NO COPIES, SÉ AUTÉNTICO

sábado, 12 de julio de 2025

El Impostor del Viche

 

 

El sol tropical caía a plomo sobre el Litoral de San Juan. Acisclo Manuel, el hombre venido de lejos para la graduación de su nieto, descendió del avión. El vaho pegajoso del aire lo envolvió. Sus ojos buscaron a Manuel, su hijo, a quien localizó de inmediato. Una sonrisa radiante iluminó el rostro del joven y se fundieron en un abrazo, un silencio elocuente. En su maleta, tres camisetas vibrantes de la biodiversidad del Pacífico colombiano descansaban: un regalo. Y las fotos donde aparecía de pantalones cortos deshilachados, eran la infancia de Manuelito capturada.

Seis días transcurrieron en la casa de Candelillas de la Mar. Conversaciones tranquilas. Preparativos para la graduación. Acisclo Manuel observó a su nieto, Manuelito, un joven al borde de una nueva etapa. La imagen mental: los tres luciendo las camisetas en la graduación. Nunca se hizo realidad.

A la mañana siguiente de su llegada, los primeros rayos del sol se colaron por la ventana. Acisclo Manuel salió con pasos firmes por el sendero empedrado de la urbanización. Lucía pantalones caqui impecables y la camisa a cuadros azul y blanco recién planchada. Eran las 10:00 a.m. Caminó por la calle peatonal. El aire cálido acarició su rostro. Su mirada era decidida.

Media hora después, las cámaras de seguridad de la cercana estación de servicio lo captaron. Saludaba con un leve asentimiento al vendedor. Se dirigió a los baños. La puerta se cerró. Minutos después, una puerta trasera, casi imperceptible, se abrió y se cerró. Acisclo Manuel ya no estaba. La policía llegó sin alertar al vecindario. Los uniformados interrogaron a Manuel, a su esposa Waldina. Revisaron una y otra vez. Los días se transformaron en semanas. un dron sobrevoló la zona montañosa y los perros olfatearon el suelo húmedo. Nada.

Manuel recorrió los alrededores. Sus ojos fijos en cada calle, en cada rincón y en cada sombra. El recuerdo del viaje en lancha. La extraña agitación de su padre. La confusión en el aeropuerto Mutis. Rosalbina, su hermana, llegó desde Vigía del Puerto con el rostro demacrado. «Papá nunca haría esto», repetía, la voz apenas le salía. Manuelito se graduó. Un asiento vacío en la ceremonia de la Universidad del Litoral. Una ausencia palpable.

Manuel recorrió estaciones de lanchas, botes, canoas y planchones por ríos, esteros y canales. Preguntó por el desaparecido en los aeropuertos de Bahía Solano, Nuquí y Buenaventura. Los inundó con volantes. La foto de su padre sonriendo. Una súplica silenciosa. Escudriñó la densa selva a los lados de los afluentes. La esperanza menguaba. Cada llamado lo sobresaltaba. El pulso aceleraba.

Un día, Manuel recibió un paquete pequeño envuelto en papel de estraza. Contenía una de las camisetas de caracteres afrodescendientes. No la que él había traído, sino una destinada a él. Y debajo, una nota. Caligrafía temblorosa, pero familiar: «Ya estoy donde debo estar. No me busquen». La policía analizó la nota. Ningún indicio. Sin origen. Sin huellas más allá de las de Acisclo Manuel. La investigación se estancó. La familia estaba deshecha. La incertidumbre los oprimía.

Meses después, una noticia inesperada sacudió al Litoral de San Juan. Un incendio forestal en una cabaña remota reveló algo sorprendente. Entre sofisticados equipos de comunicación y mapas detallados en un compartimento secreto, se halló una cédula con una fotografía familiar. No era la de Acisclo Manuel. Era la de Manuel, su propio hijo. La fotografía mostraba a un hombre más joven, con una cicatriz distintiva sobre la ceja. Una cicatriz que el verdadero Acisclo Manuel siempre había tenido. La realidad se impuso con una crueldad asombrosa: el hombre que había llegado en el avión, el «padre» que buscaba la graduación de su nieto, no era su progenitor. Era un impostor. Un doble perfecto que había usado viejas fotos y la conmovedora historia de Manuelito para infiltrarse. El verdadero Acisclo Manuel seguía ajeno a la operación en el vasto Pacífico colombiano. El impostor había desaparecido, su misión aparentemente cumplida.

La «misión» del impostor era proteger el saber ancestral de la preparación del «Viche». Una bebida fermentada de caña de azúcar, frutas y hierbas endémicas. Más que un trago, era un símbolo cultural, un pilar económico para comunidades campesinas y afrodescendientes, elaborada por mujeres afrodescendientes y transmitida por generaciones. Un empresario inescrupuloso le había echado el ojo, iniciando un plan agresivo para patentarla, despojando a las comunidades de sus conocimientos tradicionales, industrializando la producción y borrando siglos de historia.

El impostor era, de hecho, un agente encubierto, experto en propiedad intelectual y etnobotánica. Fue enviado para infiltrarse en la red de informantes del empresario, con el fin de obtener pruebas irrefutables de sus tácticas ilegales y engañosas al recopilar recetas, técnicas de fermentación y demás ingredientes secretos. La «confusión» y «demencia» que había simulado fueron una táctica de distracción, que le permitieron acercarse a las comunidades sin parecer una amenaza, como un anciano inofensivo. 

El agente, ahora con una identidad completamente nueva y el rostro alterado por manos expertas, observaba desde una tractomula que se dirigía a Cali. La brisa salada no lograba disipar el aroma a Viche que aún sentía impregnado en su piel, una extraña y persistente reminiscencia de su misión. Sabía que la información que había recolectado era una bomba de tiempo lista para explotar en las manos de los abogados y activistas que lo esperaban. La protección del Viche estaba asegurada, o al menos eso creía.

Sin embargo, mientras el camión de carga pesada se alejaba del puerto, una punzada de duda lo asaltó. Recordó la mirada de Manuel, una mezcla de confusión y dolor. La farsa había funcionado, sí, pero el costo humano… Acisclo Manuel, el verdadero, el que el agente había suplantado, era un hombre sencillo cuyo único deseo era ver a su nieto graduarse. La cicatriz que lo había «elegido» era el sello de una vida anónima y digna, ahora arrastrada a un torbellino de intriga.

