viernes, 27 de diciembre de 2024

Raíces bajo el laurel

 


El aroma del laurel lo envolvía cada vez que abría el armario. Era un olor terroso, tranquilizador, que asociaba con las historias de su abuela sobre cómo las hojas protegían de lo indeseable. Martín había convertido ese espacio en su santuario secreto. Entre camisas bien dobladas y pantalones apilados, escondía su mayor esperanza: los billetes que, con sacrificio y constancia, había ahorrado durante años. Su sueño de tener una casa propia había echado raíces allí, entre algodón y hojas verdes.

Desde pequeño, Martín había escuchado las historias de su abuela Soledad sobre el laurel. «Las hojas no solo protegen, hijo, también traen victoria», le decía mientras frotaba una hoja entre los dedos, liberando su fragancia. A menudo se sentaban juntos en el patio trasero, donde crecía un árbol de laurel que ella cuidaba como a un miembro más de la familia. Allí, bajo su sombra, le contaba leyendas: reyes que coronaban a los campeones con coronas de laurel, guerreros que volvían a casa con hojas en sus estandartes. Para Martín, esas historias eran más que cuentos; eran lecciones sobre la perseverancia y la recompensa.

Era una tarde tibia cuando decidió contar su fortuna. El sol de enero entraba a raudales por la ventana y dibujaba sombras en el suelo del cuarto. Martín se arrodilló frente al armario, con una libreta en la que iba a registrar cada rollito de billetes. Abrió la primera gaveta y, como siempre, el perfume a laurel lo recibió. Apartó las camisas con cuidado, como quien desentierra un tesoro, y palpó el atado que había dejado en las mangas de los pantalones enrollados que poco se colocaba. Pero algo no estaba bien.

La textura no era la que recordaba. Frunciendo el ceño, sacó un manojo de hojas secas, quebradizas, que se desmenuzaban al menor roce. «Esto no puede ser», se dijo, y metió la mano más adentro, buscando con afán los billetes. Solo encontró más hojas. Revisó el resto de las estanterías, vació el contenido del armario, una prenda tras otra. En todas partes lo mismo: montones de hojas de laurel, tantas que se acumulaban a su alrededor como un colchón crujiente.

Sentado en el suelo, con los brazos caídos a los costados, Martín miraba incrédulo el montón de hojas. Eran las mismas que había puesto con sus manos para proteger su ropa y el dinero que guardaba, pero ahora eran todo lo que quedaba. Cerró los ojos, intentando recordar si había cometido algún error, si alguien había podido entrar sin que él lo notara. Pero no había ni el más mínimo indicio para el robo ni para el inapreciable descuido. Era como si el tiempo hubiera transformado su esfuerzo en polvo verde.

Martín siempre había tenido un convencimiento inquebrantable: la casa grande que soñaba no era una posibilidad; era un hecho. La veía en su mente, con sus amplias habitaciones y un patio con plantas ornamentales. No importaba cuánto tardara en llegar, porque estaba decretado que así sería. Ese pensamiento había sido su motor durante años, y en ese momento, rodeado de hojas de laurel, intentaba aferrarse a él como a un salvavidas.

Cerró los ojos e intentó aferrarse al sueño con mayor fuerza. En su mente, caminaba por los pasillos amplios de aquella casa. Podía escuchar las risas de sus hijos, ahora adultos, compartiendo la mesa en el comedor espacioso. Las paredes, pintadas de colores cálidos, sostenían cuadros que algún día elegiría junto a su esposa. A través de una ventana enorme, veía el patio amplio que siempre había imaginado: con una huerta vertical, lleno de árboles frutales, donde el aroma de los limoneros se mezclaba con el canto de los pájaros. Allí, bajo la sombra de un framboyan, podía sentarse a leer mientras escucha su música preferida.

Era tan vívido que casi podía tocarlo. El sonido de la madera bajo sus pies, el crujir de las hojas secas en el patio, el calor del hogar que tanto anhelaba. Martín había decretado esa casa no solo como un lugar, sino como el símbolo de su esfuerzo, de todo lo que había querido construir para los suyos.

—Martín, ¿qué haces? —preguntó su esposa Inés desde la puerta.

Al verla, Martín sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle? Con las manos temblorosas, tomó un puñado de hojas y las dejó caer entre sus dedos como arena. Ella se acercó despacio, observando la escena, y se sentó junto a él sin decir nada.

—Todo se fue —susurró él al fin—. Todo lo que guardé, todo lo que ahorré.

Ella cogió una hoja y la frotó entre sus dedos, liberando el aroma. Luego lo miró con una sonrisa suave.

—No todo, Martín. Míranos. Estamos aquí, juntos. Los chicos están bien, ¿no es eso lo que siempre quisiste?

