viernes, 27 de diciembre de 2024

Raíces bajo el laurel

 


El aroma del laurel lo envolvía cada vez que abría el armario. Era un olor terroso, tranquilizador, que asociaba con las historias de su abuela sobre cómo las hojas protegían de lo indeseable. Martín había convertido ese espacio en su santuario secreto. Entre camisas bien dobladas y pantalones apilados, escondía su mayor esperanza: los billetes que, con sacrificio y constancia, había ahorrado durante años. Su sueño de tener una casa propia había echado raíces allí, entre algodón y hojas verdes.

Desde pequeño, Martín había escuchado las historias de su abuela Soledad sobre el laurel. «Las hojas no solo protegen, hijo, también traen victoria», le decía mientras frotaba una hoja entre los dedos, liberando su fragancia. A menudo se sentaban juntos en el patio trasero, donde crecía un árbol de laurel que ella cuidaba como a un miembro más de la familia. Allí, bajo su sombra, le contaba leyendas: reyes que coronaban a los campeones con coronas de laurel, guerreros que volvían a casa con hojas en sus estandartes. Para Martín, esas historias eran más que cuentos; eran lecciones sobre la perseverancia y la recompensa.

Era una tarde tibia cuando decidió contar su fortuna. El sol de enero entraba a raudales por la ventana y dibujaba sombras en el suelo del cuarto. Martín se arrodilló frente al armario, con una libreta en la que iba a registrar cada rollito de billetes. Abrió la primera gaveta y, como siempre, el perfume a laurel lo recibió. Apartó las camisas con cuidado, como quien desentierra un tesoro, y palpó el atado que había dejado en las mangas de los pantalones enrollados que poco se colocaba. Pero algo no estaba bien.

La textura no era la que recordaba. Frunciendo el ceño, sacó un manojo de hojas secas, quebradizas, que se desmenuzaban al menor roce. «Esto no puede ser», se dijo, y metió la mano más adentro, buscando con afán los billetes. Solo encontró más hojas. Revisó el resto de las estanterías, vació el contenido del armario, una prenda tras otra. En todas partes lo mismo: montones de hojas de laurel, tantas que se acumulaban a su alrededor como un colchón crujiente.

Sentado en el suelo, con los brazos caídos a los costados, Martín miraba incrédulo el montón de hojas. Eran las mismas que había puesto con sus manos para proteger su ropa y el dinero que guardaba, pero ahora eran todo lo que quedaba. Cerró los ojos, intentando recordar si había cometido algún error, si alguien había podido entrar sin que él lo notara. Pero no había ni el más mínimo indicio para el robo ni para el inapreciable descuido. Era como si el tiempo hubiera transformado su esfuerzo en polvo verde.

Martín siempre había tenido un convencimiento inquebrantable: la casa grande que soñaba no era una posibilidad; era un hecho. La veía en su mente, con sus amplias habitaciones y un patio con plantas ornamentales. No importaba cuánto tardara en llegar, porque estaba decretado que así sería. Ese pensamiento había sido su motor durante años, y en ese momento, rodeado de hojas de laurel, intentaba aferrarse a él como a un salvavidas.

Cerró los ojos e intentó aferrarse al sueño con mayor fuerza. En su mente, caminaba por los pasillos amplios de aquella casa. Podía escuchar las risas de sus hijos, ahora adultos, compartiendo la mesa en el comedor espacioso. Las paredes, pintadas de colores cálidos, sostenían cuadros que algún día elegiría junto a su esposa. A través de una ventana enorme, veía el patio amplio que siempre había imaginado: con una huerta vertical, lleno de árboles frutales, donde el aroma de los limoneros se mezclaba con el canto de los pájaros. Allí, bajo la sombra de un framboyan, podía sentarse a leer mientras escucha su música preferida.

Era tan vívido que casi podía tocarlo. El sonido de la madera bajo sus pies, el crujir de las hojas secas en el patio, el calor del hogar que tanto anhelaba. Martín había decretado esa casa no solo como un lugar, sino como el símbolo de su esfuerzo, de todo lo que había querido construir para los suyos.

—Martín, ¿qué haces? —preguntó su esposa Inés desde la puerta.