De repente, una pantalla parpadeó. No era uno de sus contactos, sino un número desconocido. Dudó un instante antes de contestar. Una voz rasposa, pero inconfundible, resonó: «Agente, me temo que subestimaste al verdadero Acisclo Manuel.» El agente sintió un escalofrío que no tenía que ver con la brisa marina. La voz continuó: «Mi padre siempre fue un hombre precavido. La cicatriz, ¿recuerda? Fue una advertencia. Antes de que usted tomara su lugar, Acisclo ya había comenzado su propia investigación sobre el empresario. No confiaba en él. La cédula falsa… no era una contingencia suya. Era la suya, preparada para su propia desaparición. Él ya se había desvanecido, llevando consigo los verdaderos secretos, mucho antes de que usted llegara. Usted fue solo una pieza más en su juego.»

El agente se tambaleó, el rostro pálido. La «confusión» y «demencia» que había simulado tan hábilmente… ¿y si el verdadero Acisclo Manuel las había usado antes? El «incendio» de la cabaña… ¿fue realmente su operación de limpieza, o una elaborada trampa para que él creyera que había logrado su objetivo, mientras el verdadero Acisclo Manuel orquestaba la jugada final? La verdad sobre el Viche, el futuro de la tradición, el sustento de las familias… todo dependía no de los datos que él había recopilado, sino de una inteligencia que se le había escapado por completo. La historia del anciano Acisclo Manuel, que buscaba la graduación de su nieto, no se había transformado en la épica lucha por el alma de una bebida ancestral, sino en el teatro de operaciones de un maestro estratega.

Una última frase, con un tono burlón y teñido de una extraña resignación, resonó antes de que la línea se cortara: «Por cierto, Agente… el nieto de mi padre se graduó hace un año. Él siempre estuvo diez pasos por delante de todos. Pero ahora… Acisclo Manuel ya no existe. Él se convirtió en el Viche mismo.» El comunicador se apagó, dejando al agente en medio de la vasta selva, con la certeza de que no había sido el cazador, sino el peón en un juego mucho más complejo y antiguo. La verdadera batalla por el Viche, y por la verdad, apenas comenzaba, y él, el supuesto salvador, no tenía idea de dónde, ni con quién, iba a librarse.

sábado, 5 de julio de 2025

Reflexiones mínimas

La reciprocidad es una delicia: el fervor, los gestos, el placer... un encanto que, aunque efímero, se siente eterno.



Con una mirada dulce y tierna que se aferraba al adiós, ella le susurró al abatido hombre: 'Recuerda siempre esto: nunca te olvidaré'.



Compró ropa y zapatos para una fecha memorable, sin percatarse de que el simple hecho de estar vivo ya era, por sí mismo, la más especial de las ocasiones.



sábado, 28 de junio de 2025

Petición silenciosa

 


Hazme el amor, le pidió Rita, y el vaho de su deseo, casi visible, humedeció su sexo, una promesa de lo que anhelaba. «Chico» la miró con un abismo de deseo en sus propios ojos, mientras el aire entre los dos se volvía denso con la expectativa.

Hazme el amor..., repitió María, apenas un murmullo que se perdió en la quietud de la habitación. Por la excitación que la embargaba, su propia mano se aventuró, temblorosa, buscando su piel con una urgencia que no podía contener. La caricia en sus muslos fue lenta y ascendente, despertando un gemido que brotó de su garganta, crudo y dulce a la vez. Ese sonido inundó sus propios oídos, ahogando el mundo exterior, mientras su mirada se fijaba en «Chico», que permanecía inmóvil en el umbral, una sombra distante, observando el despliegue de su propio anhelo sin un solo movimiento. El deseo, inmenso y no correspondido, vibraba en el espacio que los separaba.

sábado, 21 de junio de 2025

Distorsiones


 

Buga se disolvía en grises y negros, espejo líquido de las luces lejanas. Bajo la tenue llovizna, las siluetas avanzaban, una tras otra, paraguas abiertos como hongos oscuros. Cada paso era un chapoteo amortiguado, un suspiro del asfalto mojado. Adán levantó la vista, buscando un rostro familiar en el reflejo distorsionado del charco. Solo encontró el suyo, desdibujado y efímero, como una promesa olvidada entre la niebla y la lluvia. Siguió caminando, un punto más en el vasto lienzo mojado.

domingo, 15 de junio de 2025

La ironía del acueducto



El sol africano era un martillo sobre la cabeza del Cónsul Marco Aurelio, pero su mirada fija en el horizonte no flaqueaba. A su lado, Valerio, un tribuno con una cicatriz que le partía la mejilla, soltó una carcajada tan seca como el desierto que los rodeaba.

—Cónsul, —espetó Valerio, con un desprecio que apenas disimulaba—, pretendes llevar agua a Cartago desde Zaghouan. ¡Sesenta kilómetros en este infierno! Estás loco. El desierto devorará tus sueños antes de que tus ingenieros levanten el primer arco".

Marco Aurelio, impasible, esbozó una leve sonrisa.

—Valerio, tu escepticismo es tan árido como estas tierras. Otros han evitado este desafío por miedo a lo imposible; nosotros elegimos la grandeza. Esta obra no solo saciará la sed de una ciudad, será el mismísimo aliento del Imperio.

Valerio volvió a reír, esta vez con una burla más cruel.

—¿El aliento de un fantasma? ¡Por Júpiter! ¿Crees que un simple canal de piedra superará las dunas implacables, las bestias salvajes, las tribus hostiles? Es una locura tan monumental que hasta los dioses se reirán de tu ambición. Apuesto mi legado a que tu 'obra maestra' será un montículo de escombros en menos de una década.

—Y yo apuesto mi honor a que el agua fluirá, Valerio. No por la fuerza bruta, sino por la inteligencia de nuestros arquitectos, por la precisión de cada inclinación, —replicó Marco Aurelio, señalando un mapa rudimentario sobre una mesa—. El agua viajará con una elegancia que tú, en tu miopía, jamás comprenderás. A través de arcos majestuosos, túneles que la tierra abrazará, canales ocultos que desafiarán al desierto. Será el acueducto más largo del Imperio, y no solo para beber, sino para alimentar las Termas de Antonino, un símbolo de nuestro poder y refinamiento.

La construcción comenzó. Valerio observaba, esperando el fracaso. Obreros y esclavos se esforzaban, piedra a piedra. Pasaron años. El acueducto se extendió, una serpiente de piedra que cruzaba valles y colinas. Valerio seguía escéptico, esperando la ruina.

