Elkin
se acercó a la joven viuda mientras ella permanecía sentada mirando al vacío.
Su mirada, aunque triste, no dejaba de destilar una fuerza contenida, una
mezcla de furia y resignación. A su lado, las cenizas de su marido descansaban
en una urna modesta, con la tapa ligeramente entreabierta, casi como si el
difunto quisiera seguir observando la vida.
—¿Le
gustaría aceptarme un café? —preguntó el hombre, con voz suave, pero firme.
Magreb
lo miró, sorprendida por la pregunta, y luego, al notar su tono, una chispa de
indignación brilló en sus ojos.
—¿Café?
—repitió, con una sonrisa que más bien parecía una mueca—. ¿A usted le parece
el momento adecuado para invitarme a tomar un café? Mi marido acaba de ser incinerado,
y lo único que se le ocurre es hacerme una invitación a un café. ¿No le parece
un poco… fuera de lugar?
Elkin,
un tanto desconcertado, dio un paso atrás. Era un hombre de buena apariencia,
con un traje a medida y una corbata que no hacía justicia al momento tan
incómodo en el que se encontraba.
—Perdón,
señora, no era mi intención ofenderla —dijo, levantando las manos en señal de
disculpa—. Pero mi invitación es solo para usted, no para su difunto esposo.
La
joven viuda lo miró fijamente, como si no pudiera decidir si debía reír o
abofetearlo.
—¡Ah!
¡Ya veo! —exclamó, sin contener la ironía en su voz—. Entonces, ¿usted cree que
en medio de mi dolor y mi llanto debo dejar las cenizas de mi difunto esposo
aquí y tomarme un café con un extraño? ¿Es eso lo que me está sugiriendo? ¿De
verdad no ve lo inapropiado de la situación?
El
hombre tragó saliva, incómodo, pero no dio su brazo a torcer.
—No,
no, claro que no —respondió rápidamente, sin querer meterse en más problemas—.
Solo quiero decir que su marido, bueno, él no podría aceptar la invitación,
¿verdad? Pero usted sí. Quiero que sepa que lo mío es simplemente un gesto de
cortesía. Algo ligero para… alivianar el ánimo, si me comprende.
La
viuda lo miró en silencio durante unos segundos. Luego, con calma, recogió sus
cosas, hizo la caja hacia un lado y se levantó. El hombre dio un paso hacia
ella, dispuesto a disculparse nuevamente, pero ella no le dio la oportunidad.
—Bien
—dijo ella, ya caminando hacia la cafetería del parque—. Le concederé el
beneficio de la duda. Pero espero que no me vuelva a invitar a su «café» y me
recuerde que «su difunto esposo» no tiene derecho a acompañarnos.
Elkin,
ya sin palabras, la siguió. De algún modo, no podía dejar de pensar que, al
menos por una vez, la joven viuda lo había hecho sentir como si el único muerto
allí fuera él.