sábado, 5 de abril de 2025

El legado de la pulga

El viento aullaba como un lamento, mordiendo la piel con su frío implacable. Bajo un cielo gris plomizo, la pequeña figura de Lumière yacía inerte dentro de una caja de madera. El gato, compañero silencioso de tantas tardes, había sucumbido ante el raticida.

Con manos temblorosas, cavaron una fosa en el patio trasero, la tierra sobrecogida cedía a duras penas. Las manos temblorosas de Lorraine depositaron la caja con suavidad, como si aún pudieran despertar al felino de su sueño eterno que se mezclaba con el aliento helado del invierno.

Las pulgas, diminutos puntos negros, saltaron del lecho de tierra. Buscando refugio se encontraron con un enemigo más poderoso que el fuego: el frío. Sus cuerpos diminutos se congelaron, cayendo como granos de arena sobre la nevisca.

Pero no todas las pulgas murieron. Una, más astuta y resistente, se refugió en el pelaje del gato, aferrándose con sus diminutas patas. El calor residual del cuerpo del animal, aunque débil, le proporcionó el sustento necesario para sobrevivir. Cuando el sol, tímidamente, comenzó a asomarse entre las nubes, la pulga saltó del cadáver y se adentró en la casa, buscando un nuevo huésped, un nuevo hogar, un nuevo ciclo de vida en el que el frío no la podría alcanzar.

domingo, 30 de marzo de 2025

Cada plasta tiene su cucarrón

 


El sol brillaba con ímpetu aquella mañana, iluminando la figura de doña Alcira, quien se mantenía inmóvil en el umbral de su casa a pesar del efecto abrazador sobre sus pecosos brazos. Su mirada, perdida en el horizonte, se desplazaba lentamente hacia la derecha, como si buscara un recuerdo esquivo en los laberintos de su memoria. Luego, sus ojos claros viraron hacia la izquierda, intentando quizás dar forma a una de sus ingeniosas ocurrencias.

Doña Alcira, alta y de porte jactancioso, era la personificación viva de los antioqueños.  Con la misma mano izquierda que sostenía un cigarrillo humeante, sujetaba su brazo derecho. El cigarro, por momentos, parecía atosigarse por la combustión del tabaco. En la medida que fumaba, esa especie de humo invisible se le pegaba a la piel, se le escondía entre la ropa, en los mechones de su cabello lacio y terminaba aquietándose en los muebles de aquel caserón. Quien entrara a la casa, de inmediato percibía el olor a cigarrillo, así no estuvieran fumando.

Su atención se desvió de la Loma de La Cruz al reconocer a Rosa Elvira, su vecina, una mujer de espíritu alegre y conversador, siempre irradiando vitalidad y energía. Doña Alcira, con su voz ronca, la llamó:

—¡Rosa Elvira vení acá! —le gritó cuando una volqueta pasaba produciendo un ruido de latas degastadas y ensordecedoras.

—Doña Alcira, después le arrimo porque me cogió la tarde, —le respondió arrastrando en forma lenta su hablar.

—Vení te digo, no te vas a demorar.

—Doña Alcira ese ratico de conversa con usted es de horas y la comida no espera.

—¡Ni que tuvieras niño chiquito! Venga mujer le pregunto una cosa:

—A ver doña Alcira ¿qué se le ofrece? —le preguntó la afanada mujer.

—Seguí mujer... Ya los perros mordieron al güevón de mi hermano Augusto, —la invitó doña Alcira que en dos zancadas iba en dirección al patio en tierra donde el olor a humedad, a geranios y árboles frutales eran inevitables.

—¡Doña Alcira dígame para qué soy buena!

—¿Cierto Rosa Elvira que esa hijueputa gallina se parece a mí?

—¿Cuál gallina?

—Esa blanca que está allá comiendo maíz. Mirala bien y decime si no es verdad.

—¡Qué ocurrencias las suyas! Algo me decía que me iba a salir con una de las suyas.

—¡Observala bien Rosa Elvira, date cuenta que tiene las patas largas y secas como las mías. ¡Obsérvale las uñas a esa hijueputa!

—Pero, doña Alcira…

—¡Decime si no es igual a mí! Mirame la bata blanca y sucia que tengo puesta. Ella tiene una igual que yo, solo que el plumaje blanco es el que tiene puesto.

—Doña Alcira ¿de dónde saca usted semejantes ideas?

—¡No preguntés pendejadas Rosa Elvira!, sólo mirá a la cursienta esa que se metió a mi casa… Mirá, mirála Rosa Elvira date cuenta de cómo la rilosa esa me mira, —le susurró a Rosa Elvira— Ella sabe que estamos hablando de ella. Me mira confirmando que de las dos, la más cagada soy yo.

—Mirale el pico… —le insistió a la mujer que no paraba de reír— Esa, si es mucha hijueputa gallina tan fea.

—¡Tiene usted razón doña Alcira! —le confirmó Rosa Elvira asintiendo con movimientos de cabeza, incapaz de parar de reír. Doña Alcira, con el estropeado cigarrillo consumiéndose en su boca repitió:

—¿Si ya sabés lo feas que somos la gallina y yo? Queda demostrado que cada plasta tiene su cucarrón.