Martín clavó la mirada en sus manos vacías. Recordó las noches que pasó trabajando de forma incansable, los momentos en que renunció a pequeños caprichos para guardar cada billete. Su sueño había sido grande, pero también lo había sido el esfuerzo. Y ahora, rodeado de hojas de laurel, no podía evitar sentir que había fracasado. Sin embargo, al mirar el rostro de su esposa, comprendía algo distinto: el dinero había ido y venido, pero lo que había construido no se había desvanecido con el tiempo.

—Tal vez... —murmuró, dejando que una sonrisa triste se dibujara en su rostro—. Tal vez solo estaba protegiendo lo que realmente importa.

Ella tomó una hoja, la colocó sobre su palma y le dijo:

—El laurel es para los que vencen, ¿te acuerdas? Es lo que tú nos cuentas que decía tu abuela. Y tú has vencido, Martín, aunque no lo veas ahora.

Las palabras resonaron en su mente mientras el perfume del laurel se volvía más intenso. Martín respiró hondo. Tal vez, pensó, había estado buscando su tesoro en el lugar equivocado. Miró el armario vacío y las hojas esparcidas por el suelo, permitiéndose por primera vez creer que no todo estaba perdido. Que el sueño de su casa grande seguía vivo, no en los billetes que ya no estaban, sino en los cimientos que había construido con su esfuerzo y amor por los suyos.

sábado, 21 de diciembre de 2024

Solo una partida

 


El pueblo La Comba, era un lugar donde los juegos de azar no solo entretenían, también dictaban el ritmo de la vida. Algunos lo consideraban un pasatiempo inofensivo; para otros, como Manuel, conocido como «Mi amol», en alusión a la forma de hablar de quien ahora era su mujer, era una grieta que amenazaba con consumirlo todo.

Desde joven, Manuel había sentido una atracción incontrolable hacia ellos, confiaba más en sus habilidades que en la misma suerte. La veía como una capacidad heredada, casi un legado de sus padres, habituados a los juegos de la vida. Para Manuel, aquello era más que un juego; era una conexión con el recuerdo de sus padres, una manera de continuar algo que nunca había comprendido del todo en ellos.

Podrá decirse que todo comenzó como algo circunstancial por su empleo como pagador de comisiones y premios en función de las apuestas permanentes, pero pronto se convirtió en una obsesión. Manuel tenía el peculiar hábito de llenar cuadernos con los resultados de cada sorteo. Cada número que anotaba le daba una sensación de control, una esperanza de descifrar el sistema que lo haría ganar. «La suerte es un código que debo entender», solía decir. Ese fue su desafío personal. Con cada digito que anotaba en su cuaderno, creía estar más cerca de desentrañar un sistema que lo haría ganar. Sin embargo, con el tiempo, los números que anotaba ya no representaban promesas; se convirtieron en un refugio. Cada página llena de cálculos era una excusa para no enfrentar su frustración, el peso de sus propias decisiones y las expectativas incumplidas que cargaba desde joven.

Clarividencia, su esposa, fue la primera en notar los cambios. Al principio, atribuyó las largas jornadas y las llegadas tardías a la presión laboral. Pero las excusas de «Mi amol» comenzaron a volverse más dispersas y menos creíbles. En sus ojos ya no veía al hombre cariñoso y entusiasta con el que se había casado, sino a alguien atrapado en una burbuja distante, incluso, cuando estaba presente.

Una tarde, mientras limpiaba la habitación, Clarividencia encontró varios cuadernos bajo el colchón de paja. Todos estaban repletos de números y cálculos, intercalados con frases que le revelaron una dimensión del dolor de su esposo que nunca había sospechado: «Esta vez lo lograré», «Recuperaré todo», «Solo necesito entender». Ese día comprendió que el problema no era el azar, sino el vacío que Manuel intentaba llenar. Clarividencia se armó de valor para enfrentarlo. Le temblaban las manos al colocar aquellos cuadernos frente a él.

—Manuel, no puedo más con esto —dijo, intentando mantener firmeza en su voz—. Estás atrapado y no lo ves.

Él desvió la mirada hacia los cuadernos. Permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras de Clarividencia perforaban lo que había construido a su alrededor.

—Esto no es solo un juego para ti. Es una carga que está acabando contigo, con nosotros. ¿Qué sientes cada vez que agotas nuestro presupuesto y llenas de resultados de las loterías las hojas de estos cuadernos? —preguntó ella, tratando de entender.

Tras unos segundos de silencio, Manuel respondió con un susurro apenas audible:

—Siento que puedo entender la suerte. Que, si logro descifrarla, podremos ganarle… Pero, hasta ahora, no me funciona.

Lo que siguió fue una confesión que Clarividencia no esperaba. Por primera vez, Manuel habló de su infancia, de la relación distante con sus padres apostadores y de cómo las hojas llenas de números se habían convertido en un legado suyo. «Es como si estuviera programado para esto», murmuró, con una mezcla de resignación y angustia.

