Hacía buen tiempo, la marea estaba baja. Algunos
hombres y mujeres decidieron acercarse al lugar que llamarían Sundigua. Su
lucha en altamar parecía haber terminado. Tenían la piel pelada por el sol y el
agua salada; pronto el hambre y la sed estarían a punto de saciar. Con los
días, se asentaron en un estrecho y le revelaron a la tierra de aquel remoto
escollo sus semillas de maíz y yuca. Desde entonces, se sabe que aquel terrón
es el desprendimiento de otro mundo en forma de isla.
Por un tiempo, la vida en Sundigua floreció en
armonía con la tierra y el mar. Los días eran largos y serenos, y las noches se
llenaban con el murmullo de las olas y los cantos de agradecimiento al cielo.
Pero esa calma tenía un eco ominoso, como si el viento trajera consigo el
susurro de un peligro aún distante.
Un día, mientras los pescadores recogían sus
redes y los niños correteaban entre las plantas de yuca, las primeras señales
de lo inevitable se asomaron en el horizonte: puntos negros que crecían y se
deslizaban sobre el mar como sombras. Primero, fueron confundidos con aves;
después, los sundiguas entendieron que eran hombres.
El viento de los acontecimientos cambió de rumbo
cuando los extranjeros, encarnados entre las brechas de espuma, desembarcaron
con pasos pesados y miradas ávidas. La espesura de sus mechones y la mugre en
sus cuerpos no ocultaban la amenaza de sus armas relucientes. Eran Francisco
Pizarro y sus hombres, en misión de conquistar el mar del Sur. Los sundiguas,
desconcertados, intentaron comunicarse con ellos, pero sus palabras se
perdieron en el silencio helado de la fiebre y el hambre que los había traído
hasta allí.
Sin pensarlo, los conquistadores desenvainaron
sus espadas y, con un movimiento seco, trazaron una línea oscura sobre la arena.
Aquella línea dividió no solo el mundo, sino también el destino de los
sundiguas. La violencia se desató como una tormenta inesperada, dejando
cicatrices en la isla y en los pocos que lograron escapar.
Fue entonces cuando Yundingua, el más sabio de
los isleños, convocó las fuerzas ancestrales de la tierra. Con la mirada
encendida y una calma profunda, invocó el poder de las criaturas que habitaban
los rincones más oscuros de Sundigua. Las serpientes, rápidas y letales,
respondieron al llamado. Los conquistadores, confundidos por la fascinación
hipnótica de los ojos de Yundingua, cayeron uno a uno, presas de las mordeduras
y del miedo.
Guillermo. A lo Quentin Tarantino, reinventando un hecho histórico para que el villano pague como debió haber pagado. Va un abrazo hasta allá.
ResponderBorrarMi estimado amigo muchas gracias por tu seguimiento incondicional y comentarios oportunos. Otro abrazo para ti.
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