—¡Ay doña Alcira! Usted solo ve en ella lo vieja que está, pero lo mejor de todo, es que usted tiene una forma de decir sus ocurrencias. Sólo a usted se le ocurre compararse con esa gallineta.

—¡Alcira otra vez dejaste la puerta de la calle abierta! Siempre lo mismo por estar de bochinchera con cuánta vieja pasa por aquí, —le riñó el cegatón de su hermano desde su aposento.

—Vos cállate gran güevón. Para estar parando la oreja, ahí sí estás listo. Serví de algo, sacá esa hijueputa gallina antes de que los saque a los dos a escobazos de aquí. Ante aquella voz de mando, el hombre quiso atrapar la gallina, pero ésta fue más rápida al salir cacaraqueando de la rancia casa. Doña Alcira siguió con la vista a la gallina que corría acosada por un niño descalzo que intentaba hacerla entrar a su casa. Doña Alcira guardó silencio, tenía una expresión llena de incertidumbre en su rostro.

viernes, 21 de marzo de 2025

Cuando la vida te llama




Estás aquí, en el borde de un precipicio invisible, donde la vida se despliega como un lienzo en blanco. No basta con estar aquí, con la simple presencia física. Hay que habitar el cuerpo, sentir cómo el aire entra y sale sin prisa, notar el sabor del pan antes de tragarlo, entregarse al sueño como quien cruza un umbral hacia otro mundo y no solo hace una pausa.

Cierras los ojos y te permites sentir. El viento acaricia tu rostro, trayendo consigo el aroma a tierra húmeda y flores silvestres. Escuchas el murmullo del río cercano, una melodía constante que te invita a la calma. Abres los ojos y ves el mundo con una claridad renovada. Cada detalle se vuelve vibrante: el verde intenso de las hojas, el azul profundo del cielo, el rojo carmesí de una amapola solitaria.

Vives cada instante con intensidad. Ríes a carcajadas, sin miedo al eco. Lloras cuando la tristeza te invade, sin pedir permiso. Te enojas con la fuerza de un volcán, sin temor a parecer frágil. Abrazas el frío de la mañana, sintiendo el escalofrío en tu piel. Tocas la lluvia con las manos desnudas, dejando que las gotas te laven el alma. Miras el cielo estrellado, no buscando respuestas, sino maravillándote ante la inmensidad.

Un día, sin previo aviso, el telón caerá. Y entonces, en ese último suspiro, no habrá arrepentimientos. Habrás pronunciado todas tus líneas, sentido cada escena con el corazón ardiendo. Porque la vida no es un ensayo ni un borrador, no hay segundas versiones. La muerte no avisa, pero la vida sí, a cada segundo. Y tú, por fin, has aprendido a escucharla.

Pero entonces, algo cambia. El telón no cae. En lugar de oscuridad, una luz cálida te envuelve. Sientes una mano suave que toma la tuya. Abres los ojos y ves un rostro familiar, lleno de amor. "Despierta", dice la voz, "despierta, cariño. Ha sido un sueño muy largo". Te das cuenta de que todo lo que has vivido, cada sensación, cada emoción, fue un sueño dentro de un coma profundo. Y ahora, tienes la oportunidad de vivir de nuevo, con la sabiduría de haber experimentado la vida en su máxima expresión.

viernes, 14 de marzo de 2025

Sostenido



El sudor le empapaba la frente, las manos le dolían, pero no se detenía. Las cuerdas del violín vibraban bajo sus dedos, un grito de guerra contra el silencio. La música no flota, pesa. Se agarra al cuerpo, lo exprime, lo tensa. Cada nota, un pulso arrancado con esfuerzo, una batalla entre el querer y el poder. Aquí no hay gracia, hay resistencia.

Él no toca, se aferra. A las cuerdas, a la madera, a algo más grande que él mismo. Porque la música no se deja domar, exige que le entregues todo, que la sostengas cuando amenaza con desmoronarse. El arco crujía, la melodía se retorcía, pero él no cedía. Los músculos tensos, la respiración agitada, los ojos cerrados, concentrado en el sonido que emergía de las entrañas del instrumento.

Y así seguía, sosteniendo lo que lo hacía ser, aunque doliera. Porque soltarlo no era opción. Porque en cada nota, en cada acorde, en cada vibración, se encontraba la esencia de su ser, la razón de su lucha, la prueba de su resistencia. De pronto, el sonido cesó. No porque él lo decidiera, sino porque el violín, exhausto de tanto esfuerzo, se convirtió en una bandada de mariposas blancas que escaparon por la ventana, dejando tras de sí un silencio lleno de asombro.

(Idea con base a: Soulful Spectres. https://www.facebook.com/photo/?fbid=122165255330364583&set=pb.61560937515366.-2207520000)

sábado, 8 de marzo de 2025

Huellas


                                                           

Charles Bukowski admiraba profundamente al poeta peruano César Vallejo. En el libro "Lo más importante es saber atravesar el fuego", publicado póstumamente el 2015 se encuentra un poema suyo que tituló “Vallejo”. Basado en ese poema este micro para ustedes.  

