Sobre
el mismo silencio
El ruido metálico del lecho
nos impedía el sueño.
La semioscuridad no me brindaba ni amparo ni sosiego.
A mi cerebro no le bastaba anestesiar mi conciencia
para arrojarme al vacío después del acostumbrado delirio.
El éxtasis mutuo, el resplandor de nuestros cuerpos
y los dilatados jadeos en la cama habían cesado,
pero mis pupilas seguían errando
sin hacer caso omiso a los párpados
que, vencidos, estaban a punto de abrirse
como las ventanas de aquella casa donde me había llevado.
En silencio ella se bebía las palabras con el mismo reposo
con que nos reconocíamos.
Había algo mejor en nosotros que el amor:
nuestra complicidad.