Finalmente, el día llegó. La primera gota de agua del manantial de Zaghouan alcanzó Cartago. Una ovación atronadora resonó por toda la ciudad. Marco Aurelio, erguido y orgulloso, observó cómo el agua llenaba las inmensas piscinas de las Termas de Antonino. Se volvió hacia un Valerio mudo y descompuesto.

—Parece que el agua no se ha convertido en un fantasma, Valerio, —dijo el Cónsul, con un atisbo de triunfo en su voz—. ¿Y tu legado?

Valerio intentó replicar, pero se detuvo. Su mirada no estaba en el agua cristalina que fluía, sino en algo más. La cicatriz en su mejilla parecía palpitar.

—Has ganado, Cónsul, —admitió con voz áspera—. Pero… dime, ¿cuál es el plan para cuando el desierto comience a reclamar lo suyo? ¿Cuando la salinidad del suelo se filtre en tus gloriosos canales?

Marco Aurelio se encogió de hombros, con un brillo en los ojos.

—Es la naturaleza, Valerio. Siempre encuentra la forma. Y eso es lo que hace a esta obra verdaderamente grande: su imperfección. A lo largo de los siglos, guerras y terremotos la dañarán. Y, sin embargo, partes del acueducto seguirán en pie. Recordándonos que la grandeza de un imperio no se mide solo en batallas, sino en lo que construye para vivir mejor. El agua no es solo agua, Valerio. Es una lección. Una lección que tus bisnietos seguirán aprendiendo, incluso cuando nosotros seamos polvo.

Valerio frunció el ceño, molesto.

—¿Y qué hay de mi apuesta? ¿Mi legado? ¿Acaso crees que este montón de piedras durará por la eternidad?

Marco Aurelio sonrió con una sabiduría que Valerio no podía comprender.

—Tu legado, Valerio, no se perderá. Porque el acueducto, con el tiempo, se convertirá en un símbolo. Y curiosamente, en los siglos venideros, la gente lo recordará no solo por la visión del Cónsul que lo construyó, sino también por el famoso tribuno que, con su escepticismo, impulsó la tenacidad de su creador. Tu sombra, Valerio, será una parte inseparable de esta leyenda.

Muchos siglos después, una joven arqueóloga, con las manos manchadas de tierra milenaria, desenterró un fragmento de una tablilla de arcilla en las ruinas de lo que alguna vez fue Cartago. La tablilla, corroída por el tiempo, revelaba un antiguo escrito: «El agua fluye hoy gracias a la visión de Marco Aurelio... pero el diseño final, la verdadera solidez de su asombrosa permanencia contra la salinidad y los elementos, fue susurrada por un arquitecto cartaginés, prisionero de guerra, que encontró en Valerio un extraño confidente y mecenas. Él, con su 'escepticismo', garantizó que cada debilidad potencial fuera abordada, asegurando no el fracaso, sino la perfección oculta».

La arqueóloga levantó la vista hacia los imponentes arcos del acueducto, que aún se alzaban desafiantes. La leyenda solo hablaba del cónsul y del tribuno. Pero la verdad, la que realmente había asegurado que el agua fluyera por milenios, había sido un secreto compartido entre el vencido y el presunto antagonista, una alianza forjada en la sombra del desprecio.

sábado, 7 de junio de 2025

El eco del silencio

 



La vieja silla de madera se mecía suavemente, aunque no había viento ni mano que la empujara. Era un movimiento imperceptible, un susurro en la quietud de la habitación, como si el aire mismo recordara los tiempos en que alguien se sentaba en ella. Junto a la silla, una planta de hojas grandes y oscuras se alzaba en su maceta, un testigo mudo de las horas, los días, los años que se desdibujaban en ese espacio.

Pero no era solo la silla lo que se sentía habitado. A veces, cuando la luz del atardecer se colaba por la ventana y creaba sombras alargadas, una figura etérea parecía tomar asiento. Una mujer, con una mirada enigmática y serena, se materializaba, translúcida como el humo, casi imperceptible. Era el eco de Aurora, la fotógrafa, o quizás de alguna otra alma que había dejado su huella en esas paredes.

No era una aparición de miedo, ni una presencia fantasmal que buscara asustar. Era una reminiscencia, un recuerdo plasmado en la atmósfera. Sus manos, apenas visibles, parecían reposar sobre los brazos de la silla, y sus pies descalzos se insinuaban sobre la tabla pulida del suelo. Parecía estar en paz, observando, simplemente existiendo en ese limbo entre lo tangible y lo irreal.

La habitación, con sus paredes desnudas y la simplicidad de sus objetos, era un lienzo para esa presencia. La planta, silenciosa y constante, absorbía la luz y el misterio, y la silla se convertía en el umbral entre dos mundos: el presente de la quietud y el pasado de una vida que se había desvanecido, dejando solo una delicada impresión.

Nadie sabía con certeza quién era esa mujer o qué la ataba a ese lugar. Algunos decían que era el espíritu de la creatividad, otros que era el anhelo de volver a capturar un instante fugaz. Pero para aquellos que percibían su presencia, era un recordatorio de que los lugares guardan historias, y que a veces, las almas más serenas son las que dejan las huellas más profundas, un eco silencioso que perdura en el tiempo. Y así, en el vaivén casi imperceptible de la silla, la mujer translúcida continuaba su vigilia, una obra de arte viviente que solo los ojos del alma podían contemplar.

domingo, 1 de junio de 2025

La música está ahí

 


A las cinco y cuarenta y cinco, la sombra de Louis se recortó tensa contra la pared mientras se abotonaba la camisa raída. Abajo, el bocinazo insistente del taxi taladraba la quietud como un presagio. Sus dedos huesudos acariciaron la funda gastada de la guitarra apoyada en la silla. Años de sueños apretados allí dentro.

La ciudad era un laberinto de luces crueles y motores hambrientos. Louis conducía con la mandíbula apretada, los Beatles ahogando a medias el rugido exterior. Cada semáforo en rojo era una tortura, la visión fugaz de un público entregado contrastaba dolorosamente con la realidad del asfalto. Louis, imaginaba que gritaban, un eco hueco en el habitáculo.

Sobre sus hombros, el peso silencioso de un hogar. Rostros amados que dependían de cada kilómetro recorrido, de cada moneda ganada. Pero la melodía rebelde seguía latiendo en su pecho, un desafío sordo al pragmatismo.