             

La luz de la tarde dibujaba largas sombras en el suelo de madera. Elvia, sentada en el viejo sillón, releía los versos de Vallejo. Sus dedos trazaban las palabras, buscando el eco de su voz en cada sílaba. De pronto, un crujido. Levantó la vista. Una nube de polvo fino se levantaba del suelo, marcando el rastro de unas pisadas que avanzaban hacia ella. No eran sus pies descalzos, ni los de nadie que hubiera estado allí. Eran huellas firmes, decididas, como las de un hombre que camina con propósito. El corazón le latió con fuerza. ¿Era él? ¿Vallejo, caminando por su sala? Extendió la mano, esperando tocarlo, sentir su presencia. Pero las huellas se detuvieron justo frente a ella. Y entonces, el suelo se abrió, tragándose las pisadas y revelando una vieja trampilla oculta. Debajo, un eco metálico, el tic-tac de un reloj olvidado. Y un susurro, no de Vallejo, sino del viento colándose por las rendijas: "Siempre llegas tarde".

jueves, 27 de febrero de 2025

Espinas nada más

 


¿Y si el opuesto del amor no es el odio, sino la vergüenza?
Lina Munar Guevara

Eleonora regresó al jardín, no con miedo, sino con una determinación tranquila. Se sentó junto al rosal pálido, pero esta vez no se dejó abrumar por los recuerdos. En lugar de eso, observa las flores con curiosidad.

«¿Qué puedo aprender de esto?», se preguntó. «Estas flores representan mis heridas, pero también mi capacidad para sanar».

Se levantó y caminó hacia el rosal rojo. Tomó una rosa y la acercó a una flor pálida. Observó cómo los colores se mezclaban, creando un tono nuevo y único.

«No tengo que elegir entre el amor y la vergüenza», se dio cuenta. «Puedo integrar ambas emociones y crear algo nuevo».

Eleonora comenzó a trabajar en el jardín. No arrancó las flores pálidas, sino que las podó con cuidado. No intento ocultar las espinas, sino que las usó para crear patrones intrincados.

Creó senderos que serpenteaban entre los dos rosales, uniendo las diferentes áreas del jardín. Construyó un banco donde podía sentarse y contemplar la belleza de la transformación.

El jardín ya no era un lugar de conflicto, sino un espacio de crecimiento y aceptación. Eleonora había aprendido a cultivar sus emociones, a transformarlas en algo hermoso.

Salió del jardín con una sensación de paz. No había borrado su pasado, pero había encontrado una forma de vivir con él. Había creado un jardín que reflejaba su propia complejidad, su capacidad para amar y sanar.

sábado, 22 de febrero de 2025

El aroma de los recuerdos

 

Las manos de Julia temblaron ligeramente mientras giraba la tapa del frasco. Sus dedos, cubiertos por los guantes de látex, se tensaron alrededor del vidrio. Inclinó la cabeza hacia adelante, y un mechón de cabello gris se escapó de su moño perfectamente arreglado.

"¿Detectó algo inusual, doctora Mendibil?" El asistente se balanceaba sobre sus talones, su mano derecha tamborileando contra el portapapeles.

Julia cerró los ojos. Sus fosas nasales se dilataron sutilmente. "Notas de nuez..." Sus hombros se relajaron mientras inhalaba de nuevo. "Un toque de..." Sus cejas se fruncieron, formando pequeñas arrugas en su entrecejo.

El asistente se mordió el labio inferior y dio dos pasos hacia la mesa de muestras. Sus zapatos chirriaron contra el piso pulido del laboratorio.

Julia colocó el frasco con un movimiento deliberadamente lento. Sus dedos se deslizaron hasta el bolsillo de su bata, donde sus nudillos se tensaron alrededor de algo. Extrajo una bufanda desgastada de lana, desenrollándola como si fuera un manuscrito antiguo.

Al otro lado del laboratorio, Mariana dejó caer su pipeta. El golpe seco hizo que tres científicos giraran sus cabezas simultáneamente.

"¿Otra vez con esa bufanda vieja, doctora?" Mariana cruzó el laboratorio. Sus tacones marcaban un ritmo constante contra el suelo.

Julia extendió la bufanda. Sus dedos recorrieron cada punto del tejido irregular, deteniéndose en los lugares donde la lana se había desgastado hasta volverse casi transparente.

El timbre resonó en las paredes del laboratorio. Julia dio un respingo, pero sus manos no soltaron la bufanda.

Los estudiantes entraron en fila. Sus batas blancas crujían con cada movimiento mientras se acomodaban en sus asientos. Mochilas golpeando contra el suelo. Cuadernos deslizándose sobre las mesas.

Julia se irguió frente a la clase. Sus manos, ahora libres de guantes, colocaron una serie de frascos sobre la mesa. El vidrio tintineó contra la superficie metálica.

