Rolando
y su esposa caminaron por la concurrida calle séptima con paso ligero. Al
cruzar la esquina de la carrera catorce, el sol jugaba con las sombras entre los
arcos del edificio republicano Los portales de Fuenmayor, pero ellos apenas lo
notaban. El ansioso hombre lleva en una mano el sobre de Manila con los documentos
que habían recogido en el banco minutos antes. Y con la otra sostenía la mano
de su esposa mientras ella se ajusta el bolso sobre el hombro. Ambos avanzan echando
vistazos rápidos a las vitrinas del almacén de ropa masculina, aunque su
verdadera atención estaba en el papel que asomaba de entre el sobre color beis.
El
sonido de sus pasos resonó con claridad en la acera hasta que se detuvieron
frente a la entrada de una casona colonial. Emiro sacó los documentos del sobre
y comenzó a leer en voz alta. Las frases se enredaban en su lengua, llenas de
términos que apenas comprendía. Su esposa lo observaba con una mezcla de
expectativa e inquietud, lista para intervenir si algo escapaba a su
entendimiento. Entonces, un olor áspero y desagradable llegó hasta ellos,
rompiendo la concentración del momento.
—¿Hueles
eso? —preguntó Bianca, frunciendo el ceño.
Rolando
levantó la vista del papel y aspiró. La fragancia era inconfundible, un hedor
pesado que parecía emanar del mismo suelo. Miraron a su alrededor, pero la
fuente permanecía oculta entre la sombra de los arcos y el susurro lejano del
parque Cabal.
Con
cierto apremio, cruzaron el umbral y comenzaron a subir las gradas de baldosas
relucientes. El metal de la barandilla se sentía frío bajo sus manos sudorosas.
Cuando alcanzaron la puerta de hierro forjado en el segundo piso, Emiro empujó,
pero esta no se movió ni un centímetro.
—Tienen
un timbre —dijo su esposa, apuntando al botón empotrado en la pared.
Ella
se ofreció a pulsarlo. Mientras esperaban, el olor se volvió más penetrante,
como si los estuviera persiguiendo. Tras unos segundos, un hombre de aspecto
desaliñado salió de una oficina cercana. Su rostro estaba colorado, la corbata
torcida y casi toda la camisa por fuera del pantalón.
—¿Qué
necesitan? —preguntó con voz ronca, mientras intentaba ajustarse las mangas.
Los
esposos se miraron antes de responder. Emiro fue el primero en saludar con un «buenas
tardes» que sonó inseguro. Sin prestar demasiada atención, el hombre les hizo
señas para que pasaran, dejando entreabierta la pesada puerta. Caminaron hacia
donde el desconocido les señaló. Era la oficina demarcada con el número tres. A
través de los cristales vieron a una joven. Adentro, la asistente del abogado
Espinal los recibió con una sonrisa forzada.
La
oficina estaba harta de papeles y códigos legales apilados en los escritorios.
Espinal, sentado tras un escritorio de caoba, ni siquiera se molestó en
levantarse. Con un saludo rápido y sin levantar la mirada, hizo un gesto para
que se sentaran. Emiro entregó el sobre con los documentos mientras su esposa
permaneció en silencio, observando los movimientos y las indicaciones un tanto
presurosas, pero claras de la asistente. El ambiente se tensó cuando el
nauseabundo olor alcanzó el interior.
—¿Qué
es eso? —preguntó Bianca, tapándose la nariz con un pañuelo desechable.
La
asistente intentó responder, pero solo pudo toser. Con un gesto rápido, cerró
la puerta tras ellos, pero no antes de que alcanzaran a escucharla murmurar:
«Esos locos…».
Minutos
después, Rolando y su esposa intercambiaron una mirada de inquietud mientras
bajaban las escaleras. Al llegar al penúltimo escalón, se detuvieron en seco.
Un hombre estaba sentado allí, inmóvil como una estatua. Sus brazos cruzados y
su mirada perdida daban la sensación de que no pertenecía a ese lugar, ni a
ningún otro.
Pero
algo hizo que Emiro se detuviera. Tal vez fue la sensación de que aquel hombre
no era solo una figura marginal. Giró levemente la cabeza y lo vio alzar la
mirada. Entonces, en medio del calor asfixiante y el aire pesado, Emiro creyó
verlo levitar, envuelto en un aura densa y ardiente. Era como si el hombre
flotara entre lo tangible y lo irreal, indiferente a las leyes del mundo. Su
ropa era una amalgama de suciedad y harapos, y su cabello enmarañado parecía
tener vida propia. El hedor que los había perseguido emanaba de él, tan denso
que casi podía tocarse. Emiro se tensó, mientras su esposa desviaba la mirada,
apretando con fuerza el asa de su bolso.
Sin
decir una palabra, los esposos pasaron junto a él con rapidez, evitando
cualquier contacto visual prolongado. Pero antes de salir a la calle, Emiro
echó un último vistazo. El hombre seguía allí, su postura firme como si formara
parte de los peldaños mismos. La estatua del general Cabal, visible desde la
puerta principal, reflejaba la luz del sol, pero sus botas eran las únicas que
brillaban, libres de la mugre que cubría todo lo demás.
Era
un contraste brutal, una imagen que quedó grabada en la mente de Rolando
mientras se alejaban. No era solo el olor lo que había impregnado su memoria,
sino la indiferencia en los ojos de aquel hombre, una indiferencia tan
penetrante como el hedor que había dominado toda la escena.
Una inmersión en un escenario decrépito que nos abduce. Esa estatua con botas brillantes queda ahí, aunque los esposos se hayan ido.
ResponderBorrarMuy bueno. Un abrazo fuerte, amigo
El hombre del último peldaño más q un pobre harapiento, parece un faquir o un santón hindú...deja ganas de saber más este estupendo texto tuyo, mil gracias y un abrazo fuerte Guillermo!
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