Cuando era
niño, con la mirada aún tibia, la primera historia que me conmovió fue un
relato que no ocultó sus cicatrices.
Me habló de un marinero varado en la orilla del mundo, en un puerto de grises y
salitre donde el hambre era un fantasma que acechaba en cada puerto.
Y entonces,
en la fría marea de su miseria, un gesto se alzó. Una mano, un vaso de leche
fueron una revelación de espuma blanca que se convirtió en la única certeza. No
era un simple acto de bondad, sino un faro de piedad que rompía la oscuridad,
una tregua de esperanza donde no había más que abismo.
El cuento me
susurró que, en las historias mínimas, en las luchas silenciosas, reside la más
sublime de las poesías. Me grabó la verdad: que la empatía puede ser el único
puerto seguro y que, en un vaso de leche serena, a veces, cabe un universo
entero.
Un canto a la solidaridad.
ResponderBorrarSaludos.
Fue Gioconda Belli quien dijo que todo acto de solidaridad es la ternura de los pueblos. Saludos.
ResponderBorrarComo siempre lo que importa es la intención, no la magnitud ni el resultado.
ResponderBorrarAbrZooo
Es más que suficiente. Saludo amigo.
ResponderBorrarLo pequeño siempre es capaz de contener lo inmenso, cosa que casi nunca ocurre a la inversa.
ResponderBorrarSaludos,
J.
¿Será porque todo lo grande comienza pequeño? Saludos.
ResponderBorrarRecuerdo ese cuento, como el deseo de retrebuir ese gesto generoso. Una intención que pasa al olvido.
ResponderBorrarSaludos.