Comienzo la subida. Son cuatro trechos de escalones. Descanso
cada vez que finalizo uno de los tramos. Las gradas no son muy altas, pero son angostas.
Así que al esfuerzo físico debo agregar el arresto mental con el fin de no
tropezar y mantener el equilibrio. El primer tramo no me exige demasiado, pero apenas
corono su cima, me siento deshecho. El horizonte que me ofrece la calle alcanzada es igual de deplorable
a mi estado físico y emocional: unos setenta metros de pendiente pronunciada
por una acera estrecha me esperan.
Cuando al fin llego a la calle en la que debo hacer la entrega,
caigo en la cuenta que estoy en el extremo opuesto de donde está ubicada la
nomenclatura que busco, lo que significa que ante mí se abre cientos de
posibilidades de ahogarme en mi propio sudor, de convertirme en una bomba ambulante
de aire caliente enrarecido.
Finalmente llego frente al número que tanto he
buscado, llamo a la puerta, la persona que me habla no tiene la decencia de abrir
y demanda que deje el arreglo floral en el descanso. Deshago
el camino. Más que caminar, levito. Literalmente me he quitado un peso de
encima: no era la mujer de mis sueños.
Fue un alivio, seguramente, no haber llegado tan cansado ante la mujer de sus sueños.
ResponderBorrarSaludos.
La verdad, aunque duela.
ResponderBorrarSaludos.
Menos que fue así, relacionarse con alguien a través de una puerta siempre cerrada debe de ser muy complicado.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Sin duda, las flores se marchitarían.
ResponderBorrarSaludos.
jajaja, como mínimo sirvió para descartar a esa mujer.
ResponderBorrarMuy bien narrado. Un abrazo, amigo
Un imprevisto para el que nada ha previsto. ¿No te parece?
BorrarSaludos.
Digamos también que se trata del desencanto con la verdad.
ResponderBorrarUn abrazo para vos.
Igual ni valía la pena hacer la entrega.
ResponderBorrarUn abrazo.
Mejor dicho: la que no quiso cuando puedo, ni podrá cuando quiera.
ResponderBorrarSaludos don Alfred.