sábado, 27 de marzo de 2021

¡Aló!

 


Regresé a Buga y mientras esperaba un taxi descubrí un objeto raro y solitario en el área de llegadas de la terminal de transporte. Impulsado por mi curiosidad, me aproximé a explorar mejor porque no lo podía creer: había un teléfono monedero, gris metálico igual a los de su tiempo. Con especial agitación levanté el auricular para probar si tenía alguna señal de vida.

Y sí, tenía tono. Pero aquella indicación me hizo dudar que el teléfono fuera de la época donde era casi imposible llamar a alguien: El país en aquel entonces, y lo fue por muchos años más, un país plagado de teléfonos públicos que no funcionaban casi nunca, y la angustia de acercarse a alguno de ellos en una urgencia la volvía todavía más grave y acuciosa, porque lo más probable es que uno tuviera que salir corriendo a pedir colaboración.

Eran tiempos paradójicos, de guerra contra el narcotráfico y de gran ingenuidad también. Uno terminaba en alguna parte pidiendo el teléfono prestado, porque era más fácil que hablar desde uno público. Esa cultura abierta y generosa se acabó cuando en algunos sectores de la ciudad se instalaron teléfonos monederos. Lo mismo que en mi niñez, cuando había que pagar a quien tuviera televisión para ver la serie de Tarzán, el rey de la selva.

En los teléfonos públicos el ritual consistía en introducir el dedo de la ambición para verificar si algún usuario había olvidado recoger su moneda de cien o de doscientos pesos; cuando eso pasaba era algo parecido a ganarse la lotería, pues llamar gratis casi nunca ocurría. Cierto día, una de las hablantinosas hermanas Collantes, zampó uno de sus toscos dedos y la mordió un ratón que solo era orejas y cola.

Recuerdo que cuando uno levantaba el auricular y no daba tono, tenía que colgar y descolgar varias veces, cada vez con más fuerza, incluso con violencia, como si eso ayudara y le hiciera entender al teléfono la gravedad del asunto; otro método consistía en volver a colgar y descolgar, pero muy suave y muy despacio. Y si uno podía por fin llamar ocurría un milagro, porque se sabía de memoria el número que fuera y lo marcaba. No como hoy que a duras penas uno recuerda el número de su propio teléfono celular.

Eso me ocurrió ese día frente a ese teléfono monedero de la terminal de transportes: metí un dedo para ver si había monedas, pero solo estaba lleno de vacío. Levanté el auricular para verificar que daba tono, y dio, increíble. Se me vinieron entonces, un torrente de números fijos que sabía de memoria y que marqué durante años sin encresparme: 2368501 de mi casa, 5890318 el de la oficina, el 5847184 de mi novia … Fueron muchos los números que aparecieron relucientes en mi mente como si se tratara de los fantasmas de un cuento fantástico cuando el marcador giraba o cuando se oprimía el teclado y producía aquellos pulsos que interrumpían el flujo del circuito telefónico para determinar el número deseado. Lo sorprendente de todo esto era que estando allí en la terminal, podía marcar cualquier número de mi pasado y la persona a la que llamaba me respondía al otro lado del hilo telefónico de aquella época. Viajaba en el tiempo desde aquel teléfono gris metálico. A través de él ascendían recuerdos indistintos, sombras balbucientes que hacían empezar o terminar mis viajes al pasado.

Ponerse una cita para hablar por teléfono, esperar el consabido timbre sonara en la casa y que alguien tuviera que contestar o que tuviera que llamar a quien más extrañaba y no siempre estaba ahí, era terrible. Hoy en día, hablar de este asunto, sobre cómo hacíamos y cómo podíamos vivir así es inconcebible e inexplicable.

Después de un largo rato de espera, alguien tocó mi hombro, era la señal de que alguien quería usar el teléfono con suma urgencia. Fue en ese momento cuando me llené de terror al ver que quien estaba detrás de mí, una vez introdujo su dedo índice en donde caen las monedas, lanzó un fuerte grito de dolor causado por un ratón de comportamiento reprogramado y de vigilante instinto.

sábado, 20 de marzo de 2021

Desierto




Un desierto es un lugar sin expectativas, le insistió su padre. 

Pero, siento que él me llama para encontrarme a sí misma, le rebatió con voz suplicante la joven.

O será para perderte, rabió de nuevo el viejo.

Padre, tú mismo me dijiste que es un lugar hermoso, donde se esconde el recuerdo del agua.

Hija no puedes pretender ir al desierto porque has soñado con un oasis…

Padre, esta vez no te haré caso. Siempre me ha gustado el desierto. Muchas voces han repetido hasta la saciedad que, al sentarse en una duna no se ve nada, no se oye nada. Sin embargo, a través del silencio algo palpita y brilla.

¿Dime con exactitud, de qué estás hablando?, le interrogó de nuevo el hombre.

Es algo inexpresable en palabras, y de hecho en el pensamiento, se aventuró a contestar ella.

Por las palabras de la joven, el viejo suspiró al darse cuenta que el desierto se había burlado de él, un veterano cartógrafo.

sábado, 13 de marzo de 2021

Improperios

 


Aniquiladora

Lanzó una palabra tan demoledora que se destruyó así misma.

 

***


Causalidad

Desde que se enteró que cada quien es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras, decidió acabar con las letras, principio de todo.

sábado, 6 de marzo de 2021

Improvisación



Cuando el bombo de la batería asimiló los latidos de un corazón, ascendía por el estrecho pasillo un hombre que señalaba y hablaba de las relucientes estrellas del blues en blanco y negro colgadas de la pared. Para algunos, tal vez sus favoritos, tuvo palabras de admiración, menos para el de rostro tallado en piedra, cuya foto estropeada, vio pegada junto a los demás cuadros por un pedazo de cinta azul. Tenía escrito un nombre: Hugh Lorry.

Cuando entró a la gran sala, se transformó rápidamente en un sensible tecladista y vocalista de jazz con «Unchain my heart». Su lirismo era más evidente que la historia misma que solfeaba. Pese a que la concurrencia permanecía en silencio, lo seguían más con los pies que con la cabeza, por causa de la interacción de aquella voz y los instrumentos acompañantes en términos de progresión de acordes. Lejos estábamos de la cruda realidad de un amor perdido, de la crueldad policial en las calles o de la opresión generalizada en estos tiempos escabrosos de onomatopeyas y de sílabas sin significado.