Rafael Ferrer se plantó frente
al micrófono con la seguridad de quien ha moldeado su destino a base de
palabras bien escogidas. Hombre de estatura imponente, grueso de tórax y
con unas piernas desproporcionadamente delgadas que, a pesar de su corpulencia,
se esfuerzan por sostenerlo en pie cuando retrocede. Su camisa blanca, llevada siempre por
fuera, ondeaba ligeramente con la brisa, como si quisiera ocultar los kilos que
sobraban o los acuerdos que faltaban. En sus pies, unas llamativas zapatillas
deportivas se destacaban bajo su jean desteñido, un detalle cuidadosamente
calculado para proyectar cercanía y modernidad, aunque también revelaban un
intento de comodidad frente al peso de sus propios excesos. Mientras las
palabras fluían de su boca, su mano izquierda sostenía el celular desde donde suele instar a sus subalternos a subsanar entuertos e imprevistos de última hora por los desatinos propios o de sus asesores, pero siempre buscando asegurarse de que la
imagen proyectada encaje con la que se muestra en las reuniones que él mismo
escoge de la agenda que su secretara organiza.
La ceremonia de entrega del
edificio Solares del Norte era otro punto de su gestión como secretario de Obras Públicas. Eran pocos lo
que podían negar su habilidad para envolver cualquier controversia en discursos
embriagadores, cargados de metáforas y símiles que desarman a sus detractores
antes de que siquiera pudieran formular una pregunta. Muchos saben que la
verdadera razón por la que estaba allí, en ese podio, era su extrema lealtad a
quienes lo habían colocado en esa posición: sus jefes políticos, aquellos que
lo han ascendido desde las sombras, confiando en su capacidad para saquear
al municipio y para manejar el poder detrás de las cámaras y los micrófonos.
—Queridos conciudadanos
—comenzó, acomodándose los lentes con un ademán pausado—, hoy nos encontramos
ante una obra que no solo es cemento. Solares del Norte es el reflejo de
nuestra capacidad para levantarnos más alto que nuestras propias incredulidades.
Como el ave que asciende dejando atrás su nido, nosotros hemos dejado atrás el
pasado para abrazar un nuevo horizonte.
Las miradas se cruzaban entre los
asistentes. Muchos conocían la verdad: terrenos a precios irrisorios, concejales
beneficiados con contratos inflados, y Ferrer como el cerebro que lo había
orquestado todo, sin dejar más rastro que el eco de sus palabras. Sin embargo,
allí estaba, con su labio inferior grueso y prominente, proyectando esa
seguridad aplastante que pocos se atrevían a desafiar. Al fondo, los rostros de
sus jefes políticos, invisibles pero presentes, lo observaban con satisfacción.
Ferrer sabía que, sin su apoyo, no estaría allí, y por eso no escatimaba en su
lealtad hacia ellos, en especial cuando los ojos de sus adversarios políticos se
posaban sobre él.
—Cada casa de esta urbanización —prosiguió, con una sonrisa tensa y breve— es un testimonio del trabajo
conjunto, un símbolo de transparencia… sí, transparencia, como las ventanas que
permiten ver hacia dentro y hacia fuera. Porque así es nuestra gestión: clara,
luminosa, progresista.
Sus ojos recorrían la multitud,
evitando cualquier contacto visual directo. La evasión era su mejor aliada, al
igual que su discurso: envolvente, pero hueco. En el fondo, su mirada rencorosa
revelaba su desprecio por quienes cuestionaban sus métodos. Los veía como
obstáculos menores en su camino, como esas pequeñas piedras que apenas incomodan
antes de ser aplastadas.
Mientras hablaba, el sudor le
perlaba la frente despejada, fruto de su incipiente calvicie. Pero su voz
permanecía firme, seductora.
—Estas casas no es solo para
hoy, sino para siempre. Son una declaración a nuestros conciudadanos: aquí, en
esta administración de la doctora Clara se trabaja por el progreso. Aquí, cada
ladrillo fue colocado pensando en el bienestar común, en ustedes.
Los aplausos sonaron como castañuelas. Algunos espontáneos, otros obligados. A su lado, los secretarios de la Alcaldía que participaron en la negociación sonreían, satisfechos con los dividendos que esa ganga les había proporcionado. Ferrer sabía que ellos le debían tanto como él a ellos. La corrupción no necesitaba ser explicada cuando esta disfrazada de éxito compartido.
"Dime de que prresumes..."
ResponderBorrarLa cosa no cambia aunque cambien los tiempos. Es una constante universal como el número pi o la velocidad de la luz.
Abrazooo
La corrupción siempre es compartida.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Hasta yo me puse tenso. Se siente en el ambiente del texto. Va un abrazo.
ResponderBorrarLa frase final es lapidaria. Y supongo que si existe corrupción es porque los beneficios son compartidos, no por todos, está claro, pero sí por muchos, al menos por los necesarios para llevarla a cabo
ResponderBorrarUn abrazo