El aroma del laurel lo envolvía
cada vez que abría el armario. Era un olor terroso, tranquilizador, que
asociaba con las historias de su abuela sobre cómo las hojas protegían de lo
indeseable. Martín había convertido ese espacio en su santuario secreto. Entre
camisas bien dobladas y pantalones apilados, escondía su mayor esperanza: los
billetes que, con sacrificio y constancia, había ahorrado durante años. Su
sueño de tener una casa propia había echado raíces allí, entre algodón y hojas
verdes.
Desde pequeño, Martín había
escuchado las historias de su abuela Soledad sobre el laurel. «Las hojas no
solo protegen, hijo, también traen victoria», le decía mientras frotaba una
hoja entre los dedos, liberando su fragancia. A menudo se sentaban juntos en el
patio trasero, donde crecía un árbol de laurel que ella cuidaba como a un
miembro más de la familia. Allí, bajo su sombra, le contaba leyendas: reyes que
coronaban a los campeones con coronas de laurel, guerreros que volvían a casa
con hojas en sus estandartes. Para Martín, esas historias eran más que cuentos;
eran lecciones sobre la perseverancia y la recompensa.
Era una tarde tibia cuando
decidió contar su fortuna. El sol de enero entraba a raudales por la ventana y
dibujaba sombras en el suelo del cuarto. Martín se arrodilló frente al armario,
con una libreta en la que iba a registrar cada rollito de billetes. Abrió la
primera gaveta y, como siempre, el perfume a laurel lo recibió. Apartó las
camisas con cuidado, como quien desentierra un tesoro, y palpó el atado que
había dejado en las mangas de los pantalones enrollados que poco se colocaba.
Pero algo no estaba bien.
La textura no era la que
recordaba. Frunciendo el ceño, sacó un manojo de hojas secas, quebradizas, que
se desmenuzaban al menor roce. «Esto no puede ser», se dijo, y metió la mano
más adentro, buscando con afán los billetes. Solo encontró más hojas. Revisó el
resto de las estanterías, vació el contenido del armario, una prenda tras otra.
En todas partes lo mismo: montones de hojas de laurel, tantas que se acumulaban
a su alrededor como un colchón crujiente.
Sentado en el suelo, con los
brazos caídos a los costados, Martín miraba incrédulo el montón de hojas. Eran
las mismas que había puesto con sus manos para proteger su ropa y el dinero que
guardaba, pero ahora eran todo lo que quedaba. Cerró los ojos, intentando
recordar si había cometido algún error, si alguien había podido entrar sin que
él lo notara. Pero no había ni el más mínimo indicio para el robo ni para el inapreciable
descuido. Era como si el tiempo hubiera transformado su esfuerzo en polvo
verde.
Martín siempre había tenido un
convencimiento inquebrantable: la casa grande que soñaba no era una
posibilidad; era un hecho. La veía en su mente, con sus amplias habitaciones y
un patio con plantas ornamentales. No importaba cuánto tardara en llegar,
porque estaba decretado que así sería. Ese pensamiento había sido su motor
durante años, y en ese momento, rodeado de hojas de laurel, intentaba aferrarse
a él como a un salvavidas.
Cerró los ojos e intentó
aferrarse al sueño con mayor fuerza. En su mente, caminaba por los pasillos
amplios de aquella casa. Podía escuchar las risas de sus hijos, ahora adultos,
compartiendo la mesa en el comedor espacioso. Las paredes, pintadas de colores
cálidos, sostenían cuadros que algún día elegiría junto a su esposa. A través
de una ventana enorme, veía el patio amplio que siempre había imaginado: con
una huerta vertical, lleno de árboles frutales, donde el aroma de los limoneros
se mezclaba con el canto de los pájaros. Allí, bajo la sombra de un framboyan,
podía sentarse a leer mientras escucha su música preferida.
Era tan vívido que casi podía
tocarlo. El sonido de la madera bajo sus pies, el crujir de las hojas secas en
el patio, el calor del hogar que tanto anhelaba. Martín había decretado esa
casa no solo como un lugar, sino como el símbolo de su esfuerzo, de todo lo que
había querido construir para los suyos.
—Martín, ¿qué haces? —preguntó
su esposa Inés desde la puerta.
Al verla, Martín sintió un nudo
en la garganta. ¿Cómo explicarle? Con las manos temblorosas, tomó un puñado de
hojas y las dejó caer entre sus dedos como arena. Ella se acercó despacio,
observando la escena, y se sentó junto a él sin decir nada.
—Todo se fue —susurró él al
fin—. Todo lo que guardé, todo lo que ahorré.
Ella cogió una hoja y la frotó
entre sus dedos, liberando el aroma. Luego lo miró con una sonrisa suave.
—No todo, Martín. Míranos.
Estamos aquí, juntos. Los chicos están bien, ¿no es eso lo que siempre quisiste?
Martín clavó la mirada en sus
manos vacías. Recordó las noches que pasó trabajando de forma incansable, los
momentos en que renunció a pequeños caprichos para guardar cada billete. Su
sueño había sido grande, pero también lo había sido el esfuerzo. Y ahora,
rodeado de hojas de laurel, no podía evitar sentir que había fracasado. Sin
embargo, al mirar el rostro de su esposa, comprendía algo distinto: el dinero
había ido y venido, pero lo que había construido no se había desvanecido con el
tiempo.
—Tal vez... —murmuró, dejando
que una sonrisa triste se dibujara en su rostro—. Tal vez solo estaba
protegiendo lo que realmente importa.
Ella tomó una hoja, la colocó
sobre su palma y le dijo:
—El laurel es para los que
vencen, ¿te acuerdas? Es lo que tú nos cuentas que decía tu abuela. Y tú has
vencido, Martín, aunque no lo veas ahora.
Las palabras resonaron en su mente mientras el perfume del laurel se volvía más intenso. Martín respiró hondo. Tal vez, pensó, había estado buscando su tesoro en el lugar equivocado. Miró el armario vacío y las hojas esparcidas por el suelo, permitiéndose por primera vez creer que no todo estaba perdido. Que el sueño de su casa grande seguía vivo, no en los billetes que ya no estaban, sino en los cimientos que había construido con su esfuerzo y amor por los suyos.
La construcción ya está acabada. Ahora hay que mantenerla, con la ilusión menguante ( ya alcanzó la "meta"), y sin dinero hará falta suerte que lo supla. Y nadie tiene control sobre la suerte. Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana.
ResponderBorrar( estoy recopilando refranes que no salgan en el quijote; ya tengo uno)
ABRzooo y felices fiestas, Guillermo.
En esta temporada de renacimiento, plenos de luz, paz y armonía en compañía de todos los tuyos.
ResponderBorrarGuillermo. Y el laurel, no olvidemos el laurel. Simbólico que la casa esté lleno de laureles. Algo nos quiere decir. Y lo voy a pillar.
ResponderBorrarMás saludos.
Hola Julio David, qué interesante resultaría tu indagación. Un abrazo fraterno y muchas felicidades.
ResponderBorrarLa mayoría de las veces el triunfo no tiene la forma ni el motivo que nosotros quisiéramos, por eso es tan difícil reconocerlo.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Sí, podríamos decir que hay quienes se levantan y buscan a las circunstancias y las crean si no las encuentra. Eso también hay que saberlo reconocer. Saludos.
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