Todos los fines de semana Ricardo Esparragoza se acuesta en el piso y va sacando uno a uno sus discos de vinilo que nadie más
que él puede ver, limpiar, oír y mimar. Igual sucede con sus libros. Ese
sábado leía entre las síncopas y los silencios del jazz a «Bob Kaufman, el
Rimbaud Negro.» Mientras pasaba las páginas, imaginaba la figura del poeta
beat, un hombre cuya poesía se escapaba de los márgenes del papel para volverse
música. Solo improvisaba, como un saxofón errante que encontraba melodías en lo
cotidiano. Fue entonces cuando se preguntó: ¿cómo sería mirar aquella ciudad
desde sus ojos? Siguió leyendo:
Bob Kaufman caminaba por las calles de San Francisco como un explorador
en un mundo que no lo entendía. Con un cuaderno raído en la mano, observaba
cada detalle, cada fragmento de vida urbana, y lo transformaba en poesía.
En un café destartalado, una mujer de ojos tristes fumaba un
cigarrillo, su silueta casi disuelta entre el humo. Bob la miró por un instante
y escribió algo en su cuaderno, como si el acto de capturar aquel pensamiento
pudiera salvarla de desaparecer por completo.
Las palabras siempre fluían así para él, espontáneas como el jazz que
resonaba en su mente. Caminaba más allá del café, pasando por mendigo que
improvisaba discursos para sobrevivir, era un niño que jugaba a ser adulto en
callejones oscuros, y las luces de neón que parpadeaban como si anunciaran el
fin del mundo.
En el puerto, una cadena oxidada colgaba del costado de un viejo
muelle. Allí se detuvo un momento y dejó que su lápiz escribiera solo:
"La cárcel, un cubo de metal enorme y
hueco
colgado de la luna por una cadena de plata.
Johnny Appleseed la cortará un día."
Guardó el cuaderno con un gesto lento, como quien oculta un secreto.
Pero los secretos de Kaufman eran infinitos, y las palabras no bastaban para
contenerlos. Por eso las lanzaba al viento o las dejaba caer como migajas por
los caminos que recorría.
Una noche la policía lo arrestó, se hizo llevar con una indiferencia
que dolía más que los golpes que recibía. «Otra vez tú, Kaufman», gruñó uno de
los oficiales. Pero él no respondió. Sabía que las verdaderas cárceles no
tenían barrotes, sino paredes invisibles que cada uno construía en su mente.
Desde la celda, mirando el reflejo de la luna a través de un ventanuco,
Bob volvió a escribir. Esta vez no en papel, sino en el aire, improvisando
versos que nadie más escucharía. Su voz era un susurro, pero en su interior
resonaba como un grito:
«En lugar de escribir cosas en el papel,
clavo mi lápiz en el aire.
Ahora veo la noche, abrumando silenciosamente el día.»
Al salir al amanecer, caminó hacia el mar. La ciudad despertaba con su
caos habitual, pero Kaufman veía en cada detalle una historia. Cerca del
puerto, se detuvo ante un pescador que tejía redes y garabateó una última frase
antes de lanzar el cuaderno al agua. El pescador lo miró sin entender, y
Kaufman simplemente sonrió.
Las olas se llevaron el cuaderno, pero las palabras, como siempre,
quedaron suspendidas en el aire.
Ricardo cerró el
libro, aquel mundo ruidoso, al cual el poeta beat siempre se acercó y bebió con una especie de goloso goce saturado
de jazz como si fuera el bouquet de
su silencio.
Un hermoso recorrido por la poesía pura, con voz pero perdida en el aire.
ResponderBorrarSaludos.
Me ha encantado leerte una vez más.
ResponderBorrarAbrazos.
Es un viaje precioso por entre letras y sones, me ha encantado.
ResponderBorrarUn abrazo fuerte