"¿Alguien puede identificar este compuesto?" Sus dedos desenroscaron la tapa del primer frasco con la precisión de un cirujano.

Los estudiantes se echaron hacia atrás como una ola sincronizada. Una chica en primera fila arrugó la nariz y cubrió su boca con la manga de su bata.

Desde el fondo del aula, un estudiante se inclinó hacia adelante. Sus gafas resbalaron hasta la punta de su nariz. "Es el olor de mi abuelo."

Julia caminó entre los escritorios. La bufanda ondulaba en su mano como una bandera en cámara lenta. Sus pasos eran medidos, cada uno marcando una pausa en su discurso.

Se detuvo junto a una ventana. La luz del atardecer atravesaba la lana desgastada, revelando el intrincado patrón del tejido. Sus dedos trazaron cada vuelta y cada nudo.

Una estudiante en la segunda fila levantó la mano. Su brazo temblaba ligeramente.

"¿Sí, Carmen?" Julia giró sobre sus talones, la bufanda aún extendida frente a ella.

"¿Podemos comenzar el análisis molecular con la bufanda de su abuela?"

Los dedos de Julia se cerraron suavemente alrededor de la lana. Sus hombros se relajaron mientras una sonrisa suave se dibujaba en su rostro. Con un movimiento fluido, se dirigió hacia el microscopio y comenzó a ajustar los lentes.

viernes, 14 de febrero de 2025

Promesas en el umbral

 


Catalina era joven, de esas mujeres que despiertan simpatía por ser práctica y, sobre todo, por sus ojos claros. Su sonrisa nunca se sabía si era por alegría o resignación. Había enviudado prematuramente de Arcadio, su primer amor, un hombre cuya sombra parecía alargarse incluso después de su muerte. Su suegra, Rosalía, una mujer de manos huesudas y carácter firme, la tenía en alta estima, mucho más que a su propio hijo menor, Antonio, y la familia de éste.

La casa de Rosalía, un caserón que olía a madera envejecida y a flores marchitas, había sido el refugio de Catalina y de sus dos hijos desde que Arcadio falleció. Aunque Catalina heredó una casa de su difunto esposo, prefería pasar el tiempo en el hogar de su suegra, donde sus hijos crecían bajo la atenta y casi obsesiva mirada de Rosalía. Los niños llenaban los vacíos con risas que a veces se sentían como ecos del pasado, como si Arcadio regresara por un instante.

Pero lo que Rosalía no esperaba, lo que nadie en la familia esperaba, era que Catalina volviera a enamorarse. Y lo hizo con una velocidad que descolocó a muchos. En menos de un año, presentó a un nuevo hombre. Se llamaba Esteban, un hombre de palabras suaves y manos callosas. La relación causó murmullo y controversia entre los parientes, pero Rosalía, contra toda lógica, le abrió las puertas de su casa.

—Arcadio la querría feliz —decía Rosalía cuando alguien osaba insinuar que Catalina deshonraba la memoria de su esposo.

Esteban y Catalina compartían una alcoba en el caserón, una decisión que hizo estallar a Antonio y a su esposa, Clara.

—Es una falta de respeto, madre —espetó Antonio una tarde, mientras su mujer asentía con los labios apretados—. Esa cama era de Arcadio. Esa habitación fue suya.

Rosalía levantó la vista del tejido que llevaba en las manos, su mirada afilada como una aguja.

—Y ahora es de Catalina. Lo que pasa en esta casa es asunto mío.

Antonio se marchó murmurando injurias que se perdieron entre el crujido de las tablas del suelo. Clara, menos dispuesta a la confrontación directa, lanzó una última mirada cargada de resentimiento hacia Catalina, quien se había quedado en silencio, la cabeza gacha.

Sin embargo, el cuestionamiento no venía solo de la familia. Los vecinos también cuchicheaban.

—Díganme si no es extraño —comentó una mujer en la tienda del pueblo—. Primero tanto amor por su difunto esposo y ahora lleva otro hombre a casa de su suegra. Y todo, porque ella se lo admite, sin cuestionarle nada.

Catalina lo sabía, pero se mantenía serena. Había aprendido a ignorar las miradas y a enfocar su energía en sus hijos y en su nueva vida. Sin embargo, no podía evitar que algunas palabras se filtraran, como agujas invisibles que a veces la pinchaban en el silencio de la noche.

Pero no eran solo las palabras de los vivos las que la alcanzaban. Por las noches, cuando todo quedaba en penumbras, Catalina sentía la presencia de Arcadio como un susurro en el aire.

—¿Qué ejemplo les das a nuestros hijos? —decía la voz, grave y distante. —Prometiste amarme siempre, Catalina lo prometiste. Nos lo prometimos, ¿acaso ya lo olvidaste?

Ella cerraba los ojos, luchando contra las lágrimas, pero las palabras de Arcadio resonaban en su mente, llenándola de culpa y confusión. ¿Era esto una traición o una forma de seguir adelante? En su corazón había espacio para el recuerdo de su primer amor, pero también para el presente.

