Buga se disolvía en grises y negros, espejo líquido de las luces lejanas. Bajo la tenue llovizna, las siluetas avanzaban, una tras otra, paraguas abiertos como hongos oscuros. Cada paso era un chapoteo amortiguado, un suspiro del asfalto mojado. Adán levantó la vista, buscando un rostro familiar en el reflejo distorsionado del charco. Solo encontró el suyo, desdibujado y efímero, como una promesa olvidada entre la niebla y la lluvia. Siguió caminando, un punto más en el vasto lienzo mojado.
sábado, 21 de junio de 2025
domingo, 15 de junio de 2025
La ironía del acueducto
El sol africano era un martillo sobre la cabeza del
Cónsul Marco Aurelio, pero su
mirada fija en el horizonte no flaqueaba. A su lado, Valerio, un tribuno con una cicatriz que le partía la mejilla,
soltó una carcajada tan seca como el desierto que los rodeaba.
—Cónsul, —espetó Valerio, con un desprecio que
apenas disimulaba—, pretendes llevar agua a Cartago desde Zaghouan. ¡Sesenta
kilómetros en este infierno! Estás loco. El desierto devorará tus sueños antes
de que tus ingenieros levanten el primer arco".
Marco Aurelio, impasible, esbozó una leve sonrisa.
—Valerio, tu escepticismo es tan árido como estas
tierras. Otros han evitado este desafío por miedo a lo imposible; nosotros
elegimos la grandeza. Esta obra no solo saciará la sed de una ciudad, será el
mismísimo aliento del Imperio.
Valerio volvió a reír, esta vez con una burla más
cruel.
—¿El aliento de un fantasma? ¡Por Júpiter! ¿Crees
que un simple canal de piedra superará las dunas implacables, las bestias
salvajes, las tribus hostiles? Es una locura tan monumental que hasta los
dioses se reirán de tu ambición. Apuesto mi legado a que tu 'obra maestra' será
un montículo de escombros en menos de una década.
—Y yo apuesto mi honor a que el agua fluirá,
Valerio. No por la fuerza bruta, sino por la inteligencia de nuestros
arquitectos, por la precisión de cada inclinación, —replicó Marco Aurelio,
señalando un mapa rudimentario sobre una mesa—. El agua viajará con una
elegancia que tú, en tu miopía, jamás comprenderás. A través de arcos
majestuosos, túneles que la tierra abrazará, canales ocultos que desafiarán al
desierto. Será el acueducto más largo del Imperio, y no solo para beber, sino
para alimentar las Termas de Antonino, un símbolo de nuestro poder y
refinamiento.
La construcción comenzó. Valerio observaba,
esperando el fracaso. Obreros y esclavos se esforzaban, piedra a piedra.
Pasaron años. El acueducto se extendió, una serpiente de piedra que cruzaba
valles y colinas. Valerio seguía escéptico, esperando la ruina.
Finalmente, el día llegó. La primera gota de agua
del manantial de Zaghouan alcanzó Cartago. Una ovación atronadora resonó por
toda la ciudad. Marco Aurelio, erguido y orgulloso, observó cómo el agua
llenaba las inmensas piscinas de las Termas de Antonino. Se volvió hacia un
Valerio mudo y descompuesto.
—Parece que el agua no se ha convertido en un
fantasma, Valerio, —dijo el Cónsul, con un atisbo de triunfo en su voz—. ¿Y tu
legado?
Valerio intentó replicar, pero se detuvo. Su mirada
no estaba en el agua cristalina que fluía, sino en algo más. La cicatriz en su
mejilla parecía palpitar.
—Has ganado, Cónsul, —admitió con voz áspera—. Pero…
dime, ¿cuál es el plan para cuando el desierto comience a reclamar lo suyo? ¿Cuando
la salinidad del suelo se filtre en tus gloriosos canales?
Marco Aurelio se encogió de hombros, con un brillo
en los ojos.
—Es la naturaleza, Valerio. Siempre encuentra la
forma. Y eso es lo que hace a esta obra verdaderamente grande: su imperfección.
A lo largo de los siglos, guerras y terremotos la dañarán. Y, sin embargo,
partes del acueducto seguirán en pie. Recordándonos que la grandeza de un
imperio no se mide solo en batallas, sino en lo que construye para vivir mejor.
El agua no es solo agua, Valerio. Es una lección. Una lección que tus bisnietos
seguirán aprendiendo, incluso cuando nosotros seamos polvo.
Valerio frunció el ceño, molesto.
—¿Y qué hay de mi apuesta? ¿Mi legado? ¿Acaso crees
que este montón de piedras durará por la eternidad?
Marco Aurelio sonrió con una sabiduría que Valerio
no podía comprender.
—Tu legado, Valerio, no se perderá. Porque el
acueducto, con el tiempo, se convertirá en un símbolo. Y curiosamente, en los
siglos venideros, la gente lo recordará no solo por la visión del Cónsul que lo
construyó, sino también por el famoso tribuno que, con su escepticismo, impulsó
la tenacidad de su creador. Tu sombra, Valerio, será una parte inseparable de
esta leyenda.
