El
hombre, una maraña de inexplicable adversidad psíquica, tropezó. No con una
piedra, sino con una de esas raras fisuras del tiempo, esa una falla abierta en
la superficie misma de la realidad. Se deslizó, no entre segundos, sino entre
dos instantes de su propia existencia. Un parpadeo, nada más que un abrir y
cerrar de ojos, fue la señal ineludible: había dejado de existir en un arte que
siempre creyó que requería de tiempo y paciencia para aprender. La esencia,
ahora lo sabía, estaba en el no-tiempo.
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