Rosalía, por su parte, pareció endurecerse aún más contra las críticas. La muerte de Arcadio había dejado un vacío que ella, de alguna manera, trataba de llenar cuidando a Catalina y a sus nietos. Tal vez en el fondo, pensaba que proteger a Catalina era la última forma de honrar a su hijo preferido. Pero algo en su actitud comenzó a cambiar.

Primero fueron las pequeñas cosas. Rosalía empezó a comentar más frecuentemente sobre cómo Arcadio hubiera hecho esto o aquello de manera diferente. Luego, con los niños, se volvió más directa.

—¿Recuerdan cómo su padre les llevaba a recoger frutas en el huerto? —decía mientras los peinaba por las mañanas—. Arcadio era un hombre que siempre pensaba en su familia. No sé si alguien más puede estar a la altura de ese ejemplo.

Catalina, al escuchar estos comentarios, sintió un leve malestar, pero prefirió no enfrentarse. Creía que era natural que Rosalía idealizara a su hijo fallecido. Sin embargo, la situación escaló una tarde cuando Rosalía, sin aviso, entró a la habitación de Catalina y Esteban con los ojos llameando.

—Catalina, esto debe parar —dijo con una dureza que rara vez usaba—. No puedo seguir fingiendo que estoy de acuerdo con lo que haces. Esteban no es Arcadio, y nunca lo será. Él no pertenece a esta casa.

Catalina la miró, desconcertada.

—Rosalía, pensé que entendía usted… No intento reemplazar a Arcadio. Solo quiero ser feliz otra vez.

—¿Feliz? —Rosalía casi escupió la palabra—. ¿A costa de qué? ¿De la memoria de mi hijo? ¿De lo que él significó para todos nosotros? Catalina, tú eras su esposa. ¡Le debes más que esto!

Por primera vez, Catalina sintió que las palabras de Rosalía atravesaban el respeto que siempre le había tenido. Con una voz contenida, respondió:

—Rosalía, le agradezco todo lo que ha hecho por mí y por mis hijos, pero no le debo mi vida. Yo también he perdido a Arcadio, pero no puedo vivir atrapada en el pasado. Y usted tampoco debería.

La tensión en la habitación era palpable. Rosalía se quedó inmóvil, sus manos temblando, y sin decir más, salió cerrando la puerta con fuerza.

Esa noche, Catalina no pudo dormir. Esteban la consoló, pero la angustia no desapareció. Al día siguiente, tomó una decisión. Durante el desayuno, con Rosalía presente, anunció:

—He decidido que los niños y yo nos mudaremos a la casa que Arcadio me dejó.

Rosalía levantó la mirada, sorprendida.

—¿Qué dices? ¿Vas a abandonar esta casa? —preguntó con incredulidad.

—No abandono nada, Rosalía. Solo quiero construir una vida donde pueda recordar a Arcadio con amor, pero también tener mi espacio para seguir adelante. Le agradezco todo, pero esto es lo mejor para todos.

Rosalía no respondió. Su mirada estaba cargada de una mezcla de ira y dolor, pero no intentó detenerla. Catalina sabía que el tiempo ayudaría a sanar las heridas, pero también entendió que debía priorizar su bienestar y el de sus hijos. Aquel día marcó el inicio de un nuevo capítulo, uno donde el peso del pasado comenzaba a ceder ante la promesa de un futuro diferente.

sábado, 8 de febrero de 2025

El último escalón

 


Rolando y su esposa caminaron por la concurrida calle séptima con paso ligero. Al cruzar la esquina de la carrera catorce, el sol jugaba con las sombras entre los arcos del edificio republicano Los portales de Fuenmayor, pero ellos apenas lo notaban. El ansioso hombre lleva en una mano el sobre de Manila con los documentos que habían recogido en el banco minutos antes. Y con la otra sostenía la mano de su esposa mientras ella se ajusta el bolso sobre el hombro. Ambos avanzan echando vistazos rápidos a las vitrinas del almacén de ropa masculina, aunque su verdadera atención estaba en el papel que asomaba de entre el sobre color beis.

El sonido de sus pasos resonó con claridad en la acera hasta que se detuvieron frente a la entrada de una casona colonial. Emiro sacó los documentos del sobre y comenzó a leer en voz alta. Las frases se enredaban en su lengua, llenas de términos que apenas comprendía. Su esposa lo observaba con una mezcla de expectativa e inquietud, lista para intervenir si algo escapaba a su entendimiento. Entonces, un olor áspero y desagradable llegó hasta ellos, rompiendo la concentración del momento.

—¿Hueles eso? —preguntó Bianca, frunciendo el ceño.

Rolando levantó la vista del papel y aspiró. La fragancia era inconfundible, un hedor pesado que parecía emanar del mismo suelo. Miraron a su alrededor, pero la fuente permanecía oculta entre la sombra de los arcos y el susurro lejano del parque Cabal.

Con cierto apremio, cruzaron el umbral y comenzaron a subir las gradas de baldosas relucientes. El metal de la barandilla se sentía frío bajo sus manos sudorosas. Cuando alcanzaron la puerta de hierro forjado en el segundo piso, Emiro empujó, pero esta no se movió ni un centímetro.