Una mañana, el espejo devolvió una imagen despiadada. El rostro ajado, los ojos velados por una tristeza antigua. El tiempo, ladrón implacable, le había robado juventud y frescura. Pero no las ganas. Esa obstinación era su única arma contra el olvido.

Esa noche, el tugurio apestaba a cerveza barata y desesperanza. Louis subió al escenario improvisado, la guitarra como un escudo. La luz mortecina revelaba las grietas en las paredes, los rostros indiferentes del público. Dudó por un instante, la sombra del fracaso helándole la sangre. Pero entonces, cerró los ojos y dejó que la primera nota rasgara el silencio. Su voz, áspera y dolida, se elevó con una fuerza inesperada, un grito ahogado de un alma que se negaba a morir. Al final de la canción, el silencio fue aún más opresivo. Y entonces, una carcajada burlona resonó desde una mesa. "¡Louis! ¿Todavía con esas reliquias sonoras?". La realidad, cruda y despiadada, lo había alcanzado, pero no se dio por vencido. Con una determinación sombría, Louis ajustó el micrófono. Esa noche, no cantaría para ellos. Cantaría contra ellos.

viernes, 23 de mayo de 2025

Dos almas



El perro, fiel lazarillo, su cola mueve contento al cojo que con su brillo empuja un viejo portento.

Con silbo lo llama, no hay nombre, ni él ni su dueño, solo botellas, cartón y gran empeño.

Al cojín se sube ya, ni la modorra detiene al negro can, sabe de algo en el ambiente:

Un aroma, qué primor, de pan caliente viene por el aire tentador.

El cojo lo busca, no lo halla, nombre no tiene; mas el can negro no falla, con el hombre vuelve.

Trae un pan que una chica siempre le da, can y cojo se miran con gran agrado, el mundo se les abrió.

Son dos sin casi nada... la lealtad es su amada, la cojera un gran engaño.

domingo, 11 de mayo de 2025

Sundigua

 


Hacía buen tiempo, la marea estaba baja. Algunos hombres y mujeres decidieron acercarse al lugar que llamarían Sundigua. Su lucha en altamar parecía haber terminado. Tenían la piel pelada por el sol y el agua salada; pronto el hambre y la sed estarían a punto de saciar. Con los días, se asentaron en un estrecho y le revelaron a la tierra de aquel remoto escollo sus semillas de maíz y yuca. Desde entonces, se sabe que aquel terrón es el desprendimiento de otro mundo en forma de isla.

Por un tiempo, la vida en Sundigua floreció en armonía con la tierra y el mar. Los días eran largos y serenos, y las noches se llenaban con el murmullo de las olas y los cantos de agradecimiento al cielo. Pero esa calma tenía un eco ominoso, como si el viento trajera consigo el susurro de un peligro aún distante.

Un día, mientras los pescadores recogían sus redes y los niños correteaban entre las plantas de yuca, las primeras señales de lo inevitable se asomaron en el horizonte: puntos negros que crecían y se deslizaban sobre el mar como sombras. Primero, fueron confundidos con aves; después, los sundiguas entendieron que eran hombres.

El viento de los acontecimientos cambió de rumbo cuando los extranjeros, encarnados entre las brechas de espuma, desembarcaron con pasos pesados y miradas ávidas. La espesura de sus mechones y la mugre en sus cuerpos no ocultaban la amenaza de sus armas relucientes. Eran Francisco Pizarro y sus hombres, en misión de conquistar el mar del Sur. Los sundiguas, desconcertados, intentaron comunicarse con ellos, pero sus palabras se perdieron en el silencio helado de la fiebre y el hambre que los había traído hasta allí.

Sin pensarlo, los conquistadores desenvainaron sus espadas y, con un movimiento seco, trazaron una línea oscura sobre la arena. Aquella línea dividió no solo el mundo, sino también el destino de los sundiguas. La violencia se desató como una tormenta inesperada, dejando cicatrices en la isla y en los pocos que lograron escapar.

Fue entonces cuando Yundingua, el más sabio de los isleños, convocó las fuerzas ancestrales de la tierra. Con la mirada encendida y una calma profunda, invocó el poder de las criaturas que habitaban los rincones más oscuros de Sundigua. Las serpientes, rápidas y letales, respondieron al llamado. Los conquistadores, confundidos por la fascinación hipnótica de los ojos de Yundingua, cayeron uno a uno, presas de las mordeduras y del miedo.

viernes, 25 de abril de 2025

Los anacronismos

 


El último reloj se detuvo hace décadas. Las manecillas, oxidadas y quebradas, apuntaban a una hora inexistente. Afuera, la ciudad mutaba, rascacielos orgánicos se alzaban hacia un cielo de neón y drones zumbaban como insectos metálicos. Los raros, los que se distancian del tiempo, los que aún preferían el tacto del papel y el susurro de las hojas, los que se negaban a implantar chips y a sincronizar sus mentes con la red global, ellos permanecían. En sus bibliotecas clandestinas, iluminadas por velas, susurraban sobre mundos perdidos y futuros imposibles. La ciencia ficción ya no era un género literario; era el aire que respiraban, la distopía que habitaban. Y ellos, los anacrónicos, los guardianes de lo olvidado, sabían que la única forma de sobrevivir era aferrarse a los ecos del pasado, a las historias que aún contaban con finales abiertos.

sábado, 19 de abril de 2025

El jardín de las incertidumbres

 



Elisa suspiró, observando las rosas negras que florecían en el jardín. «Amor... destino... ¿Qué tonterías son esas?», murmuró, recordando las palabras de su abuela. «Un rehén del destino», había dicho la anciana, dueña de esos ojos que brillaban con una sabiduría inquietante. Elisa siempre había desdeñado esas ideas románticas. Para ella, el amor era un algoritmo, una ecuación que podía resolverse con datos y lógica.

Conoció a Mateo en una conferencia de inteligencia artificial. Él, un programador brillante con una sonrisa que desafiaba cualquier código, parecía la solución perfecta. «Datos compatibles al 98%», decía su aplicación de citas, «personalidad alineada, intereses convergentes...». Mateo era predecible, seguro, un modelo a seguir. Elisa se enamoró de la perfección, de la certeza que él representaba.

«Esto es amor», pensó, «un sistema eficiente, sin errores ni variables inesperadas».

