La vieja silla de madera se mecía suavemente,
aunque no había viento ni mano que la empujara. Era un movimiento
imperceptible, un susurro en la quietud de la habitación, como si el aire mismo
recordara los tiempos en que alguien se sentaba en ella. Junto a la silla, una
planta de hojas grandes y oscuras se alzaba en su maceta, un testigo mudo de
las horas, los días, los años que se desdibujaban en ese espacio.
Pero no era solo la silla lo que se sentía
habitado. A veces, cuando la luz del atardecer se colaba por la ventana y
creaba sombras alargadas, una figura etérea parecía tomar asiento. Una mujer,
con una mirada enigmática y serena, se materializaba, translúcida como el humo,
casi imperceptible. Era el eco de Aurora, la fotógrafa, o quizás de alguna otra
alma que había dejado su huella en esas paredes.
No era una aparición de miedo, ni una presencia
fantasmal que buscara asustar. Era una reminiscencia, un recuerdo plasmado en
la atmósfera. Sus manos, apenas visibles, parecían reposar sobre los brazos de
la silla, y sus pies descalzos se insinuaban sobre la tabla pulida del suelo.
Parecía estar en paz, observando, simplemente existiendo en ese limbo entre lo
tangible y lo irreal.
La habitación, con sus paredes desnudas y la
simplicidad de sus objetos, era un lienzo para esa presencia. La planta,
silenciosa y constante, absorbía la luz y el misterio, y la silla se convertía
en el umbral entre dos mundos: el presente de la quietud y el pasado de una
vida que se había desvanecido, dejando solo una delicada impresión.
Nadie sabía con certeza quién era esa mujer o qué
la ataba a ese lugar. Algunos decían que era el espíritu de la creatividad,
otros que era el anhelo de volver a capturar un instante fugaz. Pero para
aquellos que percibían su presencia, era un recordatorio de que los lugares
guardan historias, y que a veces, las almas más serenas son las que dejan las
huellas más profundas, un eco silencioso que perdura en el tiempo. Y así, en el
vaivén casi imperceptible de la silla, la mujer translúcida continuaba su
vigilia, una obra de arte viviente que solo los ojos del alma podían
contemplar.
Esa presencia, que nunca desaparece, de quién ha dejado huella.
ResponderBorrarSaludos.
Así es, todo o casi todo, parece residir en nuestros recuerdos como anticipación a lo podría ocurrir de forma inverosímil. Gracias por su visita a mi blog.
ResponderBorrarLa cuestión, el problema, no es que ella esté allí, el problema, la cuestión, será cuando deje de estarlo...
ResponderBorrarSaludos,
J.
Guillermo. No sabemos mucho de Aurora, salvo que sirvió de musa para el narrador. La inspiración toma tantas formas como personas hay para percibirlas. Tenebroso y dulce y melancólico relato. Va un abrazo.
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