El sol
tropical caía a plomo sobre el Litoral de San Juan. Manuel Acisclo descendió
del avión. El vaho pegajoso del aire litoralense lo envolvió. Sus ojos buscaron
a Manuel. Lo vio. Una sonrisa radiante iluminó el rostro de su hijo. Se
fundieron en un abrazo, un silencio elocuente. En su maleta, bajo la ropa, tres
camisetas vibrantes de la biodiversidad del Pacífico colombiano descansaban. Un
regalo. Y fotos. Pantalones cortos deshilachados. La infancia de Manuelito capturada.
Seis días
transcurrieron en la casa de Candelillas de la Mar. Conversaciones tranquilas.
Preparativos para la graduación. Manuel Acisclo observó a su nieto, Manuelito.
Un joven al borde de un nuevo capítulo. La imagen mental: los tres luciendo las
camisetas en la graduación. Nunca se hizo realidad.
A la mañana
siguiente de su llegada, los primeros rayos del sol se colaron por la ventana.
Manuel Acisclo salió. Pasos firmes por el sendero empedrado. Sus pantalones
caqui impecables. La camisa a cuadros azul y blanca recién planchada. Eran las
10:00 a.m. Caminó por la calle tranquila. El aire cálido acarició su rostro. Su
mirada era decidida.
Media hora
después, las cámaras de seguridad de la única estación de servicio lo captaron.
Saludó con un leve asentimiento al vendedor. Se dirigió a los baños. La puerta
se cerró. Minutos después, una puerta trasera, casi imperceptible, se abrió y
se cerró. Manuel Acisclo ya no estaba.
La policía
llegó sin alertar al vecindario. Los uniformados interrogaron a Manuel, a su
esposa Waldina. Revisaron una y otra vez. Días se transformaron en semanas.
Avionetas sobrevolaron la zona montañosa. Perros olfatearon el suelo húmedo.
Nada.
Manuel
recorrió los alrededores. Sus ojos fijos en cada calle, cada rincón, cada
sombra. El recuerdo del viaje en lancha. La extraña agitación de su padre. La
confusión en el aeropuerto Mutis. Rosalbina, su hermana, llegó desde Vigía del
puerto. Rostro demacrado. «Papá nunca haría esto», repetía, la voz ahogada.
Manuelito se graduó. Un asiento vacío en la ceremonia de la Universidad del
Litoral. Una ausencia palpable.
Manuel
recorrió estaciones de lanchas, botes, canoas y planchones por ríos, esteros y
canales. Aeropuertos de Bahía Solano, Nuquí y Buenaventura. Los inundó con
volantes. La foto de su padre sonriendo. Una súplica silenciosa. Escudriñó la
densa selva a los lados de los afluentes. La esperanza menguaba. Cada llamado
lo sobresaltaba. El pulso se aceleraba.
Un día,
semanas después, Manuel recibió un paquete pequeño, envuelto en papel de
estraza. Contenía una de las camisetas de caracteres afrodescendientes. No la
de Manuel Acisclo, sino una destinada a él. Y debajo, una nota. Caligrafía
temblorosa, pero familiar: «Ya estoy donde debo estar. No me busquen».
La policía
analizó la nota. Nada. Sin origen. Sin huellas más allá de las de Manuel
Acisclo. La investigación se estancó. La familia estaba deshecha. La
incertidumbre los oprimía.
Meses
después, una noticia inesperada sacudió Candelillas de la Mar. Un incendio
forestal en una cabaña remota. Reveló algo sorprendente: sofisticados equipos
de comunicación, mapas detallados en un compartimento secreto. Una cédula con
una fotografía familiar. No era la cédula de Acisclo Manuel. Era la de Manuel,
su propio hijo. La fotografía mostraba a un hombre más joven, con una cicatriz
distintiva sobre la ceja. Una cicatriz que Acisclo Manuel, el verdadero,
siempre había tenido. El hombre de Litoral de San Juan no era el padre. Era un impostor. Un doble perfecto. Usó
viejas fotos y la historia de la graduación de Manuelito. Un pretexto.
Infiltración. El verdadero Acisclo Manuel seguía en Candelillas de la Mar.
Ajeno a la operación en el vasto Pacífico colombiano. El impostor desaparecía.
Misión cumplida.
La
"misión" del impostor: proteger el saber ancestral de la preparación
del «Viche». Una bebida fermentada de caña de azúcar, frutas y hierbas
endémicas. Más que un trago, un símbolo cultural, un pilar económico para
comunidades campesinas y afrodescendientes. Elaborada y transmitida por
generaciones.
Un
empresario inescrupuloso había echado el ojo. Inició un plan agresivo para
patentarlo. Despojaría a las comunidades. Conocimientos tradicionales. Industrializaría
la producción. Borraría siglos de historia.
El agente
encubierto, experto en propiedad intelectual y etnobotánica, fue enviado.
Infiltrarse en la red de informantes del empresario. Obtener pruebas
irrefutables. Tácticas ilegales y engañosas. Recopilar recetas. Técnicas de
fermentación. Ingredientes secretos.
La «confusión»
y «demencia» del impostor: una táctica de distracción. Acercarse a las
comunidades sin parecer una amenaza. Un anciano inofensivo. Escuchar. Observar.
Recopilar discretamente información sobre colaboradores locales. La «desaparición»
en la estación de servicio: la señal convenida para su equipo de extracción.
Traslado a una cabaña remota. Centro de operaciones improvisado. Procesaría la
información. Contactaría redes internacionales de abogados.
La cédula
falsa de Acisclo Manuel: medida de contingencia. Huida extrema. Infiltración
profunda en círculos del empresario. Acisclo Manuel tenía contactos comerciales
menores. La cicatriz de Manuel: el detalle perfecto. Coincidencia. Selló la
elección del agente para su papel.
El incendio
de la cabaña: no un accidente. Una operación de «limpieza» controlada. El
agente había descargado toda la información crucial. La camiseta y la nota
críptica: un mensaje final a su equipo. Fase de recolección completa. Siguiente
etapa: la batalla legal y la denuncia pública para proteger el Viche. El agente
sabía: el futuro de una tradición centenaria. El sustento de cientos de
familias. Dependían de su éxito. La historia del anciano Acisclo Manuel, que buscaba
la graduación de su nieto, se transformó así en la épica lucha por el alma de
una bebida ancestral.
Pero mientras el agente se desvanecía, llevando consigo los secretos del Viche, una pregunta persistía en el aire húmedo del Litoral: ¿Podría una verdad construida sobre un engaño, sin importar cuán noble fuera su fin, sanar las heridas que había abierto? Manuel, con la cédula de su «padre» impostor en la mano, solo podía mirar el asiento vacío de su verdadero padre en casa, una ausencia doblemente profunda ahora que la razón se desvelaba.
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