Pero entonces, conoció a Alex. Alex era un caos andante, un artista que pintaba con los pies y hablaba con las manos. Era impredecible, impulsivo, un huracán de emociones. «¡Qué fastidio!», se dijo Elisa, «¡Un desorden total!». Pero, a pesar de su lógica, algo en Alex la atraía, una fuerza misteriosa que desafiaba todas sus ecuaciones.

Una noche, bajo la luz de la luna, Alex le mostró un cuadro. Era un retrato de ella, con los ojos llenos de una tristeza que ella no sabía que tenía. «Veo tu alma, Elisa», dijo él, «veo la belleza que escondes detrás de tus algoritmos».

Elisa sintió un escalofrío. ¿Cómo podía verla así? ¿Cómo podía sentir algo tan profundo, tan irracional? «Esto no tiene sentido», pensó, «no hay lógica, no hay datos...».

Pero entonces, lo entendió. El amor no era una ecuación, sino un lienzo en blanco, una creación constante, un baile entre dos almas que se descubren y se transforman. El amor era el riesgo, la incertidumbre, la libertad de ser uno mismo ante el otro.

Y ahí estaba la vuelta de tuerca: Elisa se dio cuenta de que su búsqueda de certeza la había encerrado en una jaula de algoritmos, impidiéndole experimentar la verdadera esencia del amor. Decidió entonces, dejar de lado las ecuaciones y abrazar el caos, la incertidumbre, la libertad de amar sin límites ni predicciones.

Dejó a Mateo, el hombre perfecto, y se lanzó al jardín de Alex, donde las rosas negras florecían en la oscuridad, revelando una belleza inesperada. «El amor es un riesgo», pensó, sonriendo, «un hermoso y caótico riesgo».

sábado, 12 de abril de 2025

El bucle amargo




El café humeaba, amargo como siempre. La misma discusión matutina flotaba desde la cocina. Otra vez, pensó, la punzada familiar en el pecho. La calle aguardaba, el mismo atasco, la misma emisora radial vomitando las mismas noticias. En la oficina, el mismo correo electrónico exasperante encabezaba la bandeja de entrada. ¿Esto? ¿Otra vez? La pregunta, fría y afilada, se incrustó bajo su piel. Una vida calcada, sin respiro, cada error, cada alegría desvaneciéndose en la repetición infinita. ¿Quería realmente este bucle eterno? La respuesta, un escalofrío helado, se dibujó en el vaho del café. No.

sábado, 5 de abril de 2025

El legado de la pulga

El viento aullaba como un lamento, mordiendo la piel con su frío implacable. Bajo un cielo gris plomizo, la pequeña figura de Lumière yacía inerte dentro de una caja de madera. El gato, compañero silencioso de tantas tardes, había sucumbido ante el raticida.

Con manos temblorosas, cavaron una fosa en el patio trasero, la tierra sobrecogida cedía a duras penas. Las manos temblorosas de Lorraine depositaron la caja con suavidad, como si aún pudieran despertar al felino de su sueño eterno que se mezclaba con el aliento helado del invierno.

Las pulgas, diminutos puntos negros, saltaron del lecho de tierra. Buscando refugio se encontraron con un enemigo más poderoso que el fuego: el frío. Sus cuerpos diminutos se congelaron, cayendo como granos de arena sobre la nevisca.

Pero no todas las pulgas murieron. Una, más astuta y resistente, se refugió en el pelaje del gato, aferrándose con sus diminutas patas. El calor residual del cuerpo del animal, aunque débil, le proporcionó el sustento necesario para sobrevivir. Cuando el sol, tímidamente, comenzó a asomarse entre las nubes, la pulga saltó del cadáver y se adentró en la casa, buscando un nuevo huésped, un nuevo hogar, un nuevo ciclo de vida en el que el frío no la podría alcanzar.

domingo, 30 de marzo de 2025

Cada plasta tiene su cucarrón

 


El sol brillaba con ímpetu aquella mañana, iluminando la figura de doña Alcira, quien se mantenía inmóvil en el umbral de su casa a pesar del efecto abrazador sobre sus pecosos brazos. Su mirada, perdida en el horizonte, se desplazaba lentamente hacia la derecha, como si buscara un recuerdo esquivo en los laberintos de su memoria. Luego, sus ojos claros viraron hacia la izquierda, intentando quizás dar forma a una de sus ingeniosas ocurrencias.

Doña Alcira, alta y de porte jactancioso, era la personificación viva de los antioqueños.  Con la misma mano izquierda que sostenía un cigarrillo humeante, sujetaba su brazo derecho. El cigarro, por momentos, parecía atosigarse por la combustión del tabaco. En la medida que fumaba, esa especie de humo invisible se le pegaba a la piel, se le escondía entre la ropa, en los mechones de su cabello lacio y terminaba aquietándose en los muebles de aquel caserón. Quien entrara a la casa, de inmediato percibía el olor a cigarrillo, así no estuvieran fumando.

Su atención se desvió de la Loma de La Cruz al reconocer a Rosa Elvira, su vecina, una mujer de espíritu alegre y conversador, siempre irradiando vitalidad y energía. Doña Alcira, con su voz ronca, la llamó:

—¡Rosa Elvira vení acá! —le gritó cuando una volqueta pasaba produciendo un ruido de latas degastadas y ensordecedoras.

—Doña Alcira, después le arrimo porque me cogió la tarde, —le respondió arrastrando en forma lenta su hablar.

—Vení te digo, no te vas a demorar.

—Doña Alcira ese ratico de conversa con usted es de horas y la comida no espera.

—¡Ni que tuvieras niño chiquito! Venga mujer le pregunto una cosa:

—A ver doña Alcira ¿qué se le ofrece? —le preguntó la afanada mujer.

—Seguí mujer... Ya los perros mordieron al güevón de mi hermano Augusto, —la invitó doña Alcira que en dos zancadas iba en dirección al patio en tierra donde el olor a humedad, a geranios y árboles frutales eran inevitables.

—¡Doña Alcira dígame para qué soy buena!

—¿Cierto Rosa Elvira que esa hijueputa gallina se parece a mí?

—¿Cuál gallina?

—Esa blanca que está allá comiendo maíz. Mirala bien y decime si no es verdad.

—¡Qué ocurrencias las suyas! Algo me decía que me iba a salir con una de las suyas.

—¡Observala bien Rosa Elvira, date cuenta que tiene las patas largas y secas como las mías. ¡Obsérvale las uñas a esa hijueputa!