Al verla, Martín sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle? Con las manos temblorosas, tomó un puñado de hojas y las dejó caer entre sus dedos como arena. Ella se acercó despacio, observando la escena, y se sentó junto a él sin decir nada.

—Todo se fue —susurró él al fin—. Todo lo que guardé, todo lo que ahorré.

Ella cogió una hoja y la frotó entre sus dedos, liberando el aroma. Luego lo miró con una sonrisa suave.

—No todo, Martín. Míranos. Estamos aquí, juntos. Los chicos están bien, ¿no es eso lo que siempre quisiste?

Martín clavó la mirada en sus manos vacías. Recordó las noches que pasó trabajando de forma incansable, los momentos en que renunció a pequeños caprichos para guardar cada billete. Su sueño había sido grande, pero también lo había sido el esfuerzo. Y ahora, rodeado de hojas de laurel, no podía evitar sentir que había fracasado. Sin embargo, al mirar el rostro de su esposa, comprendía algo distinto: el dinero había ido y venido, pero lo que había construido no se había desvanecido con el tiempo.

—Tal vez... —murmuró, dejando que una sonrisa triste se dibujara en su rostro—. Tal vez solo estaba protegiendo lo que realmente importa.

Ella tomó una hoja, la colocó sobre su palma y le dijo:

—El laurel es para los que vencen, ¿te acuerdas? Es lo que tú nos cuentas que decía tu abuela. Y tú has vencido, Martín, aunque no lo veas ahora.

Las palabras resonaron en su mente mientras el perfume del laurel se volvía más intenso. Martín respiró hondo. Tal vez, pensó, había estado buscando su tesoro en el lugar equivocado. Miró el armario vacío y las hojas esparcidas por el suelo, permitiéndose por primera vez creer que no todo estaba perdido. Que el sueño de su casa grande seguía vivo, no en los billetes que ya no estaban, sino en los cimientos que había construido con su esfuerzo y amor por los suyos.

sábado, 21 de diciembre de 2024

Solo una partida

 


El pueblo La Comba, era un lugar donde los juegos de azar no solo entretenían, también dictaban el ritmo de la vida. Algunos lo consideraban un pasatiempo inofensivo; para otros, como Manuel, conocido como «Mi amol», en alusión a la forma de hablar de quien ahora era su mujer, era una grieta que amenazaba con consumirlo todo.

Desde joven, Manuel había sentido una atracción incontrolable hacia ellos, confiaba más en sus habilidades que en la misma suerte. La veía como una capacidad heredada, casi un legado de sus padres, habituados a los juegos de la vida. Para Manuel, aquello era más que un juego; era una conexión con el recuerdo de sus padres, una manera de continuar algo que nunca había comprendido del todo en ellos.

Podrá decirse que todo comenzó como algo circunstancial por su empleo como pagador de comisiones y premios en función de las apuestas permanentes, pero pronto se convirtió en una obsesión. Manuel tenía el peculiar hábito de llenar cuadernos con los resultados de cada sorteo. Cada número que anotaba le daba una sensación de control, una esperanza de descifrar el sistema que lo haría ganar. «La suerte es un código que debo entender», solía decir. Ese fue su desafío personal. Con cada digito que anotaba en su cuaderno, creía estar más cerca de desentrañar un sistema que lo haría ganar. Sin embargo, con el tiempo, los números que anotaba ya no representaban promesas; se convirtieron en un refugio. Cada página llena de cálculos era una excusa para no enfrentar su frustración, el peso de sus propias decisiones y las expectativas incumplidas que cargaba desde joven.

Clarividencia, su esposa, fue la primera en notar los cambios. Al principio, atribuyó las largas jornadas y las llegadas tardías a la presión laboral. Pero las excusas de «Mi amol» comenzaron a volverse más dispersas y menos creíbles. En sus ojos ya no veía al hombre cariñoso y entusiasta con el que se había casado, sino a alguien atrapado en una burbuja distante, incluso, cuando estaba presente.

Una tarde, mientras limpiaba la habitación, Clarividencia encontró varios cuadernos bajo el colchón de paja. Todos estaban repletos de números y cálculos, intercalados con frases que le revelaron una dimensión del dolor de su esposo que nunca había sospechado: «Esta vez lo lograré», «Recuperaré todo», «Solo necesito entender». Ese día comprendió que el problema no era el azar, sino el vacío que Manuel intentaba llenar. Clarividencia se armó de valor para enfrentarlo. Le temblaban las manos al colocar aquellos cuadernos frente a él.

