viernes, 17 de enero de 2025

Amores enredados

 


Los dedos de Teseo sostenían el ovillo de hilo dorado mientras avanzaba en el laberinto. El brillo del hilo se reflejaba en sus ojos resueltos, mi corazón latía como un tambor frenético. Desde las sombras, observaba con una mezcla de esperanza y temor.

La primera vez que vi al Minotauro me aterrorizó; esa criatura grotesca, mitad hombre, mitad toro, con ojos hambrientos y llenos de odio. Sentía un miedo profundo, pero también una compasión inexplicable. Mi mente se debatía: ¿el verdadero monstruo era mi hermano o mi padre, el artífice de su sufrimiento?

Cada paso de Teseo dentro del laberinto me mantenía al borde del abismo emocional. El hilo desenrollándose no solo era su guía, sino también la cuerda que mantenía atada mi frágil esperanza. "¿Nos veremos de nuevo? ¿Me llevará lejos de Creta?" La posibilidad de un futuro juntos iluminaba mi corazón, pero la sombra de la realidad me aterrorizaba.

La figura dominante de mi padre, su control implacable, me hacía temblar. ¿Qué esperanza había realmente? Incluso si Teseo vencía al Minotauro, escapar de las garras de mi padre parecía una quimera. Desde mi escondite, escuchaba los latidos de mi corazón mezclarse con el eco del laberinto. La duda se filtraba como veneno: ¿había condenado a Teseo a una suerte peor que la de mi hermano?

A medida que el hilo se acortaba, sentía cómo la desesperación ahogaba mis últimos vestigios de esperanza. Teseo se alejaba más hacia el corazón del laberinto, y con cada paso suyo, mis emociones se intensificaban en una danza angustiante.

De repente, el eco de sus pasos cesó. Un silencio inquietante llenó el aire. Sentí un temblor en el suelo y vi cómo el hilo dorado se tensaba y luego se desvanecía ante mis ojos. El laberinto comenzó a cambiar, los muros se transformaron en espejos, reflejando no solo mi imagen, sino la de Teseo atrapado en ellos. Su rostro, lleno de determinación, se fue desvaneciendo lentamente, convirtiéndose en el del Minotauro. Comprendí horrorizada que el verdadero destino de Teseo había sido sellado: el laberinto no era solo un lugar físico, sino una trampa eterna para el alma del héroe. El hilo, ahora sin vida, yacía a mis pies. Mi corazón se rompió al entender que jamás volvería a ver a Teseo. El laberinto había reclamado otra víctima, perpetuando el ciclo de temor y sacrificio.

viernes, 10 de enero de 2025

El cerezo de las memorias

 



La campanilla de la puerta del jardín tintineó. Las hojas del cerezo se agitaron sin viento. Hojas de papel bailaban entre las ramas, algunas amarillentas, otras tan blancas que brillaban bajo el sol de la tarde. Una se desprendió, flotando como una pluma hasta los pies de un hombre que se detuvo en el umbral.

El hombre —Hiroshi, según la placa en su maletín gastado— se agachó para recogerla. Sus dedos apenas rozaron el papel cuando las imágenes lo golpearon: risas de niños, el aroma de pasteles recién horneados, una mujer cantando mientras amasaba. La hoja se le escapó de las manos temblorosas.

—No todos están listos para tocar los recuerdos ajenos —dijo una voz suave, como hojas secas crujiendo.

Hiroshi se giró. Una anciana estaba arrodillada junto al cerezo, un mortero de piedra entre sus manos. El olor a tinta fresca flotaba en el aire.

—Yo... lo siento, no quería...

La anciana continuó moliendo la tinta, sus movimientos precisos, rítmicos. El polvo negro brillaba al convertirse en pasta.

—Siéntate —señaló con la barbilla un cojín gastado junto a ella.

Hiroshi se acercó, tropezando con sus propios pies. Más hojas de papel se mecían sobre su cabeza, susurrando secretos.

La anciana le tendió el mortero. Sus manos, marcadas por décadas de caligrafía, rozaron las de él.

—¿Qué debo...?

—Silencio —sus ojos oscuros se clavaron en los de él—. Escucha.

El roce de la piedra contra el mortero. El susurro de las hojas del cerezo. El latido de su propio corazón. Y algo más... una melodía apenas perceptible, como si el aire mismo cantara.

La tinta en el mortero pulsó, una vez, dos veces, al ritmo de esa música invisible.

—¿Lo sientes? —preguntó la anciana.

Hiroshi asintió, incapaz de hablar. La tinta seguía brillando, como estrellas líquidas entre sus manos.