—Pero, doña Alcira…

—¡Decime si no es igual a mí! Mirame la bata blanca y sucia que tengo puesta. Ella tiene una igual que yo, solo que el plumaje blanco es el que tiene puesto.

—Doña Alcira ¿de dónde saca usted semejantes ideas?

—¡No preguntés pendejadas Rosa Elvira!, sólo mirá a la cursienta esa que se metió a mi casa… Mirá, mirála Rosa Elvira date cuenta de cómo la rilosa esa me mira, —le susurró a Rosa Elvira— Ella sabe que estamos hablando de ella. Me mira confirmando que de las dos, la más cagada soy yo.

—Mirale el pico… —le insistió a la mujer que no paraba de reír— Esa, si es mucha hijueputa gallina tan fea.

—¡Tiene usted razón doña Alcira! —le confirmó Rosa Elvira asintiendo con movimientos de cabeza, incapaz de parar de reír. Doña Alcira, con el estropeado cigarrillo consumiéndose en su boca repitió:

—¿Si ya sabés lo feas que somos la gallina y yo? Queda demostrado que cada plasta tiene su cucarrón.

—¡Ay doña Alcira! Usted solo ve en ella lo vieja que está, pero lo mejor de todo, es que usted tiene una forma de decir sus ocurrencias. Sólo a usted se le ocurre compararse con esa gallineta.

—¡Alcira otra vez dejaste la puerta de la calle abierta! Siempre lo mismo por estar de bochinchera con cuánta vieja pasa por aquí, —le riñó el cegatón de su hermano desde su aposento.

—Vos cállate gran güevón. Para estar parando la oreja, ahí sí estás listo. Serví de algo, sacá esa hijueputa gallina antes de que los saque a los dos a escobazos de aquí. Ante aquella voz de mando, el hombre quiso atrapar la gallina, pero ésta fue más rápida al salir cacaraqueando de la rancia casa. Doña Alcira siguió con la vista a la gallina que corría acosada por un niño descalzo que intentaba hacerla entrar a su casa. Doña Alcira guardó silencio, tenía una expresión llena de incertidumbre en su rostro.

viernes, 21 de marzo de 2025

Cuando la vida te llama




Estás aquí, en el borde de un precipicio invisible, donde la vida se despliega como un lienzo en blanco. No basta con estar aquí, con la simple presencia física. Hay que habitar el cuerpo, sentir cómo el aire entra y sale sin prisa, notar el sabor del pan antes de tragarlo, entregarse al sueño como quien cruza un umbral hacia otro mundo y no solo hace una pausa.

Cierras los ojos y te permites sentir. El viento acaricia tu rostro, trayendo consigo el aroma a tierra húmeda y flores silvestres. Escuchas el murmullo del río cercano, una melodía constante que te invita a la calma. Abres los ojos y ves el mundo con una claridad renovada. Cada detalle se vuelve vibrante: el verde intenso de las hojas, el azul profundo del cielo, el rojo carmesí de una amapola solitaria.

Vives cada instante con intensidad. Ríes a carcajadas, sin miedo al eco. Lloras cuando la tristeza te invade, sin pedir permiso. Te enojas con la fuerza de un volcán, sin temor a parecer frágil. Abrazas el frío de la mañana, sintiendo el escalofrío en tu piel. Tocas la lluvia con las manos desnudas, dejando que las gotas te laven el alma. Miras el cielo estrellado, no buscando respuestas, sino maravillándote ante la inmensidad.

Un día, sin previo aviso, el telón caerá. Y entonces, en ese último suspiro, no habrá arrepentimientos. Habrás pronunciado todas tus líneas, sentido cada escena con el corazón ardiendo. Porque la vida no es un ensayo ni un borrador, no hay segundas versiones. La muerte no avisa, pero la vida sí, a cada segundo. Y tú, por fin, has aprendido a escucharla.

Pero entonces, algo cambia. El telón no cae. En lugar de oscuridad, una luz cálida te envuelve. Sientes una mano suave que toma la tuya. Abres los ojos y ves un rostro familiar, lleno de amor. "Despierta", dice la voz, "despierta, cariño. Ha sido un sueño muy largo". Te das cuenta de que todo lo que has vivido, cada sensación, cada emoción, fue un sueño dentro de un coma profundo. Y ahora, tienes la oportunidad de vivir de nuevo, con la sabiduría de haber experimentado la vida en su máxima expresión.

viernes, 14 de marzo de 2025

Sostenido



El sudor le empapaba la frente, las manos le dolían, pero no se detenía. Las cuerdas del violín vibraban bajo sus dedos, un grito de guerra contra el silencio. La música no flota, pesa. Se agarra al cuerpo, lo exprime, lo tensa. Cada nota, un pulso arrancado con esfuerzo, una batalla entre el querer y el poder. Aquí no hay gracia, hay resistencia.

Él no toca, se aferra. A las cuerdas, a la madera, a algo más grande que él mismo. Porque la música no se deja domar, exige que le entregues todo, que la sostengas cuando amenaza con desmoronarse. El arco crujía, la melodía se retorcía, pero él no cedía. Los músculos tensos, la respiración agitada, los ojos cerrados, concentrado en el sonido que emergía de las entrañas del instrumento.

Y así seguía, sosteniendo lo que lo hacía ser, aunque doliera. Porque soltarlo no era opción. Porque en cada nota, en cada acorde, en cada vibración, se encontraba la esencia de su ser, la razón de su lucha, la prueba de su resistencia. De pronto, el sonido cesó. No porque él lo decidiera, sino porque el violín, exhausto de tanto esfuerzo, se convirtió en una bandada de mariposas blancas que escaparon por la ventana, dejando tras de sí un silencio lleno de asombro.

(Idea con base a: Soulful Spectres. https://www.facebook.com/photo/?fbid=122165255330364583&set=pb.61560937515366.-2207520000)

sábado, 8 de marzo de 2025

Huellas


                                                           

Charles Bukowski admiraba profundamente al poeta peruano César Vallejo. En el libro "Lo más importante es saber atravesar el fuego", publicado póstumamente el 2015 se encuentra un poema suyo que tituló “Vallejo”. Basado en ese poema este micro para ustedes.  

