La joven
mujer llegó, sus pasos inciertos resonando en los pasillos asépticos de la
clínica, como si cada baldosín frío pudiera delatar la confusión que
sentía. En sus manos, las arrugadas órdenes médicas pesaban más que el papel
mismo, eran un misterio que no lograba descifrar del todo. Buscaba dónde
presentarlas, y cada letrero en aquella laberíntica institución solo aumentaba
su desorientación. Caminó indecisa hacia un mostrador. "Urología". La
palabra se grabó a fuego en su mente, extraña, ajena a su propia realidad. Se
detuvo abruptamente, un escalofrío recorriendo su espalda, y giró sobre sí
misma. Una señal vaga a la figura de Fernando, indicando que era allí. Un suspiro casi inaudible
escapó de sus labios. Empezó a caminar de nuevo, sus pies se arrastraban, pesados
como si llevaran siglos de cansancio acumulado.
Un joven
alto, de piel ébano y con esas gafas de intelectual que prometían un mundo de
lógica y certezas, se acercó a ella. Ella extendió los documentos sin apenas
mirarlo, su mente ya en otra parte, casi deseando que todo aquello terminara.
—¿Por qué te
devuelves? Es aquí donde debo confirmar la cita —aseguró Fernando, su voz sonó a un
eco distante.
Ella solo
pudo alzar los hombros, fue un gesto vacío de resignación. Se dejó caer en el
asiento, una pieza fría y anónima en aquella sala impersonal, y lo dejó a él,
como siempre, que se encargara de todo. Era más fácil así, no tener que
pensar, no tener que decidir.
Después, Fernando se sentó junto a ella. El destello de su celular, un portal brillante a
otro universo, capturó su atención. Ella se inclinó hacia él, buscando un
consuelo tácito, un anclaje en esa realidad que se le escapaba. El beso fue
suave, casi un ruego silencioso. Sus dedos se enredaron en el cabello
ensortijado de Fernando, peinándolo con ternura, un gesto familiar, casi
automático. Ambos se sumergieron en sus pantallas, ajenos al murmullo de la
sala de espera, a las vidas que transitaban a su alrededor. Ella, mientras sus
ojos vagaban por la suya, le acariciaba la nuca, un vaivén hipnótico, sus
labios moviéndose en un soliloquio ininteligible, murmurando fragmentos de
sueños y esperanzas que él no escuchaba. Él, absorto en su propio mundo
digital, permanecía impasible ante aquellas caricias y susurros que eran
para ella un último intento de conexión.
Un silencio
pesado se cernió entre ellos, roto solo por el tecleo de los pulgares. La mujer
se callaba por momentos, sus ojos aún más clavados en el móvil, la boca se
abría inconscientemente, dejando escapar un hilo viscoso, un reflejo de la
vacuidad que sentía. De repente, un video apareció ante sus ojos y, por un
instante fugaz, una sonrisa compartida iluminó sus rostros. Un espejismo de
complicidad en medio del abismo.
La voz de la
recepcionista rompió el encanto. “¡Fernando García!”, anunció, con una autoridad que resonó en el
silencio. Él se levantó, firmó unos documentos y regresó a sentarse con su
semblante inalterado, como si nada hubiera pasado, como si nada cambiara.
Ella continuaba en su trance digital, la boca siempre abierta, a punto de dejar
caer la espesa hebra de saliva. Los ojos de los presentes se posaron sobre su
apariencia desaliñada: la cara lavada, el largo cabello apenas sostenido por
una moña, un vestido rosa arrugado, una zapatilla rota y ni un ápice de
maquillaje. Él, en cambio, impecable de ropas, la barba recién afeitada, el
contraste de sus mundos era evidente para todos.
La joven volvió
a besarlo, un nuevo susurro al oído, una súplica silente que solo ella podía
escuchar. Él no respondió, su mirada perdida en la pantalla. Ella le hurgó la
cabeza, buscando una reacción, una chispa de reconocimiento, un eco de la
vida que una vez compartieron. Colocó su cabeza en el hombro del joven, su
boca de nuevo abierta, un bostezo silencioso dejó escapar. Un bostezo de
alma, más que de cansancio.
Otra vez el
llamado. “¡Fernando García!”, esta vez fue una enfermera. Ella lo miró, una
chispa de esperanza se encendió en sus ojos, minúscula pero persistente.
Esperaba escuchar una despedida, un "Hasta luego" de él, un simple
gesto que le asegurara que volvería. Pero solo encontró el silencio. Suspiró,
guardó el celular. La sala de espera se sintió como un vacío, tan inmenso
como el vacío que sentía en su propio interior. Los minutos pasaron,
lentos, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Ella pasó sus manos por el
cabello sin ningún indicio de haber pasado una peineta, sacó el celular, buscó
un nuevo reel, pero desistió de ello. Ya ni siquiera la distracción
digital podía aliviar el peso. Bostezó, cerró los ojos; fue entonces cuando
él, con una voz desprovista de emoción, dijo: "¡Vamos!".
Al escuchar
la voz de su marido, la mujer abrió los ojos con una claridad que no había
mostrado en toda la mañana, una lucidez cruel y repentina. Su boca se cerró
con un chasquido casi imperceptible, el hilo de saliva desaparecido. Se irguió
en la silla con una ligereza que desmentía su aparente cansancio. Su mirada cayó
en el asiento que él acababa de dejar. Allí, discretamente doblada, había una
hoja con el logo de la clínica. Ella la recogió, mientras él ya caminaba hacia
la salida, ajeno, con los hombros relajados, como quien se deshace de una
carga ligera. Desdobló el papel. No era su cita, ni un documento
cualquiera. Era una orden que decía:
"Alternativas para la Vasectomía: Tu Decisión, Tu Futuro". Una mueca
amarga torció los labios de la mujer, y sus ojos, por un instante, se
posaron en la impecable espalda de su marido. La mujer, inmóvil, observó
el papel, las palabras grabándose en su retina con la misma frialdad de la
tinta. La saliva que hasta hace poco había pendido de su labio inferior
ahora era una línea seca que se tensaba con la esquina de su boca. Los ojos,
antes perdidos en el vacío, se fijaron en la puerta por la que Fernando desaparecía. Un leve temblor recorrió sus manos, pero no soltó el documento.
No. Con una lentitud casi ceremonial, lo dobló y lo guardó en el bolsillo de su
vestido. El misterio de su pareja se reveló en el gesto apenas
perceptible de su disgusto. Se levantó y lo siguió, su paso ahora firme.
Afuera, el sol de la tarde le pareció tan indiferente como siempre. Después
de todo, las telenovelas y los reels de maternidad feliz siempre
ofrecían un mejor guion.
Las cosas que no se hablan directamente son las que más pesan.
ResponderBorrarSaludos,
J.
¿No será porque algunos se resisten a hablar? Saludos.
ResponderBorrar