La anciana sacó un papel del pliegue de su kimono. No era un papel común; la superficie ondulaba como agua bajo la luz.

—Escribe —le tendió un pincel.

—¿Qué debo escribir?

—Lo que necesite ser recordado.

Hiroshi cerró los ojos. Su mano se movió sola. El pincel danzó sobre el papel, dejando trazos que brillaban antes de secarse. Cuando abrió los ojos, vio su infancia plasmada en caracteres que parecían respirar.

La anciana tomó el papel con reverencia, se levantó con la gracia de quien ha realizado el mismo movimiento durante décadas, y lo ató a una rama baja del cerezo.

El papel se meció, encontrando su lugar entre los otros recuerdos.

—Mi nombre es Aiko —dijo finalmente la anciana—. Y tú acabas de escribir tu primera memoria verdadera.

Las ramas del cerezo se inclinaron hacia ellos, como si el árbol asintiera.

Desde ese día, Hiroshi regresó cada tarde. Aprendió a moler la tinta bajo la luna llena, a sentir cuándo un papel estaba listo para recibir una memoria, a escuchar los susurros del cerezo.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Raíces bajo el laurel

 


El aroma del laurel lo envolvía cada vez que abría el armario. Era un olor terroso, tranquilizador, que asociaba con las historias de su abuela sobre cómo las hojas protegían de lo indeseable. Martín había convertido ese espacio en su santuario secreto. Entre camisas bien dobladas y pantalones apilados, escondía su mayor esperanza: los billetes que, con sacrificio y constancia, había ahorrado durante años. Su sueño de tener una casa propia había echado raíces allí, entre algodón y hojas verdes.

Desde pequeño, Martín había escuchado las historias de su abuela Soledad sobre el laurel. «Las hojas no solo protegen, hijo, también traen victoria», le decía mientras frotaba una hoja entre los dedos, liberando su fragancia. A menudo se sentaban juntos en el patio trasero, donde crecía un árbol de laurel que ella cuidaba como a un miembro más de la familia. Allí, bajo su sombra, le contaba leyendas: reyes que coronaban a los campeones con coronas de laurel, guerreros que volvían a casa con hojas en sus estandartes. Para Martín, esas historias eran más que cuentos; eran lecciones sobre la perseverancia y la recompensa.

Era una tarde tibia cuando decidió contar su fortuna. El sol de enero entraba a raudales por la ventana y dibujaba sombras en el suelo del cuarto. Martín se arrodilló frente al armario, con una libreta en la que iba a registrar cada rollito de billetes. Abrió la primera gaveta y, como siempre, el perfume a laurel lo recibió. Apartó las camisas con cuidado, como quien desentierra un tesoro, y palpó el atado que había dejado en las mangas de los pantalones enrollados que poco se colocaba. Pero algo no estaba bien.

La textura no era la que recordaba. Frunciendo el ceño, sacó un manojo de hojas secas, quebradizas, que se desmenuzaban al menor roce. «Esto no puede ser», se dijo, y metió la mano más adentro, buscando con afán los billetes. Solo encontró más hojas. Revisó el resto de las estanterías, vació el contenido del armario, una prenda tras otra. En todas partes lo mismo: montones de hojas de laurel, tantas que se acumulaban a su alrededor como un colchón crujiente.

Sentado en el suelo, con los brazos caídos a los costados, Martín miraba incrédulo el montón de hojas. Eran las mismas que había puesto con sus manos para proteger su ropa y el dinero que guardaba, pero ahora eran todo lo que quedaba. Cerró los ojos, intentando recordar si había cometido algún error, si alguien había podido entrar sin que él lo notara. Pero no había ni el más mínimo indicio para el robo ni para el inapreciable descuido. Era como si el tiempo hubiera transformado su esfuerzo en polvo verde.

Martín siempre había tenido un convencimiento inquebrantable: la casa grande que soñaba no era una posibilidad; era un hecho. La veía en su mente, con sus amplias habitaciones y un patio con plantas ornamentales. No importaba cuánto tardara en llegar, porque estaba decretado que así sería. Ese pensamiento había sido su motor durante años, y en ese momento, rodeado de hojas de laurel, intentaba aferrarse a él como a un salvavidas.

