El último reloj se detuvo hace
décadas. Las manecillas, oxidadas y quebradas, apuntaban a una hora
inexistente. Afuera, la ciudad mutaba, rascacielos orgánicos se alzaban hacia
un cielo de neón y drones zumbaban como insectos metálicos. Los raros, los que
se distancian del tiempo, los que aún preferían el tacto del papel y el susurro
de las hojas, los que se negaban a implantar chips y a sincronizar sus mentes
con la red global, ellos permanecían. En sus bibliotecas clandestinas,
iluminadas por velas, susurraban sobre mundos perdidos y futuros imposibles. La
ciencia ficción ya no era un género literario; era el aire que respiraban, la
distopía que habitaban. Y ellos, los anacrónicos, los guardianes de lo olvidado,
sabían que la única forma de sobrevivir era aferrarse a los ecos del pasado, a
las historias que aún contaban con finales abiertos.
Las únicas historias que se seguirían contando...
ResponderBorrarSaludos,
J.
Me hizo acordar de un poema de Jorge Teillier, fallecido en 1995:
ResponderBorrarCUANDO TODOS SE VAYAN
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre
. . . regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada qué hacer,
sino echarme luciérnagas en los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red,
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.
Va otro saludo, Guillermo.