Aunque al principio Manuel se resistió, terminó aceptando su problema. Dejar los cuadernos fue lo más difícil. Durante meses, luchó contra la necesidad de anotar resultados. Cada día sin escribir sentía que perdía algo de sí mismo, como si abandonara el único vínculo que tenía con sus progenitores. Clarividencia lo apoyó en silencio, observando cómo su esposo peleaba contra un enemigo invisible.

Años después, Manuel caminaba al atardecer por La Plazuela.  El lugar había cambiado poco: los mismos murmullos, las mismas risas, el pregón callejero golpeando sus sentidos. En su bolsillo llevaba un pequeño cuaderno, pero esta vez no contenía números, sino citas y frases célebres que le daban fuerza en su nueva vida porque «Lo que el mal emprende con mal se refuerza», repetía para sí esa máxima de Shakespeare con frecuencia: 

—Ocho-dos-cuatro... Claro, ¿cómo no lo vi antes? —dijo un hombre con un brillo febril en los ojos.

Manuel sintió un escalofrío. Había escuchado esas mismas palabras en su propia voz tantas veces que parecían un eco de su mente. Sus dedos buscaron el cuaderno en el bolsillo, sintiendo su contorno familiar, como si le diera seguridad.

El hombre alzó la vista y lo reconoció al instante.

—Pero, si eres tú, ¡Mi amol! ¿Vamos a jugar?

Manuel sonrió al reconocer a «Bulto de sal». Su gesto tenía un toque de tristeza, pero también de aceptación. Asintió y se sentaron frente a frente.

—Solo una partida —dijo, como si con esas palabras intentara marcar un límite invisible.

El hombre lo observó con atención, como si evaluara algo en su expresión.

—Siempre es «Solo una partida» —respondió, con voz que delataba destreza y años de práctica.

Mientras colocaba las cartas sobre la mesa, los ecos de su antigua vida lo envolvieron. En su mente, la voz de Clarividencia resonaba, suave pero firme, recordándole cuánto había avanzado. Y aunque el azar seguía siendo un misterio, Manuel supo, con una certeza inquietante, que había vuelto a apostar. Su historia no había terminado, y quizá nunca lo haría.

 

sábado, 14 de diciembre de 2024

La ciencia que destruyó supersticiones (los fantasmas)



Los fantasmas desaparecieron cuando la ciencia desterró el misterio, pero regresaron con un rostro nuevo: artefactos que caen del cielo y sombras invisibles que detonan en el subsuelo. En un rincón del mundo, un hombre sin rostro trazaba algoritmos; en otro, un agitador, aún vivo, era ya un blanco exacto.

Nada de venenos toscos ni revividos autómatas de guerra. La muerte, elegante y quirúrgica, viajó en un rayo sin eco. Mientras el humo se disipaba, una máquina reía, imperceptible, al perfeccionar su próximo cálculo.

viernes, 6 de diciembre de 2024

El peso del poder



Rafael Ferrer se plantó frente al micrófono con la seguridad de quien ha moldeado su destino a base de palabras bien escogidas. Hombre de estatura imponente, grueso de tórax y con unas piernas desproporcionadamente delgadas que, a pesar de su corpulencia, se esfuerzan por sostenerlo en pie cuando retrocede. Su camisa blanca, llevada siempre por fuera, ondeaba ligeramente con la brisa, como si quisiera ocultar los kilos que sobraban o los acuerdos que faltaban. En sus pies, unas llamativas zapatillas deportivas se destacaban bajo su jean desteñido, un detalle cuidadosamente calculado para proyectar cercanía y modernidad, aunque también revelaban un intento de comodidad frente al peso de sus propios excesos. Mientras las palabras fluían de su boca, su mano izquierda sostenía el celular desde donde suele instar a sus subalternos a subsanar entuertos e imprevistos de última hora por los desatinos propios o de sus asesores, pero siempre buscando asegurarse de que la imagen proyectada encaje con la que se muestra en las reuniones que él mismo escoge de la agenda que su secretara organiza.

La ceremonia de entrega del edificio Solares del Norte era otro punto de su gestión como secretario de Obras Públicas. Eran pocos lo que podían negar su habilidad para envolver cualquier controversia en discursos embriagadores, cargados de metáforas y símiles que desarman a sus detractores antes de que siquiera pudieran formular una pregunta. Muchos saben que la verdadera razón por la que estaba allí, en ese podio, era su extrema lealtad a quienes lo habían colocado en esa posición: sus jefes políticos, aquellos que lo han ascendido desde las sombras, confiando en su capacidad para saquear al municipio y para manejar el poder detrás de las cámaras y los micrófonos.

—Queridos conciudadanos —comenzó, acomodándose los lentes con un ademán pausado—, hoy nos encontramos ante una obra que no solo es cemento. Solares del Norte es el reflejo de nuestra capacidad para levantarnos más alto que nuestras propias incredulidades. Como el ave que asciende dejando atrás su nido, nosotros hemos dejado atrás el pasado para abrazar un nuevo horizonte.

