La campanilla de la puerta del
jardín tintineó. Las hojas del cerezo se agitaron sin viento. Hojas de papel
bailaban entre las ramas, algunas amarillentas, otras tan blancas que brillaban
bajo el sol de la tarde. Una se desprendió, flotando como una pluma hasta los
pies de un hombre que se detuvo en el umbral.
El
hombre —Hiroshi, según la placa en su maletín gastado— se agachó para
recogerla. Sus dedos apenas rozaron el papel cuando las imágenes lo golpearon:
risas de niños, el aroma de pasteles recién horneados, una mujer cantando
mientras amasaba. La hoja se le escapó de las manos temblorosas.
—No
todos están listos para tocar los recuerdos ajenos —dijo una voz suave, como
hojas secas crujiendo.
Hiroshi
se giró. Una anciana estaba arrodillada junto al cerezo, un mortero de piedra
entre sus manos. El olor a tinta fresca flotaba en el aire.
—Yo...
lo siento, no quería...
La
anciana continuó moliendo la tinta, sus movimientos precisos, rítmicos. El
polvo negro brillaba al convertirse en pasta.
—Siéntate
—señaló con la barbilla un cojín gastado junto a ella.
Hiroshi
se acercó, tropezando con sus propios pies. Más hojas de papel se mecían sobre
su cabeza, susurrando secretos.
La
anciana le tendió el mortero. Sus manos, marcadas por décadas de caligrafía,
rozaron las de él.
—¿Qué
debo...?
—Silencio
—sus ojos oscuros se clavaron en los de él—. Escucha.
El
roce de la piedra contra el mortero. El susurro de las hojas del cerezo. El
latido de su propio corazón. Y algo más... una melodía apenas perceptible, como
si el aire mismo cantara.
La
tinta en el mortero pulsó, una vez, dos veces, al ritmo de esa música
invisible.
—¿Lo
sientes? —preguntó la anciana.
Hiroshi
asintió, incapaz de hablar. La tinta seguía brillando, como estrellas líquidas
entre sus manos.
La
anciana sacó un papel del pliegue de su kimono. No era un papel común; la
superficie ondulaba como agua bajo la luz.
—Escribe
—le tendió un pincel.
—¿Qué
debo escribir?
—Lo
que necesite ser recordado.
Hiroshi
cerró los ojos. Su mano se movió sola. El pincel danzó sobre el papel, dejando
trazos que brillaban antes de secarse. Cuando abrió los ojos, vio su infancia
plasmada en caracteres que parecían respirar.
La
anciana tomó el papel con reverencia, se levantó con la gracia de quien ha
realizado el mismo movimiento durante décadas, y lo ató a una rama baja del
cerezo.
El
papel se meció, encontrando su lugar entre los otros recuerdos.
—Mi
nombre es Aiko —dijo finalmente la anciana—. Y tú acabas de escribir tu primera
memoria verdadera.
Las
ramas del cerezo se inclinaron hacia ellos, como si el árbol asintiera.
Desde
ese día, Hiroshi regresó cada tarde. Aprendió a moler la tinta bajo la luna
llena, a sentir cuándo un papel estaba listo para recibir una memoria, a
escuchar los susurros del cerezo.
Me parece que es mucho más fácil escribir unas memorias. Lo que no sé es si tendrán el mismo valor.
ResponderBorrarA brazooo
Es de un onirismo bellísimo. Esa danza del pincel, casi de modo propio, resumía lo sentido al escuchar...la vida de ese instante. Me ha encantado.
ResponderBorrarUn abrazo, amigo.
Guillermo. Este texto respira realismo mágico. ¡Y qué bien narrado! Cuidando la estructura estética, llama la atención del alma del lector y hasta pareciera que esa misma estructura, tan bien asentada, guarda en su interior, en su propio corazón, secretos, simbologías, pactos que cuida y honra. Más saludos.
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