La piqueta quedó apoyada contra el muro del campamento, manchada de tierra y de algo más espeso que nadie quiso nombrar. Yo la levanté cuando aún estaba tibia. Pesaba como si guardara dentro el cansancio de todos.
—Llévasela al supervisor —me dijo—. Dile que ya cumplí. Luego repitió, como si una sola frase no bastara para huir:
—Dile por qué me voy.
Era un hombre señalado. No por delito, sino por no saber detenerse. El jefe del frente pronunciaba su nombre como se anuncian los derrumbes. Las esposas estaban listas antes de que llegara al túnel; abiertas, seguras, sin apuro.
Yo vi cuando se las pusieron. Vi cómo la cadena le enseñó a caminar distinto.
Trabajó como trabajan los que no esperan absolución: no para vivir, sino para terminar. Cada golpe era una renuncia más. Al valle. A la casa que decía recordar. A la posibilidad de volver entero.
Cuando cayó, nadie gritó. El silencio fue tan exacto que supimos que algo había terminado para siempre. Después preguntaron quién fue. Yo entregué el hierro. No dije nada. Nadie preguntó. Los hombres señalados aprenden pronto que el silencio también aprieta.
Pero desde entonces no duermo. Porque yo también quedé marcado. No por lo que hice, sino por no haber dicho basta. No fue la herramienta. No fue el jefe. No fue la piedra. Fui yo, que seguí pasando la piqueta cuando ya no quedaba mundo del otro lado.

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