—Tienen un timbre —dijo su esposa, apuntando al botón empotrado en la pared.

Ella se ofreció a pulsarlo. Mientras esperaban, el olor se volvió más penetrante, como si los estuviera persiguiendo. Tras unos segundos, un hombre de aspecto desaliñado salió de una oficina cercana. Su rostro estaba colorado, la corbata torcida y casi toda la camisa por fuera del pantalón.

—¿Qué necesitan? —preguntó con voz ronca, mientras intentaba ajustarse las mangas.

Los esposos se miraron antes de responder. Emiro fue el primero en saludar con un «buenas tardes» que sonó inseguro. Sin prestar demasiada atención, el hombre les hizo señas para que pasaran, dejando entreabierta la pesada puerta. Caminaron hacia donde el desconocido les señaló. Era la oficina demarcada con el número tres. A través de los cristales vieron a una joven. Adentro, la asistente del abogado Espinal los recibió con una sonrisa forzada.

La oficina estaba harta de papeles y códigos legales apilados en los escritorios. Espinal, sentado tras un escritorio de caoba, ni siquiera se molestó en levantarse. Con un saludo rápido y sin levantar la mirada, hizo un gesto para que se sentaran. Emiro entregó el sobre con los documentos mientras su esposa permaneció en silencio, observando los movimientos y las indicaciones un tanto presurosas, pero claras de la asistente. El ambiente se tensó cuando el nauseabundo olor alcanzó el interior.

—¿Qué es eso? —preguntó Bianca, tapándose la nariz con un pañuelo desechable.

La asistente intentó responder, pero solo pudo toser. Con un gesto rápido, cerró la puerta tras ellos, pero no antes de que alcanzaran a escucharla murmurar: «Esos locos…».

Minutos después, Rolando y su esposa intercambiaron una mirada de inquietud mientras bajaban las escaleras. Al llegar al penúltimo escalón, se detuvieron en seco. Un hombre estaba sentado allí, inmóvil como una estatua. Sus brazos cruzados y su mirada perdida daban la sensación de que no pertenecía a ese lugar, ni a ningún otro.

Pero algo hizo que Emiro se detuviera. Tal vez fue la sensación de que aquel hombre no era solo una figura marginal. Giró levemente la cabeza y lo vio alzar la mirada. Entonces, en medio del calor asfixiante y el aire pesado, Emiro creyó verlo levitar, envuelto en un aura densa y ardiente. Era como si el hombre flotara entre lo tangible y lo irreal, indiferente a las leyes del mundo. Su ropa era una amalgama de suciedad y harapos, y su cabello enmarañado parecía tener vida propia. El hedor que los había perseguido emanaba de él, tan denso que casi podía tocarse. Emiro se tensó, mientras su esposa desviaba la mirada, apretando con fuerza el asa de su bolso.

Sin decir una palabra, los esposos pasaron junto a él con rapidez, evitando cualquier contacto visual prolongado. Pero antes de salir a la calle, Emiro echó un último vistazo. El hombre seguía allí, su postura firme como si formara parte de los peldaños mismos. La estatua del general Cabal, visible desde la puerta principal, reflejaba la luz del sol, pero sus botas eran las únicas que brillaban, libres de la mugre que cubría todo lo demás.

Era un contraste brutal, una imagen que quedó grabada en la mente de Rolando mientras se alejaban. No era solo el olor lo que había impregnado su memoria, sino la indiferencia en los ojos de aquel hombre, una indiferencia tan penetrante como el hedor que había dominado toda la escena.

sábado, 1 de febrero de 2025

Advertencia

 


Cada noche, Petrosian se adentraba en un océano de imágenes fragmentadas. No era un científico convencional; su proyecto no tenía el respaldo de universidades ni corporaciones. Trabajaba en un sótano abarrotado de cables, tubos y placas de circuitos ensambladas a mano. Su interfaz cerebro-computadora, un injerto rudimentario de tecnología y obsesión, lo conectaba con un algoritmo diseñado para recrear rostros a partir de vestigios óseos.

No obstante, algo había salido mal, o quizás, inexplicablemente, bien. Desde la primera conexión, Petrosian comenzó a soñar con una joven de Tesalia. No eran sueños comunes: la joven lo llamaba por su nombre, lo llevaba a caminatas a través de paisajes insólitos, donde ruinas y civilizaciones convivían como si el tiempo hubiera colapsado. A menudo, hablaban un idioma que él nunca recordaba al despertar, pero que, en el sueño, fluía como agua entre ellos.

Un día, Petrosian notó algo extraño en los fragmentos oníricos: la joven parecía cada vez más consciente de su mundo real. Sus ojos lo seguían con una intensidad que no pertenecía a una reconstrucción ni a un sueño. Le señaló un objeto específico que aparecía repetido en las visiones: una piedra tallada con símbolos. Cuando despertó, lo encontró en su laboratorio, un artefacto que nunca antes había visto.