—Manuel, no puedo más con esto —dijo, intentando mantener firmeza en su voz—. Estás atrapado y no lo ves.

Él desvió la mirada hacia los cuadernos. Permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras de Clarividencia perforaban lo que había construido a su alrededor.

—Esto no es solo un juego para ti. Es una carga que está acabando contigo, con nosotros. ¿Qué sientes cada vez que agotas nuestro presupuesto y llenas de resultados de las loterías las hojas de estos cuadernos? —preguntó ella, tratando de entender.

Tras unos segundos de silencio, Manuel respondió con un susurro apenas audible:

—Siento que puedo entender la suerte. Que, si logro descifrarla, podremos ganarle… Pero, hasta ahora, no me funciona.

Lo que siguió fue una confesión que Clarividencia no esperaba. Por primera vez, Manuel habló de su infancia, de la relación distante con sus padres apostadores y de cómo las hojas llenas de números se habían convertido en un legado suyo. «Es como si estuviera programado para esto», murmuró, con una mezcla de resignación y angustia.

Aunque al principio Manuel se resistió, terminó aceptando su problema. Dejar los cuadernos fue lo más difícil. Durante meses, luchó contra la necesidad de anotar resultados. Cada día sin escribir sentía que perdía algo de sí mismo, como si abandonara el único vínculo que tenía con sus progenitores. Clarividencia lo apoyó en silencio, observando cómo su esposo peleaba contra un enemigo invisible.

Años después, Manuel caminaba al atardecer por La Plazuela.  El lugar había cambiado poco: los mismos murmullos, las mismas risas, el pregón callejero golpeando sus sentidos. En su bolsillo llevaba un pequeño cuaderno, pero esta vez no contenía números, sino citas y frases célebres que le daban fuerza en su nueva vida porque «Lo que el mal emprende con mal se refuerza», repetía para sí esa máxima de Shakespeare con frecuencia: 

—Ocho-dos-cuatro... Claro, ¿cómo no lo vi antes? —dijo un hombre con un brillo febril en los ojos.

Manuel sintió un escalofrío. Había escuchado esas mismas palabras en su propia voz tantas veces que parecían un eco de su mente. Sus dedos buscaron el cuaderno en el bolsillo, sintiendo su contorno familiar, como si le diera seguridad.

El hombre alzó la vista y lo reconoció al instante.

—Pero, si eres tú, ¡Mi amol! ¿Vamos a jugar?

Manuel sonrió al reconocer a «Bulto de sal». Su gesto tenía un toque de tristeza, pero también de aceptación. Asintió y se sentaron frente a frente.

—Solo una partida —dijo, como si con esas palabras intentara marcar un límite invisible.

El hombre lo observó con atención, como si evaluara algo en su expresión.

—Siempre es «Solo una partida» —respondió, con voz que delataba destreza y años de práctica.

Mientras colocaba las cartas sobre la mesa, los ecos de su antigua vida lo envolvieron. En su mente, la voz de Clarividencia resonaba, suave pero firme, recordándole cuánto había avanzado. Y aunque el azar seguía siendo un misterio, Manuel supo, con una certeza inquietante, que había vuelto a apostar. Su historia no había terminado, y quizá nunca lo haría.

 

sábado, 14 de diciembre de 2024

La ciencia que destruyó supersticiones (los fantasmas)



Los fantasmas desaparecieron cuando la ciencia desterró el misterio, pero regresaron con un rostro nuevo: artefactos que caen del cielo y sombras invisibles que detonan en el subsuelo. En un rincón del mundo, un hombre sin rostro trazaba algoritmos; en otro, un agitador, aún vivo, era ya un blanco exacto.

