El pueblo La Comba, era un lugar donde los juegos de azar no solo entretenían, también
dictaban el ritmo de la vida. Algunos lo consideraban un pasatiempo inofensivo;
para otros, como Manuel, conocido como «Mi
amol», en alusión a la forma de hablar de quien ahora era su mujer, era una
grieta que amenazaba con consumirlo todo.
Desde joven, Manuel había
sentido una atracción incontrolable hacia ellos, confiaba más en sus habilidades que en la misma suerte. La veía como una capacidad heredada, casi un legado de sus padres,
habituados a los juegos de la vida. Para Manuel, aquello era más que un juego;
era una conexión con el recuerdo de sus padres, una manera de continuar algo que
nunca había comprendido del todo en ellos.
Podrá decirse que todo comenzó
como algo circunstancial por su empleo como pagador de comisiones y premios en función de
las apuestas permanentes, pero pronto se convirtió en una obsesión. Manuel tenía el
peculiar hábito de llenar cuadernos con los resultados de cada sorteo. Cada
número que anotaba le daba una sensación de control, una esperanza de descifrar
el sistema que lo haría ganar. «La suerte es un código que debo entender», solía decir. Ese fue su desafío personal. Con cada digito que anotaba en su cuaderno, creía estar más cerca de desentrañar un sistema que lo haría ganar.
Sin embargo, con el tiempo, los números que anotaba ya no representaban promesas;
se convirtieron en un refugio. Cada página llena de cálculos era una excusa
para no enfrentar su frustración, el peso de sus propias decisiones y las
expectativas incumplidas que cargaba desde joven.
Clarividencia, su esposa, fue la
primera en notar los cambios. Al principio, atribuyó las largas jornadas y las
llegadas tardías a la presión laboral. Pero las excusas de «Mi amol» comenzaron a volverse más dispersas y menos creíbles. En
sus ojos ya no veía al hombre cariñoso y entusiasta con el que se había casado,
sino a alguien atrapado en una burbuja distante, incluso, cuando estaba
presente.
Una tarde, mientras limpiaba la
habitación, Clarividencia encontró varios cuadernos bajo el colchón de paja. Todos estaban repletos de números y cálculos, intercalados con frases que
le revelaron una dimensión del dolor de su esposo que nunca había sospechado: «Esta vez lo lograré», «Recuperaré todo», «Solo necesito entender». Ese día comprendió que el problema no era
el azar, sino el vacío que Manuel intentaba llenar. Clarividencia se armó de
valor para enfrentarlo. Le temblaban las manos al colocar aquellos cuadernos frente
a él.
—Manuel, no puedo más con esto
—dijo, intentando mantener firmeza en su voz—. Estás atrapado y no lo ves.
Él desvió la mirada hacia los
cuadernos. Permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras de Clarividencia
perforaban lo que había construido a su alrededor.
—Esto no es solo un juego para
ti. Es una carga que está acabando contigo, con nosotros. ¿Qué sientes cada vez
que agotas nuestro presupuesto y llenas de resultados de las loterías las hojas
de estos cuadernos? —preguntó ella, tratando de entender.
Tras unos segundos de silencio,
Manuel respondió con un susurro apenas audible:
—Siento que puedo entender la
suerte. Que, si logro descifrarla, podremos ganarle… Pero, hasta ahora, no me
funciona.
Lo que siguió fue una confesión
que Clarividencia no esperaba. Por primera vez, Manuel habló de su infancia, de
la relación distante con sus padres apostadores y de cómo las hojas llenas de
números se habían convertido en un legado suyo. «Es como si estuviera
programado para esto», murmuró, con una mezcla de resignación y angustia.
Aunque al principio Manuel se
resistió, terminó aceptando su problema. Dejar los cuadernos fue lo más
difícil. Durante meses, luchó contra la necesidad de anotar resultados. Cada
día sin escribir sentía que perdía algo de sí mismo, como si abandonara el
único vínculo que tenía con sus progenitores. Clarividencia lo apoyó en silencio,
observando cómo su esposo peleaba contra un enemigo invisible.
Años después, Manuel caminaba al atardecer por La Plazuela. El lugar había cambiado poco: los mismos murmullos, las mismas risas, el pregón callejero golpeando sus sentidos. En su bolsillo llevaba un pequeño cuaderno, pero esta vez no contenía números, sino citas y frases célebres que le daban fuerza en su nueva vida porque «Lo que el mal emprende con mal se refuerza», repetía para sí esa máxima de Shakespeare con frecuencia:
—Ocho-dos-cuatro... Claro, ¿cómo
no lo vi antes? —dijo un hombre con un brillo febril en los ojos.
Manuel sintió un escalofrío.
Había escuchado esas mismas palabras en su propia voz tantas veces que parecían
un eco de su mente. Sus dedos buscaron el cuaderno en el bolsillo, sintiendo su
contorno familiar, como si le diera seguridad.
El hombre alzó la vista y lo
reconoció al instante.
—Pero, si eres tú, ¡Mi amol! ¿Vamos a jugar?
Manuel sonrió al reconocer a «Bulto de sal». Su gesto tenía un toque
de tristeza, pero también de aceptación. Asintió y se sentaron frente a frente.
—Solo una partida —dijo, como si
con esas palabras intentara marcar un límite invisible.
El hombre lo observó con atención, como si evaluara algo en su expresión.
—Siempre es «Solo una partida»
—respondió, con voz que delataba destreza y años de práctica.
Mientras colocaba las cartas
sobre la mesa, los ecos de su antigua vida lo envolvieron. En su mente, la voz
de Clarividencia resonaba, suave pero firme, recordándole cuánto había
avanzado. Y aunque el azar seguía siendo un misterio, Manuel supo, con una
certeza inquietante, que había vuelto a apostar. Su historia no había
terminado, y quizá nunca lo haría.
En aquella libreta tenía escritaslas frases que le convenian. Pero otras cómo: " la cabrá tira al monte", las tenía grabadas a fuego en la piel.
ResponderBorrarAbrazooo
Es significativo de que Clarividencia sea el nombre de la esposa.
ResponderBorrarQue en cierta forma, está justificado, aunque no sea literalmente.
Saludos.