El objeto no obedecía a la física que él conocía. La piedra proyectaba figuras geométricas y destellos, como si fuera un mapa encriptado. En lugar de atraer la atención de las corporaciones, fue la piedra misma la que desencadenó eventos inquietantes: sombras sin dueño comenzaban a moverse en el laboratorio; máquinas funcionaban de formas inexplicables.

La advertencia de la joven no era sobre un poder corruptible, sino sobre la frontera entre los vivos y los que habían cruzado más allá. La piedra era una reliquia de aquellos que habían vencido la muerte, pero a un precio inconcebible. Y Petrosian había comenzado a abrir la puerta a ese reino.

Mientras las visiones de la joven se intensificaban, ella dejó de hablarle. En su lugar, sus ojos se llenaron de una tristeza que no podía descifrar. La última noche que se conectó, la joven no apareció. Solo una ciudad desierta que colapsaba bajo un cielo de fracturas luminosas, con la piedra flotando en su centro. Petrosian entendió entonces que no había sido advertencia, sino una súplica.

sábado, 25 de enero de 2025

Caminos

 




Todos los fines de semana Ricardo Esparragoza se acuesta en el piso y va sacando uno a uno sus discos de vinilo que nadie más que él puede ver, limpiar, oír y mimar. Igual sucede con sus libros. Ese sábado leía entre las síncopas y los silencios del jazz a «Bob Kaufman, el Rimbaud Negro.» Mientras pasaba las páginas, imaginaba la figura del poeta beat, un hombre cuya poesía se escapaba de los márgenes del papel para volverse música. Solo improvisaba, como un saxofón errante que encontraba melodías en lo cotidiano. Fue entonces cuando se preguntó: ¿cómo sería mirar aquella ciudad desde sus ojos? Siguió leyendo:

Bob Kaufman caminaba por las calles de San Francisco como un explorador en un mundo que no lo entendía. Con un cuaderno raído en la mano, observaba cada detalle, cada fragmento de vida urbana, y lo transformaba en poesía.

En un café destartalado, una mujer de ojos tristes fumaba un cigarrillo, su silueta casi disuelta entre el humo. Bob la miró por un instante y escribió algo en su cuaderno, como si el acto de capturar aquel pensamiento pudiera salvarla de desaparecer por completo.

Las palabras siempre fluían así para él, espontáneas como el jazz que resonaba en su mente. Caminaba más allá del café, pasando por mendigo que improvisaba discursos para sobrevivir, era un niño que jugaba a ser adulto en callejones oscuros, y las luces de neón que parpadeaban como si anunciaran el fin del mundo.

En el puerto, una cadena oxidada colgaba del costado de un viejo muelle. Allí se detuvo un momento y dejó que su lápiz escribiera solo:

"La cárcel, un cubo de metal enorme y hueco
colgado de la luna por una cadena de plata.
Johnny Appleseed la cortará un día."

Guardó el cuaderno con un gesto lento, como quien oculta un secreto. Pero los secretos de Kaufman eran infinitos, y las palabras no bastaban para contenerlos. Por eso las lanzaba al viento o las dejaba caer como migajas por los caminos que recorría.

Una noche la policía lo arrestó, se hizo llevar con una indiferencia que dolía más que los golpes que recibía. «Otra vez tú, Kaufman», gruñó uno de los oficiales. Pero él no respondió. Sabía que las verdaderas cárceles no tenían barrotes, sino paredes invisibles que cada uno construía en su mente.

Desde la celda, mirando el reflejo de la luna a través de un ventanuco, Bob volvió a escribir. Esta vez no en papel, sino en el aire, improvisando versos que nadie más escucharía. Su voz era un susurro, pero en su interior resonaba como un grito:

«En lugar de escribir cosas en el papel,
clavo mi lápiz en el aire.
Ahora veo la noche, abrumando silenciosamente el día.»

Al salir al amanecer, caminó hacia el mar. La ciudad despertaba con su caos habitual, pero Kaufman veía en cada detalle una historia. Cerca del puerto, se detuvo ante un pescador que tejía redes y garabateó una última frase antes de lanzar el cuaderno al agua. El pescador lo miró sin entender, y Kaufman simplemente sonrió.

Las olas se llevaron el cuaderno, pero las palabras, como siempre, quedaron suspendidas en el aire.

Ricardo cerró el libro, aquel mundo ruidoso, al cual el poeta beat siempre se acercó y bebió con una especie de goloso goce saturado de jazz como si fuera el bouquet de su silencio.

viernes, 17 de enero de 2025

Amores enredados

 


Los dedos de Teseo sostenían el ovillo de hilo dorado mientras avanzaba en el laberinto. El brillo del hilo se reflejaba en sus ojos resueltos, mi corazón latía como un tambor frenético. Desde las sombras, observaba con una mezcla de esperanza y temor.

La primera vez que vi al Minotauro me aterrorizó; esa criatura grotesca, mitad hombre, mitad toro, con ojos hambrientos y llenos de odio. Sentía un miedo profundo, pero también una compasión inexplicable. Mi mente se debatía: ¿el verdadero monstruo era mi hermano o mi padre, el artífice de su sufrimiento?

