Eran las once y media. La copa grácil, boca abierta al techo, era un pozo sin fondo que lo esperaba, como un espejo de su alma. En la botella, un vino barato que disfrazaba el fracaso adherido a la casa. Los sulfitos, una tregua efímera. Él sabía que el corcho, frágil, era su última esperanza.
Con un suspiro, vertió el líquido. Un rito vacío para llenar el tiempo infinito. La copa, insatisfecha, reflejaba su propia falta de propósito. Afuera, la calle silenciosa. Pero él solo veía oscuridad y ojos de pantera en lugar de estrellas. Se hundió en la silla. El solipsismo, un muro invisible. El silencio, un océano ruidoso que ahogaba el motor de su vida. Solo quedaba el vaso, el vino y el susurro de sus miedos.
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