Las miradas se cruzaban entre los asistentes. Muchos conocían la verdad: terrenos a precios irrisorios, concejales beneficiados con contratos inflados, y Ferrer como el cerebro que lo había orquestado todo, sin dejar más rastro que el eco de sus palabras. Sin embargo, allí estaba, con su labio inferior grueso y prominente, proyectando esa seguridad aplastante que pocos se atrevían a desafiar. Al fondo, los rostros de sus jefes políticos, invisibles pero presentes, lo observaban con satisfacción. Ferrer sabía que, sin su apoyo, no estaría allí, y por eso no escatimaba en su lealtad hacia ellos, en especial cuando los ojos de sus adversarios políticos se posaban sobre él.

—Cada casa de esta urbanización —prosiguió, con una sonrisa tensa y breve— es un testimonio del trabajo conjunto, un símbolo de transparencia… sí, transparencia, como las ventanas que permiten ver hacia dentro y hacia fuera. Porque así es nuestra gestión: clara, luminosa, progresista.

Sus ojos recorrían la multitud, evitando cualquier contacto visual directo. La evasión era su mejor aliada, al igual que su discurso: envolvente, pero hueco. En el fondo, su mirada rencorosa revelaba su desprecio por quienes cuestionaban sus métodos. Los veía como obstáculos menores en su camino, como esas pequeñas piedras que apenas incomodan antes de ser aplastadas.

Mientras hablaba, el sudor le perlaba la frente despejada, fruto de su incipiente calvicie. Pero su voz permanecía firme, seductora.

—Estas casas no es solo para hoy, sino para siempre. Son una declaración a nuestros conciudadanos: aquí, en esta administración de la doctora Clara se trabaja por el progreso. Aquí, cada ladrillo fue colocado pensando en el bienestar común, en ustedes.

Los aplausos sonaron como castañuelas. Algunos espontáneos, otros obligados. A su lado, los secretarios de la Alcaldía que participaron en la negociación sonreían, satisfechos con los dividendos que esa ganga les había proporcionado. Ferrer sabía que ellos le debían tanto como él a ellos. La corrupción no necesitaba ser explicada cuando esta disfrazada de éxito compartido.

sábado, 30 de noviembre de 2024

El benjamín

 


En casa, las costumbres eran más sagradas que cualquier oración. Nuestra madre las recitaba como quien enumera los mandamientos de una ley inquebrantable. «Las costumbres son las columnas de las leyes de esta casa», solía decir, con la misma firmeza con la que doblaba las cobijas. Mi padre, sin embargo, nos enseñó la única costumbre que jamás mencionamos delante de mamá: la de no someternos a ninguna. Éramos diez hermanos y él se encargó de recordarnos, en susurros, que las reglas estaban para romperse.

Cada noche, íbamos a dormir cuando las gallinas buscaban su refugio en el árbol del mango. Mientras la oscuridad engullía la casa y las paredes crujían al menor bostezo del viento, nosotros, los hermanos, oíamos las voces de los adultos desde nuestras camas. La única luz en nuestro cuarto era un anémico bombillo que colgaba del techo como una fruta solitaria, el famoso «benjamín». Bastaba un tirón para apagar la noche, bastaba otro para devolvernos al día.

Una de esas noches, mi hermano Ignacio y yo decidimos que el sueño era opcional y la diversión, necesaria. «Cuando apagues la luz, le pasas una mano a cualquiera de nuestros hermanos», le susurré. Mateo, nuestro hermano sordo mudo, era el primero en caer en un sueño profundo y, para nosotros, era el candidato perfecto, pero no contábamos con lo que vendría después.

Ignacio tiró de la cadena, sumiendo el cuarto en penumbra. Entonces, con mucho sigilo, deslizó su mano como una sombra sobre el rostro de Mateo. El alarido que soltó fue desgarrador. Sonaba como un gato pisado por un elefante, pero con eco. Jamás habíamos oído algo tan profundo, una mezcla de miedo y dolor que atravesó las paredes. Antes de que el eco muriera, nuestra madre irrumpió en la habitación, con los ojos desorbitados. Mamá llegó volando, literalmente, porque nadie la vio tocar el suelo, solo su camisón flotaba detrás de ella como un espectro.

—¿Qué pasó? —gritó, mientras nos miraba a todos.

Mateo, todavía temblando, intentó explicarse con señas desesperadas. Señalaba su cara, el aire, y luego a todos nosotros. No hizo falta entender su lenguaje para saber que alguien sería castigado.

Mamá buscó un culpable, pero ninguno confesó. No éramos tan valientes como para contrariarla en forma abierta. Entonces, su mirada se detuvo en la más pequeña, Mary, quien observaba todo desde un rincón donde estaba su cama, demasiado inocente para comprender.

