Cuando
la bisabuela Adelina falleció, los parientes y los vecinos más allegados se
dispusieron ayudar con los preparativos del sepelio. Los parientes que vinieron
de Cauca durmieron esa noche en el aposento más grande y ventilado de la
casa materna. Séfora, la hija mayor de la fallecida, quien había sido repudiada
por la familia del hombre con quien se casó por estar loca, se encontraba
también entre los visitantes. Como en aquel tiempo se consideraba de mal agüero
dejar que se extinguiera el fuego que ardía en el fogón de leña, durante el
velorio, la abuela Sabina y su hija menor permanecieron levantadas para estar
pendientes del fuego y arrumar algunos trozos de leña para avivar el fogón. De
repente, escucharon el sonido de unas pisadas sobre el piso adoquinado que da
al patio. La abuela Sabina al mirar, se encontró con su mamá recién fallecida.
La reconoció por su blusa de mangas cortas bombachas y por la falda larga que
la centenaria morena casi siempre arrastraba gracias a su baja estatura. Ver a
su mamá era como poner los ojos en una muñequita de barro llevando siempre
sobre sus angostos hombros el inconfundible chal bordado en bolillo. Justo
antes de que la señora Sabina pudiera soltar un ¡Ah!, de sorpresa, la anciana probó
con una cuchara de madera el café recién colado y, luego, atizó en silencio el
fogón. La muerta, al rozar algunos maderos con su chal, hizo que las astillas
de leña se balancearon vacilantes de un lado al otro, como si alguien en
persona las hubiera tocado. La abuela Sabina, que era una persona muy
tranquila, siguió detrás de su mamá Adelina hasta cuando la difunta se detuvo
en el umbral de la puerta del aposento donde estaban durmiendo todos sus
parientes; fue entonces cuando se oyó la voz de Séfora, la desquiciada, clamando:
―¡Madre,
venga acuéstese aquí mi lado!
No todas las locuras son iguales, ni lo son todos los locos.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Así es José, hay locos muy cuerdos. Saludos.
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