Muchos siglos después, una joven arqueóloga, con
las manos manchadas de tierra milenaria, desenterró un fragmento de una
tablilla de arcilla en las ruinas de lo que alguna vez fue Cartago. La
tablilla, corroída por el tiempo, revelaba un antiguo escrito: «El agua fluye
hoy gracias a la visión de Marco Aurelio... pero el diseño final, la verdadera solidez de su asombrosa permanencia
contra la salinidad y los elementos, fue susurrada por un arquitecto
cartaginés, prisionero de guerra, que encontró en Valerio un extraño confidente
y mecenas. Él, con su 'escepticismo', garantizó que cada debilidad potencial
fuera abordada, asegurando no el fracaso, sino la perfección oculta».
La arqueóloga levantó la vista hacia los imponentes arcos del acueducto, que aún se alzaban desafiantes. La leyenda solo hablaba del cónsul y del tribuno. Pero la verdad, la que realmente había asegurado que el agua fluyera por milenios, había sido un secreto compartido entre el vencido y el presunto antagonista, una alianza forjada en la sombra del desprecio.
sábado, 7 de junio de 2025
El eco del silencio
La vieja silla de madera se mecía suavemente,
aunque no había viento ni mano que la empujara. Era un movimiento
imperceptible, un susurro en la quietud de la habitación, como si el aire mismo
recordara los tiempos en que alguien se sentaba en ella. Junto a la silla, una
planta de hojas grandes y oscuras se alzaba en su maceta, un testigo mudo de
las horas, los días, los años que se desdibujaban en ese espacio.
Pero no era solo la silla lo que se sentía
habitado. A veces, cuando la luz del atardecer se colaba por la ventana y
creaba sombras alargadas, una figura etérea parecía tomar asiento. Una mujer,
con una mirada enigmática y serena, se materializaba, translúcida como el humo,
casi imperceptible. Era el eco de Aurora, la fotógrafa, o quizás de alguna otra
alma que había dejado su huella en esas paredes.
No era una aparición de miedo, ni una presencia
fantasmal que buscara asustar. Era una reminiscencia, un recuerdo plasmado en
la atmósfera. Sus manos, apenas visibles, parecían reposar sobre los brazos de
la silla, y sus pies descalzos se insinuaban sobre la tabla pulida del suelo.
Parecía estar en paz, observando, simplemente existiendo en ese limbo entre lo
tangible y lo irreal.
La habitación, con sus paredes desnudas y la
simplicidad de sus objetos, era un lienzo para esa presencia. La planta,
silenciosa y constante, absorbía la luz y el misterio, y la silla se convertía
en el umbral entre dos mundos: el presente de la quietud y el pasado de una
vida que se había desvanecido, dejando solo una delicada impresión.
Nadie sabía con certeza quién era esa mujer o qué
la ataba a ese lugar. Algunos decían que era el espíritu de la creatividad,
otros que era el anhelo de volver a capturar un instante fugaz. Pero para
aquellos que percibían su presencia, era un recordatorio de que los lugares
guardan historias, y que a veces, las almas más serenas son las que dejan las
huellas más profundas, un eco silencioso que perdura en el tiempo. Y así, en el
vaivén casi imperceptible de la silla, la mujer translúcida continuaba su
vigilia, una obra de arte viviente que solo los ojos del alma podían
contemplar.
domingo, 1 de junio de 2025
La música está ahí
A
las cinco y cuarenta y cinco, la sombra de Louis se recortó tensa contra la
pared mientras se abotonaba la camisa raída. Abajo, el bocinazo insistente del
taxi taladraba la quietud como un presagio. Sus dedos huesudos acariciaron la
funda gastada de la guitarra apoyada en la silla. Años de sueños apretados allí
dentro.
La
ciudad era un laberinto de luces crueles y motores hambrientos. Louis conducía
con la mandíbula apretada, los Beatles ahogando a medias el rugido exterior.
Cada semáforo en rojo era una tortura, la visión fugaz de un público entregado
contrastaba dolorosamente con la realidad del asfalto. Louis,
imaginaba que gritaban, un eco hueco en el habitáculo.
Sobre
sus hombros, el peso silencioso de un hogar. Rostros amados que dependían de
cada kilómetro recorrido, de cada moneda ganada. Pero la melodía rebelde seguía
latiendo en su pecho, un desafío sordo al pragmatismo.
Una
mañana, el espejo devolvió una imagen despiadada. El rostro ajado, los ojos
velados por una tristeza antigua. El tiempo, ladrón implacable, le había robado
juventud y frescura. Pero no las ganas. Esa obstinación era su única arma
contra el olvido.
Esa
noche, el tugurio apestaba a cerveza barata y desesperanza. Louis subió al
escenario improvisado, la guitarra como un escudo. La luz mortecina revelaba
las grietas en las paredes, los rostros indiferentes del público. Dudó por un
instante, la sombra del fracaso helándole la sangre. Pero entonces, cerró los
ojos y dejó que la primera nota rasgara el silencio. Su voz, áspera y dolida,
se elevó con una fuerza inesperada, un grito ahogado de un alma que se negaba a
morir. Al final de la canción, el silencio fue aún más opresivo. Y entonces,
una carcajada burlona resonó desde una mesa. "¡Louis! ¿Todavía con esas reliquias sonoras?". La
realidad, cruda y despiadada, lo había alcanzado, pero no se dio por vencido.
Con una determinación sombría, Louis ajustó el micrófono. Esa noche, no
cantaría para ellos. Cantaría contra
ellos.