Nada de venenos toscos ni revividos autómatas de guerra. La muerte, elegante y quirúrgica, viajó en un rayo sin eco. Mientras el humo se disipaba, una máquina reía, imperceptible, al perfeccionar su próximo cálculo.

viernes, 6 de diciembre de 2024

El peso del poder



Rafael Ferrer se plantó frente al micrófono con la seguridad de quien ha moldeado su destino a base de palabras bien escogidas. Hombre de estatura imponente, grueso de tórax y con unas piernas desproporcionadamente delgadas que, a pesar de su corpulencia, se esfuerzan por sostenerlo en pie cuando retrocede. Su camisa blanca, llevada siempre por fuera, ondeaba ligeramente con la brisa, como si quisiera ocultar los kilos que sobraban o los acuerdos que faltaban. En sus pies, unas llamativas zapatillas deportivas se destacaban bajo su jean desteñido, un detalle cuidadosamente calculado para proyectar cercanía y modernidad, aunque también revelaban un intento de comodidad frente al peso de sus propios excesos. Mientras las palabras fluían de su boca, su mano izquierda sostenía el celular desde donde suele instar a sus subalternos a subsanar entuertos e imprevistos de última hora por los desatinos propios o de sus asesores, pero siempre buscando asegurarse de que la imagen proyectada encaje con la que se muestra en las reuniones que él mismo escoge de la agenda que su secretara organiza.

La ceremonia de entrega del edificio Solares del Norte era otro punto de su gestión como secretario de Obras Públicas. Eran pocos lo que podían negar su habilidad para envolver cualquier controversia en discursos embriagadores, cargados de metáforas y símiles que desarman a sus detractores antes de que siquiera pudieran formular una pregunta. Muchos saben que la verdadera razón por la que estaba allí, en ese podio, era su extrema lealtad a quienes lo habían colocado en esa posición: sus jefes políticos, aquellos que lo han ascendido desde las sombras, confiando en su capacidad para saquear al municipio y para manejar el poder detrás de las cámaras y los micrófonos.

—Queridos conciudadanos —comenzó, acomodándose los lentes con un ademán pausado—, hoy nos encontramos ante una obra que no solo es cemento. Solares del Norte es el reflejo de nuestra capacidad para levantarnos más alto que nuestras propias incredulidades. Como el ave que asciende dejando atrás su nido, nosotros hemos dejado atrás el pasado para abrazar un nuevo horizonte.

Las miradas se cruzaban entre los asistentes. Muchos conocían la verdad: terrenos a precios irrisorios, concejales beneficiados con contratos inflados, y Ferrer como el cerebro que lo había orquestado todo, sin dejar más rastro que el eco de sus palabras. Sin embargo, allí estaba, con su labio inferior grueso y prominente, proyectando esa seguridad aplastante que pocos se atrevían a desafiar. Al fondo, los rostros de sus jefes políticos, invisibles pero presentes, lo observaban con satisfacción. Ferrer sabía que, sin su apoyo, no estaría allí, y por eso no escatimaba en su lealtad hacia ellos, en especial cuando los ojos de sus adversarios políticos se posaban sobre él.

—Cada casa de esta urbanización —prosiguió, con una sonrisa tensa y breve— es un testimonio del trabajo conjunto, un símbolo de transparencia… sí, transparencia, como las ventanas que permiten ver hacia dentro y hacia fuera. Porque así es nuestra gestión: clara, luminosa, progresista.

Sus ojos recorrían la multitud, evitando cualquier contacto visual directo. La evasión era su mejor aliada, al igual que su discurso: envolvente, pero hueco. En el fondo, su mirada rencorosa revelaba su desprecio por quienes cuestionaban sus métodos. Los veía como obstáculos menores en su camino, como esas pequeñas piedras que apenas incomodan antes de ser aplastadas.

Mientras hablaba, el sudor le perlaba la frente despejada, fruto de su incipiente calvicie. Pero su voz permanecía firme, seductora.

—Estas casas no es solo para hoy, sino para siempre. Son una declaración a nuestros conciudadanos: aquí, en esta administración de la doctora Clara se trabaja por el progreso. Aquí, cada ladrillo fue colocado pensando en el bienestar común, en ustedes.

Los aplausos sonaron como castañuelas. Algunos espontáneos, otros obligados. A su lado, los secretarios de la Alcaldía que participaron en la negociación sonreían, satisfechos con los dividendos que esa ganga les había proporcionado. Ferrer sabía que ellos le debían tanto como él a ellos. La corrupción no necesitaba ser explicada cuando esta disfrazada de éxito compartido.