             

La luz de la tarde dibujaba largas sombras en el suelo de madera. Elvia, sentada en el viejo sillón, releía los versos de Vallejo. Sus dedos trazaban las palabras, buscando el eco de su voz en cada sílaba. De pronto, un crujido. Levantó la vista. Una nube de polvo fino se levantaba del suelo, marcando el rastro de unas pisadas que avanzaban hacia ella. No eran sus pies descalzos, ni los de nadie que hubiera estado allí. Eran huellas firmes, decididas, como las de un hombre que camina con propósito. El corazón le latió con fuerza. ¿Era él? ¿Vallejo, caminando por su sala? Extendió la mano, esperando tocarlo, sentir su presencia. Pero las huellas se detuvieron justo frente a ella. Y entonces, el suelo se abrió, tragándose las pisadas y revelando una vieja trampilla oculta. Debajo, un eco metálico, el tic-tac de un reloj olvidado. Y un susurro, no de Vallejo, sino del viento colándose por las rendijas: "Siempre llegas tarde".

jueves, 27 de febrero de 2025

Espinas nada más

 


¿Y si el opuesto del amor no es el odio, sino la vergüenza?
Lina Munar Guevara

Eleonora regresó al jardín, no con miedo, sino con una determinación tranquila. Se sentó junto al rosal pálido, pero esta vez no se dejó abrumar por los recuerdos. En lugar de eso, observa las flores con curiosidad.

«¿Qué puedo aprender de esto?», se preguntó. «Estas flores representan mis heridas, pero también mi capacidad para sanar».

Se levantó y caminó hacia el rosal rojo. Tomó una rosa y la acercó a una flor pálida. Observó cómo los colores se mezclaban, creando un tono nuevo y único.

«No tengo que elegir entre el amor y la vergüenza», se dio cuenta. «Puedo integrar ambas emociones y crear algo nuevo».

Eleonora comenzó a trabajar en el jardín. No arrancó las flores pálidas, sino que las podó con cuidado. No intento ocultar las espinas, sino que las usó para crear patrones intrincados.

Creó senderos que serpenteaban entre los dos rosales, uniendo las diferentes áreas del jardín. Construyó un banco donde podía sentarse y contemplar la belleza de la transformación.

El jardín ya no era un lugar de conflicto, sino un espacio de crecimiento y aceptación. Eleonora había aprendido a cultivar sus emociones, a transformarlas en algo hermoso.

Salió del jardín con una sensación de paz. No había borrado su pasado, pero había encontrado una forma de vivir con él. Había creado un jardín que reflejaba su propia complejidad, su capacidad para amar y sanar.

sábado, 22 de febrero de 2025

El aroma de los recuerdos

 

Las manos de Julia temblaron ligeramente mientras giraba la tapa del frasco. Sus dedos, cubiertos por los guantes de látex, se tensaron alrededor del vidrio. Inclinó la cabeza hacia adelante, y un mechón de cabello gris se escapó de su moño perfectamente arreglado.

"¿Detectó algo inusual, doctora Mendibil?" El asistente se balanceaba sobre sus talones, su mano derecha tamborileando contra el portapapeles.

Julia cerró los ojos. Sus fosas nasales se dilataron sutilmente. "Notas de nuez..." Sus hombros se relajaron mientras inhalaba de nuevo. "Un toque de..." Sus cejas se fruncieron, formando pequeñas arrugas en su entrecejo.

El asistente se mordió el labio inferior y dio dos pasos hacia la mesa de muestras. Sus zapatos chirriaron contra el piso pulido del laboratorio.

Julia colocó el frasco con un movimiento deliberadamente lento. Sus dedos se deslizaron hasta el bolsillo de su bata, donde sus nudillos se tensaron alrededor de algo. Extrajo una bufanda desgastada de lana, desenrollándola como si fuera un manuscrito antiguo.

Al otro lado del laboratorio, Mariana dejó caer su pipeta. El golpe seco hizo que tres científicos giraran sus cabezas simultáneamente.

"¿Otra vez con esa bufanda vieja, doctora?" Mariana cruzó el laboratorio. Sus tacones marcaban un ritmo constante contra el suelo.

Julia extendió la bufanda. Sus dedos recorrieron cada punto del tejido irregular, deteniéndose en los lugares donde la lana se había desgastado hasta volverse casi transparente.

El timbre resonó en las paredes del laboratorio. Julia dio un respingo, pero sus manos no soltaron la bufanda.

Los estudiantes entraron en fila. Sus batas blancas crujían con cada movimiento mientras se acomodaban en sus asientos. Mochilas golpeando contra el suelo. Cuadernos deslizándose sobre las mesas.

Julia se irguió frente a la clase. Sus manos, ahora libres de guantes, colocaron una serie de frascos sobre la mesa. El vidrio tintineó contra la superficie metálica.

"¿Alguien puede identificar este compuesto?" Sus dedos desenroscaron la tapa del primer frasco con la precisión de un cirujano.

Los estudiantes se echaron hacia atrás como una ola sincronizada. Una chica en primera fila arrugó la nariz y cubrió su boca con la manga de su bata.

Desde el fondo del aula, un estudiante se inclinó hacia adelante. Sus gafas resbalaron hasta la punta de su nariz. "Es el olor de mi abuelo."

Julia caminó entre los escritorios. La bufanda ondulaba en su mano como una bandera en cámara lenta. Sus pasos eran medidos, cada uno marcando una pausa en su discurso.

Se detuvo junto a una ventana. La luz del atardecer atravesaba la lana desgastada, revelando el intrincado patrón del tejido. Sus dedos trazaron cada vuelta y cada nudo.

Una estudiante en la segunda fila levantó la mano. Su brazo temblaba ligeramente.

"¿Sí, Carmen?" Julia giró sobre sus talones, la bufanda aún extendida frente a ella.

"¿Podemos comenzar el análisis molecular con la bufanda de su abuela?"

Los dedos de Julia se cerraron suavemente alrededor de la lana. Sus hombros se relajaron mientras una sonrisa suave se dibujaba en su rostro. Con un movimiento fluido, se dirigió hacia el microscopio y comenzó a ajustar los lentes.

viernes, 14 de febrero de 2025

Promesas en el umbral

 


Catalina era joven, de esas mujeres que despiertan simpatía por ser práctica y, sobre todo, por sus ojos claros. Su sonrisa nunca se sabía si era por alegría o resignación. Había enviudado prematuramente de Arcadio, su primer amor, un hombre cuya sombra parecía alargarse incluso después de su muerte. Su suegra, Rosalía, una mujer de manos huesudas y carácter firme, la tenía en alta estima, mucho más que a su propio hijo menor, Antonio, y la familia de éste.