—Tú lo hiciste Mary —sentenció mamá.

—¿Qué? —dijo ella con ojos como platos.

Antes de que Mary pudiera protestar, recibió la reprimenda que debía ser nuestra. En silencio, Ignacio y yo observamos cómo su llanto llenaba el cuarto, incapaces de admitir la verdad. Cuando todo terminó, mamá se fue, llevándose con ella el eco de sus pasos.

Mary nunca nos preguntó por qué, ni aquella noche ni las siguientes. Pero cada vez que apagaban la luz y el «benjamín» colgaba inmóvil, sabíamos que había algo más colgando sobre nuestras cabezas: la culpa, invisible y eterna, como una sombra que se niega a desaparecer.

viernes, 22 de noviembre de 2024

El susurro



La habitación estaba envuelta en penumbra. Apenas un rayo de luna se colaba por las oquedades de la persiana, iluminando el contorno de su figura inmóvil. Santos avanzó despacio, como quien pisa un sueño, con la respiración entre cortada, los dedos temblorosos de anticipación y un aire reverencial.

«La Maga», como él la llamaba, no decía nada, pero no hacía falta. Su silencio era una melodía que lo envolvía, que lo llamaba a descubrir los secretos que ocultaba bajo su vestido. Con un gesto cuidadoso, deslizó la primera cinta, revelando un hombro liso y fresco.

La prenda cayó como un río mudo, abrazando el suelo, y la textura de su piel, tan tersa, tan irreal, lo deslumbró. Con cada botón desabrochado, con cada aderezo liberado, su corazón latía más rápido. Era como si deshojara un poema, verso a verso, buscando el núcleo del misterio.

La falda se deslizó hasta sus pies, revelando piernas perfectas, inmóviles, casi etéreas. Sus manos recorrieron aquel cuerpo con devoción, sintiendo la dureza bajo la ilusión de humanidad. Pero Santos no quería detenerse, no podía.

Al final, cuando la luz de la luna iluminó su rostro sin expresión, el hechizo se rompió. Allí estaba, desnuda y hermosa, pero nunca había estado viva.

Suspiró y se dejó caer en la silla junto a ella. La soledad de sus días había vuelto a tejer una fantasía. Acarició con ternura el rostro del maniquí, con una mezcla de amor y derrota.

—Eres perfecta —murmuró, y el eco de su voz fue la única respuesta.

sábado, 16 de noviembre de 2024

¿Un café?

 


Elkin se acercó a la joven viuda mientras ella permanecía sentada mirando al vacío. Su mirada, aunque triste, no dejaba de destilar una fuerza contenida, una mezcla de furia y resignación. A su lado, las cenizas de su marido descansaban en una urna modesta, con la tapa ligeramente entreabierta, casi como si el difunto quisiera seguir observando la vida.

—¿Le gustaría aceptarme un café? —preguntó el hombre, con voz suave, pero firme.

Magreb lo miró, sorprendida por la pregunta, y luego, al notar su tono, una chispa de indignación brilló en sus ojos.

—¿Café? —repitió, con una sonrisa que más bien parecía una mueca—. ¿A usted le parece el momento adecuado para invitarme a tomar un café? Mi marido acaba de ser incinerado, y lo único que se le ocurre es hacerme una invitación a un café. ¿No le parece un poco… fuera de lugar?

Elkin, un tanto desconcertado, dio un paso atrás. Era un hombre de buena apariencia, con un traje a medida y una corbata que no hacía justicia al momento tan incómodo en el que se encontraba.

—Perdón, señora, no era mi intención ofenderla —dijo, levantando las manos en señal de disculpa—. Pero mi invitación es solo para usted, no para su difunto esposo.

La joven viuda lo miró fijamente, como si no pudiera decidir si debía reír o abofetearlo.

—¡Ah! ¡Ya veo! —exclamó, sin contener la ironía en su voz—. Entonces, ¿usted cree que en medio de mi dolor y mi llanto debo dejar las cenizas de mi difunto esposo aquí y tomarme un café con un extraño? ¿Es eso lo que me está sugiriendo? ¿De verdad no ve lo inapropiado de la situación?

El hombre tragó saliva, incómodo, pero no dio su brazo a torcer.

—No, no, claro que no —respondió rápidamente, sin querer meterse en más problemas—. Solo quiero decir que su marido, bueno, él no podría aceptar la invitación, ¿verdad? Pero usted sí. Quiero que sepa que lo mío es simplemente un gesto de cortesía. Algo ligero para… alivianar el ánimo, si me comprende.

La viuda lo miró en silencio durante unos segundos. Luego, con calma, recogió sus cosas, hizo la caja hacia un lado y se levantó. El hombre dio un paso hacia ella, dispuesto a disculparse nuevamente, pero ella no le dio la oportunidad.

