sábado, 21 de diciembre de 2024

Solo una partida

 


El pueblo La Comba, era un lugar donde los juegos de azar no solo entretenían, también dictaban el ritmo de la vida. Algunos lo consideraban un pasatiempo inofensivo; para otros, como Manuel, conocido como «Mi amol», en alusión a la forma de hablar de quien ahora era su mujer, era una grieta que amenazaba con consumirlo todo.

Desde joven, Manuel había sentido una atracción incontrolable hacia ellos, confiaba más en sus habilidades que en la misma suerte. La veía como una capacidad heredada, casi un legado de sus padres, habituados a los juegos de la vida. Para Manuel, aquello era más que un juego; era una conexión con el recuerdo de sus padres, una manera de continuar algo que nunca había comprendido del todo en ellos.

Podrá decirse que todo comenzó como algo circunstancial por su empleo como pagador de comisiones y premios en función de las apuestas permanentes, pero pronto se convirtió en una obsesión. Manuel tenía el peculiar hábito de llenar cuadernos con los resultados de cada sorteo. Cada número que anotaba le daba una sensación de control, una esperanza de descifrar el sistema que lo haría ganar. «La suerte es un código que debo entender», solía decir. Ese fue su desafío personal. Con cada digito que anotaba en su cuaderno, creía estar más cerca de desentrañar un sistema que lo haría ganar. Sin embargo, con el tiempo, los números que anotaba ya no representaban promesas; se convirtieron en un refugio. Cada página llena de cálculos era una excusa para no enfrentar su frustración, el peso de sus propias decisiones y las expectativas incumplidas que cargaba desde joven.

Clarividencia, su esposa, fue la primera en notar los cambios. Al principio, atribuyó las largas jornadas y las llegadas tardías a la presión laboral. Pero las excusas de «Mi amol» comenzaron a volverse más dispersas y menos creíbles. En sus ojos ya no veía al hombre cariñoso y entusiasta con el que se había casado, sino a alguien atrapado en una burbuja distante, incluso, cuando estaba presente.

Una tarde, mientras limpiaba la habitación, Clarividencia encontró varios cuadernos bajo el colchón de paja. Todos estaban repletos de números y cálculos, intercalados con frases que le revelaron una dimensión del dolor de su esposo que nunca había sospechado: «Esta vez lo lograré», «Recuperaré todo», «Solo necesito entender». Ese día comprendió que el problema no era el azar, sino el vacío que Manuel intentaba llenar. Clarividencia se armó de valor para enfrentarlo. Le temblaban las manos al colocar aquellos cuadernos frente a él.

—Manuel, no puedo más con esto —dijo, intentando mantener firmeza en su voz—. Estás atrapado y no lo ves.

Él desvió la mirada hacia los cuadernos. Permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras de Clarividencia perforaban lo que había construido a su alrededor.

—Esto no es solo un juego para ti. Es una carga que está acabando contigo, con nosotros. ¿Qué sientes cada vez que agotas nuestro presupuesto y llenas de resultados de las loterías las hojas de estos cuadernos? —preguntó ella, tratando de entender.

Tras unos segundos de silencio, Manuel respondió con un susurro apenas audible:

—Siento que puedo entender la suerte. Que, si logro descifrarla, podremos ganarle… Pero, hasta ahora, no me funciona.

Lo que siguió fue una confesión que Clarividencia no esperaba. Por primera vez, Manuel habló de su infancia, de la relación distante con sus padres apostadores y de cómo las hojas llenas de números se habían convertido en un legado suyo. «Es como si estuviera programado para esto», murmuró, con una mezcla de resignación y angustia.

Aunque al principio Manuel se resistió, terminó aceptando su problema. Dejar los cuadernos fue lo más difícil. Durante meses, luchó contra la necesidad de anotar resultados. Cada día sin escribir sentía que perdía algo de sí mismo, como si abandonara el único vínculo que tenía con sus progenitores. Clarividencia lo apoyó en silencio, observando cómo su esposo peleaba contra un enemigo invisible.

Años después, Manuel caminaba al atardecer por La Plazuela.  El lugar había cambiado poco: los mismos murmullos, las mismas risas, el pregón callejero golpeando sus sentidos. En su bolsillo llevaba un pequeño cuaderno, pero esta vez no contenía números, sino citas y frases célebres que le daban fuerza en su nueva vida porque «Lo que el mal emprende con mal se refuerza», repetía para sí esa máxima de Shakespeare con frecuencia: 

—Ocho-dos-cuatro... Claro, ¿cómo no lo vi antes? —dijo un hombre con un brillo febril en los ojos.

Manuel sintió un escalofrío. Había escuchado esas mismas palabras en su propia voz tantas veces que parecían un eco de su mente. Sus dedos buscaron el cuaderno en el bolsillo, sintiendo su contorno familiar, como si le diera seguridad.

El hombre alzó la vista y lo reconoció al instante.

—Pero, si eres tú, ¡Mi amol! ¿Vamos a jugar?

Manuel sonrió al reconocer a «Bulto de sal». Su gesto tenía un toque de tristeza, pero también de aceptación. Asintió y se sentaron frente a frente.

—Solo una partida —dijo, como si con esas palabras intentara marcar un límite invisible.

El hombre lo observó con atención, como si evaluara algo en su expresión.

—Siempre es «Solo una partida» —respondió, con voz que delataba destreza y años de práctica.

Mientras colocaba las cartas sobre la mesa, los ecos de su antigua vida lo envolvieron. En su mente, la voz de Clarividencia resonaba, suave pero firme, recordándole cuánto había avanzado. Y aunque el azar seguía siendo un misterio, Manuel supo, con una certeza inquietante, que había vuelto a apostar. Su historia no había terminado, y quizá nunca lo haría.

 

2 comentarios:

  1. En aquella libreta tenía escritaslas frases que le convenian. Pero otras cómo: " la cabrá tira al monte", las tenía grabadas a fuego en la piel.
    Abrazooo

    ResponderBorrar
  2. Es significativo de que Clarividencia sea el nombre de la esposa.
    Que en cierta forma, está justificado, aunque no sea literalmente.
    Saludos.

    ResponderBorrar