La casa de Rosalía, un caserón que olía a madera envejecida y a flores marchitas, había sido el refugio de Catalina y de sus dos hijos desde que Arcadio falleció. Aunque Catalina heredó una casa de su difunto esposo, prefería pasar el tiempo en el hogar de su suegra, donde sus hijos crecían bajo la atenta y casi obsesiva mirada de Rosalía. Los niños llenaban los vacíos con risas que a veces se sentían como ecos del pasado, como si Arcadio regresara por un instante.

Pero lo que Rosalía no esperaba, lo que nadie en la familia esperaba, era que Catalina volviera a enamorarse. Y lo hizo con una velocidad que descolocó a muchos. En menos de un año, presentó a un nuevo hombre. Se llamaba Esteban, un hombre de palabras suaves y manos callosas. La relación causó murmullo y controversia entre los parientes, pero Rosalía, contra toda lógica, le abrió las puertas de su casa.

—Arcadio la querría feliz —decía Rosalía cuando alguien osaba insinuar que Catalina deshonraba la memoria de su esposo.

Esteban y Catalina compartían una alcoba en el caserón, una decisión que hizo estallar a Antonio y a su esposa, Clara.

—Es una falta de respeto, madre —espetó Antonio una tarde, mientras su mujer asentía con los labios apretados—. Esa cama era de Arcadio. Esa habitación fue suya.

Rosalía levantó la vista del tejido que llevaba en las manos, su mirada afilada como una aguja.

—Y ahora es de Catalina. Lo que pasa en esta casa es asunto mío.

Antonio se marchó murmurando injurias que se perdieron entre el crujido de las tablas del suelo. Clara, menos dispuesta a la confrontación directa, lanzó una última mirada cargada de resentimiento hacia Catalina, quien se había quedado en silencio, la cabeza gacha.

Sin embargo, el cuestionamiento no venía solo de la familia. Los vecinos también cuchicheaban.

—Díganme si no es extraño —comentó una mujer en la tienda del pueblo—. Primero tanto amor por su difunto esposo y ahora lleva otro hombre a casa de su suegra. Y todo, porque ella se lo admite, sin cuestionarle nada.

Catalina lo sabía, pero se mantenía serena. Había aprendido a ignorar las miradas y a enfocar su energía en sus hijos y en su nueva vida. Sin embargo, no podía evitar que algunas palabras se filtraran, como agujas invisibles que a veces la pinchaban en el silencio de la noche.

Pero no eran solo las palabras de los vivos las que la alcanzaban. Por las noches, cuando todo quedaba en penumbras, Catalina sentía la presencia de Arcadio como un susurro en el aire.

—¿Qué ejemplo les das a nuestros hijos? —decía la voz, grave y distante. —Prometiste amarme siempre, Catalina lo prometiste. Nos lo prometimos, ¿acaso ya lo olvidaste?

Ella cerraba los ojos, luchando contra las lágrimas, pero las palabras de Arcadio resonaban en su mente, llenándola de culpa y confusión. ¿Era esto una traición o una forma de seguir adelante? En su corazón había espacio para el recuerdo de su primer amor, pero también para el presente.

Rosalía, por su parte, pareció endurecerse aún más contra las críticas. La muerte de Arcadio había dejado un vacío que ella, de alguna manera, trataba de llenar cuidando a Catalina y a sus nietos. Tal vez en el fondo, pensaba que proteger a Catalina era la última forma de honrar a su hijo preferido. Pero algo en su actitud comenzó a cambiar.

Primero fueron las pequeñas cosas. Rosalía empezó a comentar más frecuentemente sobre cómo Arcadio hubiera hecho esto o aquello de manera diferente. Luego, con los niños, se volvió más directa.

—¿Recuerdan cómo su padre les llevaba a recoger frutas en el huerto? —decía mientras los peinaba por las mañanas—. Arcadio era un hombre que siempre pensaba en su familia. No sé si alguien más puede estar a la altura de ese ejemplo.

Catalina, al escuchar estos comentarios, sintió un leve malestar, pero prefirió no enfrentarse. Creía que era natural que Rosalía idealizara a su hijo fallecido. Sin embargo, la situación escaló una tarde cuando Rosalía, sin aviso, entró a la habitación de Catalina y Esteban con los ojos llameando.

—Catalina, esto debe parar —dijo con una dureza que rara vez usaba—. No puedo seguir fingiendo que estoy de acuerdo con lo que haces. Esteban no es Arcadio, y nunca lo será. Él no pertenece a esta casa.

Catalina la miró, desconcertada.

—Rosalía, pensé que entendía usted… No intento reemplazar a Arcadio. Solo quiero ser feliz otra vez.

—¿Feliz? —Rosalía casi escupió la palabra—. ¿A costa de qué? ¿De la memoria de mi hijo? ¿De lo que él significó para todos nosotros? Catalina, tú eras su esposa. ¡Le debes más que esto!

Por primera vez, Catalina sintió que las palabras de Rosalía atravesaban el respeto que siempre le había tenido. Con una voz contenida, respondió:

—Rosalía, le agradezco todo lo que ha hecho por mí y por mis hijos, pero no le debo mi vida. Yo también he perdido a Arcadio, pero no puedo vivir atrapada en el pasado. Y usted tampoco debería.

La tensión en la habitación era palpable. Rosalía se quedó inmóvil, sus manos temblando, y sin decir más, salió cerrando la puerta con fuerza.

Esa noche, Catalina no pudo dormir. Esteban la consoló, pero la angustia no desapareció. Al día siguiente, tomó una decisión. Durante el desayuno, con Rosalía presente, anunció:

—He decidido que los niños y yo nos mudaremos a la casa que Arcadio me dejó.

Rosalía levantó la mirada, sorprendida.

—¿Qué dices? ¿Vas a abandonar esta casa? —preguntó con incredulidad.

—No abandono nada, Rosalía. Solo quiero construir una vida donde pueda recordar a Arcadio con amor, pero también tener mi espacio para seguir adelante. Le agradezco todo, pero esto es lo mejor para todos.

Rosalía no respondió. Su mirada estaba cargada de una mezcla de ira y dolor, pero no intentó detenerla. Catalina sabía que el tiempo ayudaría a sanar las heridas, pero también entendió que debía priorizar su bienestar y el de sus hijos. Aquel día marcó el inicio de un nuevo capítulo, uno donde el peso del pasado comenzaba a ceder ante la promesa de un futuro diferente.