—Bien —dijo ella, ya caminando hacia la cafetería del parque—. Le concederé el beneficio de la duda. Pero espero que no me vuelva a invitar a su «café» y me recuerde que «su difunto esposo» no tiene derecho a acompañarnos.

Elkin, ya sin palabras, la siguió. De algún modo, no podía dejar de pensar que, al menos por una vez, la joven viuda lo había hecho sentir como si el único muerto allí fuera él.

viernes, 8 de noviembre de 2024

En situación de riesgo

 


Cuando la noche dibujó sus propias sombras y las hizo escuchar con su silencio, un fantasma aterrado y sin tan siquiera ser capaz de poder flotar, se preguntó:               

—¿Dónde estoy? Y una voz ensordecedora que se elevó de una cripta respondió:

—Donde inmóviles dormimos y donde la luz nocturna nos hace desvelar. Pero, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso de verte como un cuerpo vacío?

En: Candelaria Radio. Tenerife, España. 

https://www.ivoox.com/historias-minimas-07-11-24-audios-mp3_rf_135718550_1.html?fbclid=IwY2xjawGfcDFleHRuA2FlbQIxMAABHYi6ApqjU8kCLIz2o1fDXJZ3Za3uisyz4MXSqA6Ueoo5hyVczTwPMqPNEw_aem_85U5ZQ08FuoCUuGOawTenQ

viernes, 1 de noviembre de 2024

Arritmia

Sin mirarme me preguntó que me había traído a consulta. Sin observar mi semblante escuchó el recuento de mi quebranto. Sin verificar mis signos vitales se limitó a escribir un nuevo episodio en mi historia clínica. Sus preguntas pronto fueron un largo reproche. Sin poner los ojos en mí, me informó de las ordenes de nuevos exámenes y de algunas medicinas. Con una despedida de buena tarde, me remitió a la recepción sin siquiera haber escuchado mi voz interior siempre clamando que ella es la causa del acelere de mi corazón.

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Microrrelato participante en: "Historias mínimas", sección de microficción del Programa radial "La Caracola" con Paola Tena en Candelaria Radio, Tenerife, Islas Canarias - España.  

Reproducir audio en: https://go.ivoox.com/rf/135224882

viernes, 25 de octubre de 2024

Escudero

 

—¿Queréis ser un Caballero?”.

—No entiendo vuestra pregunta—. En el momento más vehemente lo interrumpí para matarle un mosquito.

sábado, 19 de octubre de 2024

Antecedentes

 


La riqueza de Al-Hakam II se extendía hasta las puertas del desierto, donde se dominaba la ciudad de Sijilmasa, cabeza de las rutas caravaneras del norte africano con el rigor que ello suponía. Pero todo cambió tras la muerte del califa, quien había mantenido la unidad y la estabilidad del califato de Córdoba mediante expediciones militares y una fuerte administración. El reino se dividió en numerosos dominios independientes llamados taifas, cada uno gobernado por diferentes familias o facciones. Todos compitieron entre ellos por recursos, territorio, ideología y poder político. Lo que llevó a las taifas a una dependencia cada vez mayor de mercenarios y alianzas externas. Todo era tan confuso que los cronistas de la época, decidieron que los interesados encontraran los corchetes de esas revueltas en las páginas en blanco de los incontables y voluminosos libros escritos sobre esta tumultuosa época.

sábado, 12 de octubre de 2024

Cobrando vida

 


Al reconstruir el rostro de una chica que vivió hace nueve mil años en Tesalia, el arqueólogo forense tuvo la visión fascinante de cómo han evolucionado los rasgos faciales con el tiempo. Aquel rostro, de una muchacha de dieciocho años, era el único testigo de una era crucial en la evolución humana. Ahora, después de miles de años, por fin podemos ver cómo en su cara se percibieron los amaneceres de la civilización humana moderna, aunque ésta sigue en estado embrionario.

viernes, 4 de octubre de 2024

El brillo

 


¿Maestro cuándo nos vas a leer y hablar de poesía en la clase?

Te prometo que en la siguiente clase lo haremos. ¿Y ese interés por la lírica?

Ella escribe versos profe, hasta tiene un cuaderno lleno de poemas, se adelantó en decir una de sus compañeras.