Cerró los ojos e intentó aferrarse al sueño con mayor fuerza. En su mente, caminaba por los pasillos amplios de aquella casa. Podía escuchar las risas de sus hijos, ahora adultos, compartiendo la mesa en el comedor espacioso. Las paredes, pintadas de colores cálidos, sostenían cuadros que algún día elegiría junto a su esposa. A través de una ventana enorme, veía el patio amplio que siempre había imaginado: con una huerta vertical, lleno de árboles frutales, donde el aroma de los limoneros se mezclaba con el canto de los pájaros. Allí, bajo la sombra de un framboyan, podía sentarse a leer mientras escucha su música preferida.

Era tan vívido que casi podía tocarlo. El sonido de la madera bajo sus pies, el crujir de las hojas secas en el patio, el calor del hogar que tanto anhelaba. Martín había decretado esa casa no solo como un lugar, sino como el símbolo de su esfuerzo, de todo lo que había querido construir para los suyos.

—Martín, ¿qué haces? —preguntó su esposa Inés desde la puerta.

Al verla, Martín sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle? Con las manos temblorosas, tomó un puñado de hojas y las dejó caer entre sus dedos como arena. Ella se acercó despacio, observando la escena, y se sentó junto a él sin decir nada.

—Todo se fue —susurró él al fin—. Todo lo que guardé, todo lo que ahorré.

Ella cogió una hoja y la frotó entre sus dedos, liberando el aroma. Luego lo miró con una sonrisa suave.

—No todo, Martín. Míranos. Estamos aquí, juntos. Los chicos están bien, ¿no es eso lo que siempre quisiste?

Martín clavó la mirada en sus manos vacías. Recordó las noches que pasó trabajando de forma incansable, los momentos en que renunció a pequeños caprichos para guardar cada billete. Su sueño había sido grande, pero también lo había sido el esfuerzo. Y ahora, rodeado de hojas de laurel, no podía evitar sentir que había fracasado. Sin embargo, al mirar el rostro de su esposa, comprendía algo distinto: el dinero había ido y venido, pero lo que había construido no se había desvanecido con el tiempo.

—Tal vez... —murmuró, dejando que una sonrisa triste se dibujara en su rostro—. Tal vez solo estaba protegiendo lo que realmente importa.

Ella tomó una hoja, la colocó sobre su palma y le dijo:

—El laurel es para los que vencen, ¿te acuerdas? Es lo que tú nos cuentas que decía tu abuela. Y tú has vencido, Martín, aunque no lo veas ahora.

Las palabras resonaron en su mente mientras el perfume del laurel se volvía más intenso. Martín respiró hondo. Tal vez, pensó, había estado buscando su tesoro en el lugar equivocado. Miró el armario vacío y las hojas esparcidas por el suelo, permitiéndose por primera vez creer que no todo estaba perdido. Que el sueño de su casa grande seguía vivo, no en los billetes que ya no estaban, sino en los cimientos que había construido con su esfuerzo y amor por los suyos.

sábado, 21 de diciembre de 2024

Solo una partida

 


El pueblo La Comba, era un lugar donde los juegos de azar no solo entretenían, también dictaban el ritmo de la vida. Algunos lo consideraban un pasatiempo inofensivo; para otros, como Manuel, conocido como «Mi amol», en alusión a la forma de hablar de quien ahora era su mujer, era una grieta que amenazaba con consumirlo todo.

Desde joven, Manuel había sentido una atracción incontrolable hacia ellos, confiaba más en sus habilidades que en la misma suerte. La veía como una capacidad heredada, casi un legado de sus padres, habituados a los juegos de la vida. Para Manuel, aquello era más que un juego; era una conexión con el recuerdo de sus padres, una manera de continuar algo que nunca había comprendido del todo en ellos.

Podrá decirse que todo comenzó como algo circunstancial por su empleo como pagador de comisiones y premios en función de las apuestas permanentes, pero pronto se convirtió en una obsesión. Manuel tenía el peculiar hábito de llenar cuadernos con los resultados de cada sorteo. Cada número que anotaba le daba una sensación de control, una esperanza de descifrar el sistema que lo haría ganar. «La suerte es un código que debo entender», solía decir. Ese fue su desafío personal. Con cada digito que anotaba en su cuaderno, creía estar más cerca de desentrañar un sistema que lo haría ganar. Sin embargo, con el tiempo, los números que anotaba ya no representaban promesas; se convirtieron en un refugio. Cada página llena de cálculos era una excusa para no enfrentar su frustración, el peso de sus propias decisiones y las expectativas incumplidas que cargaba desde joven.

Clarividencia, su esposa, fue la primera en notar los cambios. Al principio, atribuyó las largas jornadas y las llegadas tardías a la presión laboral. Pero las excusas de «Mi amol» comenzaron a volverse más dispersas y menos creíbles. En sus ojos ya no veía al hombre cariñoso y entusiasta con el que se había casado, sino a alguien atrapado en una burbuja distante, incluso, cuando estaba presente.

