sábado, 8 de octubre de 2022

Cierto día amaneció llena de palabras

 



Cuando la bisabuela Adelina falleció, los parientes y los vecinos más allegados se dispusieron ayudar con los preparativos del sepelio. Los parientes que vinieron de Cauca durmieron esa noche en el aposento más grande y ventilado de la casa materna. Séfora, la hija mayor de la fallecida, quien había sido repudiada por la familia del hombre con quien se casó por estar loca, se encontraba también entre los visitantes. Como en aquel tiempo se consideraba de mal agüero dejar que se extinguiera el fuego que ardía en el fogón de leña, durante el velorio, la abuela Sabina y su hija menor permanecieron levantadas para estar pendientes del fuego y arrumar algunos trozos de leña para avivar el fogón. De repente, escucharon el sonido de unas pisadas sobre el piso adoquinado que da al patio. La abuela Sabina al mirar, se encontró con su mamá recién fallecida. La reconoció por su blusa de mangas cortas bombachas y por la falda larga que la centenaria morena casi siempre arrastraba gracias a su baja estatura. Ver a su mamá era como poner los ojos en una muñequita de barro llevando siempre sobre sus angostos hombros el inconfundible chal bordado en bolillo. Justo antes de que la señora Sabina pudiera soltar un ¡Ah!, de sorpresa, la anciana probó con una cuchara de madera el café recién colado y, luego, atizó en silencio el fogón. La muerta, al rozar algunos maderos con su chal, hizo que las astillas de leña se balancearon vacilantes de un lado al otro, como si alguien en persona las hubiera tocado. La abuela Sabina, que era una persona muy tranquila, siguió detrás de su mamá Adelina hasta cuando la difunta se detuvo en el umbral de la puerta del aposento donde estaban durmiendo todos sus parientes; fue entonces cuando se oyó la voz de Séfora, la desquiciada, clamando:

―¡Madre, venga acuéstese aquí mi lado! 

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