El maestro guardó un inusual silencio al comprobar que no pudo resistirse al brillo de los ojos de aquella promesa que, sin poder evitar, se iluminaron en la oscuridad de su antiguo desencanto.

sábado, 28 de septiembre de 2024

Matar con IA

 


El doctor Frankenstein ahora es más sofisticado, es una perfecta ecuación para eliminar desde el cielo sin dejar ningún rastro. No le bastaron los métodos del Gran Hermano, su ciencia destruye fantasmas. Hoy es una presencia espectral con la revelación de otras formas de crueldad así sean parte del ensayo de su poder como un rutinario ejercicio mortal, ya no con la vulgaridad de un envenenamiento, sino con la perfección de un rayo mortal menos ruidoso.

jueves, 19 de septiembre de 2024

Lluvia

 


Una nube tronó sobre la carretera, a unos dos metros de donde estábamos varados. Dos viajeros que venían de Camuscao, nuestro destino, y que estuvieron expuestos a la tormenta, se vieron obligados a usar sus capas; la tormenta los asustó al verse víctimas de una lluvia inexplicable. Apuraron su marcha; al acercarse a nuestro camión nos contaron lo que les acababa de suceder. Vimos entonces que al sacudir sus capas delante de nosotros, cayeron infinidad de pájaros que terminaban destrozados en el suelo. Era la consecuencia última de su propio terror.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Hengist, el sajón

 


Hengist acude al desierto y lo recibe un silencio parecido a una venia en el aire. El firmamento es el punto focal de aquel agreste paisaje, es una sombra elevada en el horizonte cuajado de estrellas. El bárbaro busca fundar un imperio digno de su grandeza. Va armado de espada, broqueles y conjuros porque no le basta ser brutal para acudir a esos confines filosos de arena. Hengist sabe que así deba arrastrarse, aquel imperio como liana florecerá. Quiere de ese enclave lo extraño, lo flamante. Camina sobre la arena, a su paso deja huellas; prefiere que se queden allí, antes que el rumor del mar venga y borre la arquitectura de sus sueños.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Ajedrezados


 

Mientras dura el juego del ajedrez, cada pieza tiene su particular misión; concluido el juego, todas las unidades se mezclan, unen y barajan. Tanto afán para alcanzar la última línea y perecer enarbolando los emblemáticos listones tras defender las torres que les agreden con sus altas almenas.                                               

sábado, 31 de agosto de 2024

Nadie es su nombre

 


Detuvo a Kronos, circundó los espejos de agua. Dejó la idea del hogar y puso todo sonido dentro del silencio. Desapareció en un arrebato lleno de prestancia. Al fin y cabo, era Nadie.

domingo, 25 de agosto de 2024

Experto

 


Si hubiera podido elegir a los invasores de Australia, habría preferido a los didelfos.

sábado, 17 de agosto de 2024

Desagravio

 


—¡Con que así es la cosa, eh! rezongó el Muelas decían esos manes que soy demasiado blandengue para ser bulteador. ¡Y decían también prosiguió en una queja sofocada— que usted, patrón se aprovechaba de eso! ¿Y a mí ningún perro, me entiende? ¡Nadie se ha atrevido a decirme eso!

Y como un esquizofrénico, sin por qué ni qué, sacó un cuchillo. Y con el vago deseo de probar lo contrario con cualquiera, se paró desafiante ante el dueño de El Bodegón y se abalanzó sobre él, colocando el pulgar sobre la hoja de acero al carbono con tal de rayar la humanidad del comerciante. Don Alberto, esquivó el primer lance al vientre y lo recibió en el brazo tatuado con formas biomecánicas que en un instante se tiñó de sangre y cegó al Muelas dejándolo atontado por el sabor a sal y sangre. El recio hombre le desarmó y, anudándose un pañuelo, dijo con suma tranquilidad:

—Necesito otro tatuaje para disimular esa insignificancia.

viernes, 9 de agosto de 2024

sábado, 3 de agosto de 2024

Tallerista



 

Las historias, anunció el tallerista, se componen de tres elementos:

La trama...

¡Esa soy yo, la que confabula contra alguien!

Los personajes...

¡Nosotros, somos nosotros!, pues nos basta tener un par de rasgos relevantes para ser visibilizados.

La ambientación...

¡Así me conocen, claro, según el contexto de la obra!

Pero, lo que los une  a todos es...

¡El conflicto! por mi naturaleza opuesta y consustancial a la razón de los demás.

¿Pero, de dónde salieron todos?, preguntó uno que no estaba atento a la singular presentación,

Y quien más podría ser, pues yo, el de las ideas previas.

Todos se miraron con desconcierto. 

El tallerista hizo una inflexión en la voz y dijo: 

Sí, ellas saben surgir de la experiencia directa con el mundo o pueden ser el resultado de la reflexión y la imaginación.

Vaya, vaya... 

O sea que un escritor es aquel que tiene problemas con las palabras o que convierte a las palabras en su problema, concluyó el conflictivo.

sábado, 27 de julio de 2024

El saludo

 

Escuchó pasos en la sombría calle aún por recorrer. Contuvo la respiración y sin hacer ruido, aguardó a que el dueño de aquellas pisadas dejara atrás el lugar donde se ocultaba. Entonces captó que el altisonante goteo de un tubo de desagüe se fue convirtiendo en un hilo que formó un charco brillante y palpitante donde se reflejaban un sin número de temblorosos rostros alargados de barbillas de chivos diablescos.