Una tarde, mientras limpiaba la habitación, Clarividencia encontró varios cuadernos bajo el colchón de paja. Todos estaban repletos de números y cálculos, intercalados con frases que le revelaron una dimensión del dolor de su esposo que nunca había sospechado: «Esta vez lo lograré», «Recuperaré todo», «Solo necesito entender». Ese día comprendió que el problema no era el azar, sino el vacío que Manuel intentaba llenar. Clarividencia se armó de valor para enfrentarlo. Le temblaban las manos al colocar aquellos cuadernos frente a él.

—Manuel, no puedo más con esto —dijo, intentando mantener firmeza en su voz—. Estás atrapado y no lo ves.

Él desvió la mirada hacia los cuadernos. Permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras de Clarividencia perforaban lo que había construido a su alrededor.

—Esto no es solo un juego para ti. Es una carga que está acabando contigo, con nosotros. ¿Qué sientes cada vez que agotas nuestro presupuesto y llenas de resultados de las loterías las hojas de estos cuadernos? —preguntó ella, tratando de entender.

Tras unos segundos de silencio, Manuel respondió con un susurro apenas audible:

—Siento que puedo entender la suerte. Que, si logro descifrarla, podremos ganarle… Pero, hasta ahora, no me funciona.

Lo que siguió fue una confesión que Clarividencia no esperaba. Por primera vez, Manuel habló de su infancia, de la relación distante con sus padres apostadores y de cómo las hojas llenas de números se habían convertido en un legado suyo. «Es como si estuviera programado para esto», murmuró, con una mezcla de resignación y angustia.

Aunque al principio Manuel se resistió, terminó aceptando su problema. Dejar los cuadernos fue lo más difícil. Durante meses, luchó contra la necesidad de anotar resultados. Cada día sin escribir sentía que perdía algo de sí mismo, como si abandonara el único vínculo que tenía con sus progenitores. Clarividencia lo apoyó en silencio, observando cómo su esposo peleaba contra un enemigo invisible.

Años después, Manuel caminaba al atardecer por La Plazuela.  El lugar había cambiado poco: los mismos murmullos, las mismas risas, el pregón callejero golpeando sus sentidos. En su bolsillo llevaba un pequeño cuaderno, pero esta vez no contenía números, sino citas y frases célebres que le daban fuerza en su nueva vida porque «Lo que el mal emprende con mal se refuerza», repetía para sí esa máxima de Shakespeare con frecuencia: 

—Ocho-dos-cuatro... Claro, ¿cómo no lo vi antes? —dijo un hombre con un brillo febril en los ojos.

Manuel sintió un escalofrío. Había escuchado esas mismas palabras en su propia voz tantas veces que parecían un eco de su mente. Sus dedos buscaron el cuaderno en el bolsillo, sintiendo su contorno familiar, como si le diera seguridad.

El hombre alzó la vista y lo reconoció al instante.

—Pero, si eres tú, ¡Mi amol! ¿Vamos a jugar?

Manuel sonrió al reconocer a «Bulto de sal». Su gesto tenía un toque de tristeza, pero también de aceptación. Asintió y se sentaron frente a frente.

—Solo una partida —dijo, como si con esas palabras intentara marcar un límite invisible.

El hombre lo observó con atención, como si evaluara algo en su expresión.

—Siempre es «Solo una partida» —respondió, con voz que delataba destreza y años de práctica.

Mientras colocaba las cartas sobre la mesa, los ecos de su antigua vida lo envolvieron. En su mente, la voz de Clarividencia resonaba, suave pero firme, recordándole cuánto había avanzado. Y aunque el azar seguía siendo un misterio, Manuel supo, con una certeza inquietante, que había vuelto a apostar. Su historia no había terminado, y quizá nunca lo haría.

 

sábado, 14 de diciembre de 2024

La ciencia que destruyó supersticiones (los fantasmas)



Los fantasmas desaparecieron cuando la ciencia desterró el misterio, pero regresaron con un rostro nuevo: artefactos que caen del cielo y sombras invisibles que detonan en el subsuelo. En un rincón del mundo, un hombre sin rostro trazaba algoritmos; en otro, un agitador, aún vivo, era ya un blanco exacto.

Nada de venenos toscos ni revividos autómatas de guerra. La muerte, elegante y quirúrgica, viajó en un rayo sin eco. Mientras el humo se disipaba, una máquina reía, imperceptible, al perfeccionar su próximo cálculo.