piel ni mis extremidades y, aun así, sentía cómo me quemaba, mi propio pánico
no lograba concebir un infierno, quería correr, pero no tenía piernas, quería
golpear algo, pero no tenía manos, quería gritar, pero…
En el tercer piso sonó un grito de desesperación. La habitación en penumbras se distorsionó con el paso de las luces brillantes de una patrulla por la calle. No había vida en las luminarias de la vía ni en las ventanas de los apartamentos vecinos. Arley Cipión miró aliviado el sistema de ventilación entumecido por el apagón, el calor comenzaba a ser una pesadilla. Aunque, en la suya, la cuestión, en apariencia, era más fácil al hacer desaparecer a un muerto, pues un cadáver se entierra, un fantasma, nunca.
El hombre brotó de un aliento de vida y fue avivado por el sol. Así, su naturaleza participa
de todos los elementos. Con los años muere, entonces es amortajado y se le incinera
a fuego lento. Cuando se desconoce su procedencia, se le llama hijo de la
Tierra.