Cada paso de Teseo dentro del laberinto me mantenía al borde del abismo emocional. El hilo desenrollándose no solo era su guía, sino también la cuerda que mantenía atada mi frágil esperanza. "¿Nos veremos de nuevo? ¿Me llevará lejos de Creta?" La posibilidad de un futuro juntos iluminaba mi corazón, pero la sombra de la realidad me aterrorizaba.

La figura dominante de mi padre, su control implacable, me hacía temblar. ¿Qué esperanza había realmente? Incluso si Teseo vencía al Minotauro, escapar de las garras de mi padre parecía una quimera. Desde mi escondite, escuchaba los latidos de mi corazón mezclarse con el eco del laberinto. La duda se filtraba como veneno: ¿había condenado a Teseo a una suerte peor que la de mi hermano?

A medida que el hilo se acortaba, sentía cómo la desesperación ahogaba mis últimos vestigios de esperanza. Teseo se alejaba más hacia el corazón del laberinto, y con cada paso suyo, mis emociones se intensificaban en una danza angustiante.

De repente, el eco de sus pasos cesó. Un silencio inquietante llenó el aire. Sentí un temblor en el suelo y vi cómo el hilo dorado se tensaba y luego se desvanecía ante mis ojos. El laberinto comenzó a cambiar, los muros se transformaron en espejos, reflejando no solo mi imagen, sino la de Teseo atrapado en ellos. Su rostro, lleno de determinación, se fue desvaneciendo lentamente, convirtiéndose en el del Minotauro. Comprendí horrorizada que el verdadero destino de Teseo había sido sellado: el laberinto no era solo un lugar físico, sino una trampa eterna para el alma del héroe. El hilo, ahora sin vida, yacía a mis pies. Mi corazón se rompió al entender que jamás volvería a ver a Teseo. El laberinto había reclamado otra víctima, perpetuando el ciclo de temor y sacrificio.

viernes, 10 de enero de 2025

El cerezo de las memorias

 



La campanilla de la puerta del jardín tintineó. Las hojas del cerezo se agitaron sin viento. Hojas de papel bailaban entre las ramas, algunas amarillentas, otras tan blancas que brillaban bajo el sol de la tarde. Una se desprendió, flotando como una pluma hasta los pies de un hombre que se detuvo en el umbral.

El hombre —Hiroshi, según la placa en su maletín gastado— se agachó para recogerla. Sus dedos apenas rozaron el papel cuando las imágenes lo golpearon: risas de niños, el aroma de pasteles recién horneados, una mujer cantando mientras amasaba. La hoja se le escapó de las manos temblorosas.

—No todos están listos para tocar los recuerdos ajenos —dijo una voz suave, como hojas secas crujiendo.

Hiroshi se giró. Una anciana estaba arrodillada junto al cerezo, un mortero de piedra entre sus manos. El olor a tinta fresca flotaba en el aire.

—Yo... lo siento, no quería...

La anciana continuó moliendo la tinta, sus movimientos precisos, rítmicos. El polvo negro brillaba al convertirse en pasta.

—Siéntate —señaló con la barbilla un cojín gastado junto a ella.

Hiroshi se acercó, tropezando con sus propios pies. Más hojas de papel se mecían sobre su cabeza, susurrando secretos.

La anciana le tendió el mortero. Sus manos, marcadas por décadas de caligrafía, rozaron las de él.

—¿Qué debo...?

—Silencio —sus ojos oscuros se clavaron en los de él—. Escucha.

El roce de la piedra contra el mortero. El susurro de las hojas del cerezo. El latido de su propio corazón. Y algo más... una melodía apenas perceptible, como si el aire mismo cantara.

La tinta en el mortero pulsó, una vez, dos veces, al ritmo de esa música invisible.

—¿Lo sientes? —preguntó la anciana.

Hiroshi asintió, incapaz de hablar. La tinta seguía brillando, como estrellas líquidas entre sus manos.

La anciana sacó un papel del pliegue de su kimono. No era un papel común; la superficie ondulaba como agua bajo la luz.

—Escribe —le tendió un pincel.

—¿Qué debo escribir?

—Lo que necesite ser recordado.

Hiroshi cerró los ojos. Su mano se movió sola. El pincel danzó sobre el papel, dejando trazos que brillaban antes de secarse. Cuando abrió los ojos, vio su infancia plasmada en caracteres que parecían respirar.

La anciana tomó el papel con reverencia, se levantó con la gracia de quien ha realizado el mismo movimiento durante décadas, y lo ató a una rama baja del cerezo.

El papel se meció, encontrando su lugar entre los otros recuerdos.

—Mi nombre es Aiko —dijo finalmente la anciana—. Y tú acabas de escribir tu primera memoria verdadera.

Las ramas del cerezo se inclinaron hacia ellos, como si el árbol asintiera.

Desde ese día, Hiroshi regresó cada tarde. Aprendió a moler la tinta bajo la luna llena, a sentir cuándo un papel estaba listo para recibir una memoria, a escuchar los susurros del cerezo.