Elisa
suspiró, observando las rosas negras que florecían en el jardín. «Amor...
destino... ¿Qué tonterías son esas?», murmuró, recordando las palabras de su
abuela. «Un rehén del destino», había dicho la anciana, dueña de esos ojos que brillaban
con una sabiduría inquietante. Elisa siempre había desdeñado esas ideas
románticas. Para ella, el amor era un algoritmo, una ecuación que podía
resolverse con datos y lógica.
Conoció
a Mateo en una conferencia de inteligencia artificial. Él, un programador
brillante con una sonrisa que desafiaba cualquier código, parecía la solución
perfecta. «Datos compatibles al 98%», decía su aplicación de citas, «personalidad
alineada, intereses convergentes...». Mateo era predecible, seguro, un modelo a
seguir. Elisa se enamoró de la perfección, de la certeza que él representaba.
«Esto
es amor», pensó, «un sistema eficiente, sin errores ni variables inesperadas».
Pero
entonces, conoció a Alex. Alex era un caos andante, un artista que pintaba con
los pies y hablaba con las manos. Era impredecible, impulsivo, un huracán de
emociones. «¡Qué fastidio!», se dijo Elisa, «¡Un desorden total!». Pero, a
pesar de su lógica, algo en Alex la atraía, una fuerza misteriosa que desafiaba
todas sus ecuaciones.
Una
noche, bajo la luz de la luna, Alex le mostró un cuadro. Era un retrato de
ella, con los ojos llenos de una tristeza que ella no sabía que tenía. «Veo tu
alma, Elisa», dijo él, «veo la belleza que escondes detrás de tus algoritmos».
Elisa
sintió un escalofrío. ¿Cómo podía verla así? ¿Cómo podía sentir algo tan
profundo, tan irracional? «Esto no tiene sentido», pensó, «no hay lógica, no
hay datos...».
Pero
entonces, lo entendió. El amor no era una ecuación, sino un lienzo en blanco,
una creación constante, un baile entre dos almas que se descubren y se
transforman. El amor era el riesgo, la incertidumbre, la libertad de ser uno
mismo ante el otro.
Y ahí
estaba la vuelta de tuerca: Elisa se dio cuenta de que su búsqueda de certeza
la había encerrado en una jaula de algoritmos, impidiéndole experimentar la
verdadera esencia del amor. Decidió entonces, dejar de lado las ecuaciones y
abrazar el caos, la incertidumbre, la libertad de amar sin límites ni
predicciones.
Dejó a Mateo, el hombre perfecto, y se lanzó al jardín de Alex, donde las rosas negras florecían en la oscuridad, revelando una belleza inesperada. «El amor es un riesgo», pensó, sonriendo, «un hermoso y caótico riesgo».
Mateo se hizo millonario vendiendo una app a Meta
ResponderBorrarAlex nunca vendió un cuadro.
Elisa se arrepintió toda su vida.
Saludos,
J.