El sol africano era un martillo sobre la cabeza del
Cónsul Marco Aurelio, pero su
mirada fija en el horizonte no flaqueaba. A su lado, Valerio, un tribuno con una cicatriz que le partía la mejilla,
soltó una carcajada tan seca como el desierto que los rodeaba.
—Cónsul, —espetó Valerio, con un desprecio que
apenas disimulaba—, pretendes llevar agua a Cartago desde Zaghouan. ¡Sesenta
kilómetros en este infierno! Estás loco. El desierto devorará tus sueños antes
de que tus ingenieros levanten el primer arco".
Marco Aurelio, impasible, esbozó una leve sonrisa.
—Valerio, tu escepticismo es tan árido como estas
tierras. Otros han evitado este desafío por miedo a lo imposible; nosotros
elegimos la grandeza. Esta obra no solo saciará la sed de una ciudad, será el
mismísimo aliento del Imperio.
Valerio volvió a reír, esta vez con una burla más
cruel.
—¿El aliento de un fantasma? ¡Por Júpiter! ¿Crees
que un simple canal de piedra superará las dunas implacables, las bestias
salvajes, las tribus hostiles? Es una locura tan monumental que hasta los
dioses se reirán de tu ambición. Apuesto mi legado a que tu 'obra maestra' será
un montículo de escombros en menos de una década.
—Y yo apuesto mi honor a que el agua fluirá,
Valerio. No por la fuerza bruta, sino por la inteligencia de nuestros
arquitectos, por la precisión de cada inclinación, —replicó Marco Aurelio,
señalando un mapa rudimentario sobre una mesa—. El agua viajará con una
elegancia que tú, en tu miopía, jamás comprenderás. A través de arcos
majestuosos, túneles que la tierra abrazará, canales ocultos que desafiarán al
desierto. Será el acueducto más largo del Imperio, y no solo para beber, sino
para alimentar las Termas de Antonino, un símbolo de nuestro poder y
refinamiento.
La construcción comenzó. Valerio observaba,
esperando el fracaso. Obreros y esclavos se esforzaban, piedra a piedra.
Pasaron años. El acueducto se extendió, una serpiente de piedra que cruzaba
valles y colinas. Valerio seguía escéptico, esperando la ruina.
Finalmente, el día llegó. La primera gota de agua
del manantial de Zaghouan alcanzó Cartago. Una ovación atronadora resonó por
toda la ciudad. Marco Aurelio, erguido y orgulloso, observó cómo el agua
llenaba las inmensas piscinas de las Termas de Antonino. Se volvió hacia un
Valerio mudo y descompuesto.
—Parece que el agua no se ha convertido en un
fantasma, Valerio, —dijo el Cónsul, con un atisbo de triunfo en su voz—. ¿Y tu
legado?
Valerio intentó replicar, pero se detuvo. Su mirada
no estaba en el agua cristalina que fluía, sino en algo más. La cicatriz en su
mejilla parecía palpitar.
—Has ganado, Cónsul, —admitió con voz áspera—. Pero…
dime, ¿cuál es el plan para cuando el desierto comience a reclamar lo suyo? ¿Cuando
la salinidad del suelo se filtre en tus gloriosos canales?
Marco Aurelio se encogió de hombros, con un brillo
en los ojos.
—Es la naturaleza, Valerio. Siempre encuentra la
forma. Y eso es lo que hace a esta obra verdaderamente grande: su imperfección.
A lo largo de los siglos, guerras y terremotos la dañarán. Y, sin embargo,
partes del acueducto seguirán en pie. Recordándonos que la grandeza de un
imperio no se mide solo en batallas, sino en lo que construye para vivir mejor.
El agua no es solo agua, Valerio. Es una lección. Una lección que tus bisnietos
seguirán aprendiendo, incluso cuando nosotros seamos polvo.
Valerio frunció el ceño, molesto.
—¿Y qué hay de mi apuesta? ¿Mi legado? ¿Acaso crees
que este montón de piedras durará por la eternidad?
Marco Aurelio sonrió con una sabiduría que Valerio
no podía comprender.
—Tu legado, Valerio, no se perderá. Porque el
acueducto, con el tiempo, se convertirá en un símbolo. Y curiosamente, en los
siglos venideros, la gente lo recordará no solo por la visión del Cónsul que lo
construyó, sino también por el famoso tribuno que, con su escepticismo, impulsó
la tenacidad de su creador. Tu sombra, Valerio, será una parte inseparable de
esta leyenda.
Muchos siglos después, una joven arqueóloga, con
las manos manchadas de tierra milenaria, desenterró un fragmento de una
tablilla de arcilla en las ruinas de lo que alguna vez fue Cartago. La
tablilla, corroída por el tiempo, revelaba un antiguo escrito: «El agua fluye
hoy gracias a la visión de Marco Aurelio... pero el diseño final, la verdadera solidez de su asombrosa permanencia
contra la salinidad y los elementos, fue susurrada por un arquitecto
cartaginés, prisionero de guerra, que encontró en Valerio un extraño confidente
y mecenas. Él, con su 'escepticismo', garantizó que cada debilidad potencial
fuera abordada, asegurando no el fracaso, sino la perfección oculta».
La arqueóloga levantó la vista hacia los imponentes
arcos del acueducto, que aún se alzaban desafiantes. La leyenda solo hablaba
del cónsul y del tribuno. Pero la verdad, la que realmente había asegurado que
el agua fluyera por milenios, había sido un secreto compartido entre el vencido
y el presunto antagonista, una alianza forjada en la sombra del desprecio.