Buenas noches murmuró Johnny Desventura, ordenándole a su propia mente que regresara de aquel paraje de la insensatez.

sábado, 20 de julio de 2024

La historia del joven venezolano que escribió un libro para poder pagar sus estudios



Alejandro Bracamonte llegó a Cali a sus ocho años, viendo la realidad caleña que le hizo volar su imaginación.

Para miles de niños, estudiar no es un derecho, es un privilegio. Los niños y niñas migrantes venezolanas se han encontrado con todo un reto el poder acceder a la educación en nuestro país, a pesar de los esfuerzos del Estado, son muchos los que no han podido ingresar a cursar su primaria y bachillerato por distintos motivos.

En el año 2018, Alejandro Bracamonte llegó a Cali desde Isla Margarita, cuando tenía 8 años de edad. A su arribo, se impresionó por la cultura caleña, viendo una realidad completamente diferente a la que vivía en Venezuela.

“Cuando me bajé en la terminal lo primero que vi fue un perro con una camisa de un equipo de fútbol, yo estaba súper impresionado, ¡un perro llevaba ropa!, ¿Por qué tenia ropa?, lo primero que hice fue preguntarle a un señor que estaba cerca de mí y me dijo que era para que el perrito no se quemara y estuviera bien, me impactó, de donde yo vengo, las personas solo tienen estos animales para cuidar las casas, nunca había visto algo así”, relató el niño migrante.

Alejandro es solo uno de los miles de niños y niñas venezolanos que llegaron a Cali junto con sus familias debido a la crisis económica que vive el vecino país desde hace más de una década.

“Nosotros llegamos a Cali porque tenemos familia aquí que nos ayudó, poco tiempo después de llegar a la ciudad conocí al profesor Jorge Medina, con él hice un taller sobre como crear un cuento, poco a poco fui captando conocimiento y empecé a ver que mi vida en este momento era un cuento, ya que estaba atravesando por muchas aventuras”, relató el joven migrante.

De hecho, según Alejandro, Jorge Medina lo motivó a participar en el concurso ‘Cali en 100 Palabras’, que realiza la Biblioteca Departamental, el cual terminó ganando y gracias a esto, la Alcaldía de Cali lo invitó a representar a la ciudad en la Feria Internacional del Libro de Bogotá en su edición 2023.

“Durante mi participación en la Filbo conocí a Fernando Palma, el propietario de la Editorial Huellas, él se interesó por mi cuento, conversamos y cuando menos pensé ya tenía un libro de mi autoría en mis manos”, contó Alejandro.

‘Aventuras Desde Mi Balcón’, es el nombre del libro que Alejandro, quien, a sus 14 años, escribió con la finalidad de poder terminar sus estudios de Bachillerato, pues tras padecer de una grave enfermedad, solo pudo terminar quinto de primaria, por lo cual busca realizar su secundaria en una escuela de estudio acelerado.

En diálogo con El País, Alejandro dijo: “El libro habla sobre lo que he vivido, cuando estaba en mi balcón e imaginaba muchas cosas de las que he vivido, de las que observaba, con un total de 20 cuentos cortos, espero que los lectores lo disfruten”. tiene un total de 20 cuentos cortos para el disfrute de los lectores”.

Asimismo, el escritor afirmó que otro de sus grandes objetivos es motivar a los niños, niñas y jóvenes a leer y escribir, pues según él, este arte es uno que se ha ido perdiendo en las nuevas generaciones. “Deseo incentivar a que todos los niños y niñas lean un libro, dibujen, toquen un instrumento, se involucren en el arte y plasmen sus propias aventuras”.

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sábado, 13 de julio de 2024

Rumbero

 

                                                                                                                            Foto: elpais.com.co

Cuando sobre la selva y la pequeña Istmina sofocante se había derramado un gris suave, una figura indefinida apoyada contra una empalizada, silbaba y admiraba el halo de la luna sobre el techo de hojas de palma. Pronto esa evocación amenizada con música y viche, el licor propio de todos los jolgorios, fue interrumpida por la noticia de la desaparición de Arnoldo. Todos los presentes pasaron de bailar cogidos de la mano un kilele y de tocar un instrumento musical a recorrer el río Atrato en busca del hombre. Pasaron las horas y no lo encontraron. Desde hace días anda con varios hombres de piel morena y de sonrisa blanca.

viernes, 5 de julio de 2024

Un malentendido

 

Una mosca en su trayectoria curvilínea sobrevoló una botella en la que encontró una razón para detenerse.

Con extremada firmeza se posó sobre el angosto cuello y tras frotarse las patas se introdujo en el envase de cristal. De tanto volar entre las paredes interiores del frasco, la aturdida mosca olvidó cómo encontrar el orificio de salida.

Tras salir y superar la repulsión producida por el olor a menta, el díptero comprendió que es imposible vivir donde la razón se fundamenta en un círculo vicioso.