En definitiva, en la plenitud de lo que ahora llaman «adulto mayor», he tenido la tentación de volver a la niñez, al comienzo de casi todo.
La casa se conservaba igual, lo diferente era la puerta. Ya no era de nogal rojo, ni una insignificancia de barniz tenía. En el reseco patio, los árboles eran los mismos: el mango, el achiote, el brevo, el limonar... Pero la gente —todos los habitantes del pasado— ya no estaban: fallecidos, desaparecidos, asentados en otra parte.
En fotografías caracterizadas por la ausencia de colorido, niños en grupo, con ropas humildes sin estar mal vestidos, hombres y mujeres arrugados. El sol era el mismo, el solar posterior enmontado, las plantas medicinales abatidas por la larga sequía. Un presente lleno de extraños.
En cierta forma todo correspondía, tal y como lo recordaba: la casa, la calle, el incipiente pueblo donde se legitimó el silencio, la distancia, el tiempo y las desconcertantes tradiciones amarradas por el bejuco de la imaginación y el ensueño.
Recuerdo mi infancia con la simpleza
que da el olvido; evoco aquella inocencia como un largo deseo de estar en otra
parte. Ésa era la casa; aquella debió ser la infancia de la que hablaba para no ser un viejo hoy.
Un texto donde la infancia no está tan asociada a la felicidad como suele ser costumbre, pero esa casa de antaño permanece en la memoria. De ahí venimos.
ResponderBorrarUn abrazo
Alguien lo dijo, no recuerdo quién: "Nadie salta por encima del origen." Un abrazo primigenio para ti.
ResponderBorrarNo se puede volver al pasado. Nunca lo encontramos igual.
ResponderBorrarUn abrazo
O como canta Rubén Blades: Si el pasado no perdona, hoy cúrate llorando. Un abrazo.
ResponderBorrar