NO COPIES, SÉ AUTÉNTICO

sábado, 26 de julio de 2025

El último suspiro

 


Añasco. Pueblo con registro de ser el más antiguo. 1536. 3.000 almas. Qué tiempos. Pero el tiempo, ah, el tiempo. Implacable. Hoy, ¿cuántas? 78. Un susurro. Nada más que un susurro. Fantasmas en la tierra.

La tranquilidad… sí, eso era Añasco. Un sudario de calma. Hasta que… ¡Boom! Un ruido. No un tiro. Un estruendo. Ángel Palau. En la calle principal. En Callelarga. En la frente. ¿Un hoyo? Sí, un agujero limpio. 37 años. Tres días agónico. Muerte. Un murmullo al principio, luego un grito: pasional. Crimen pasional. Claro. Siempre es el corazón, ¿no? En un pueblo así, ¿qué más podría ser?

Intercepción. Calle polvorienta. Cincuenta metros de la estación de los Ferrocarriles Nacionales. ¿La estación? Sí, la vieja estación, por donde el tren ya no pasa. Obligado a arrodillarse. Disparo. ¡Pum! Humo. Aldemar Ríos. El primer nombre que sale. ¿Su mujer? Sí, ella. Un romance. Secreto a voces. Todos sabían, o creían saber. Pero nadie había visto nada. Extraño. Aldemar, tan tranquilo, no un volcán. Confundido. Dolido. «¿Mi mujer? Es buena mujer.» Lo repetía como un mantra, como si quisiera convencerse a sí mismo o a las nubes deshilachadas. ¿Quién le creyó? Nadie.

Y así nació. «El pueblo de los perjuros». Una burla. Una herida. Un apodo que se pegó como la tierra a los zapatos, parte de la inexplicable tradición, una mancha.

Pero la verdad. Siempre la verdad. Un enredo, eso era. Palau. Una vida discreta, ¿quién lo diría? Un secreto. Aldemar Ríos. El eterno mensajero en una Monark. Siempre callado, siempre observando. Amigos. Sí, hace años. Juerga aquí o más allá. Un desastre. Ríos estafó a Palau. Documentos. Recibos. Un cuaderno. Ángel había guardado todo. Y ahora, ¿qué hacía? Insinuaba. Hablaría. ¿Por qué? Pobreza. El silencio pesaba más que el dinero.

Ríos lo vio todo. Palau y la mujer de Ríos. ¿Un romance? No. ¡Certificados a depósito fijo! Ella los tasaba. Un negocio. Palau necesitaba plata. Y Ríos, astuto, vio la oportunidad. Los rumores. Una chispa. Un chismorreo bien colocado. En la esquina, en la plaza. En el bar Anarcos. Palau aquí, ella allá. La sombra de la infidelidad, conveniente. Perfecta distracción.

Una noche de marzo. El encuentro. No por amor. Por los certificados. Palau los llevaba. ¿Una confrontación? Sí. Elías, desesperado. Un arma. Protección, decía. Pero salió. Un impulso. El disparo. ¡Pum! Pánico. Y después, la mente fría. Los pagarés en el suelo. Cerca del cuerpo. La coartada. La infidelidad, el velo perfecto. ¿Ausencia de Ríos? Un viaje de negocios, claro. Nadie sospechó. El pueblo ya tenía su historia.

Un año después. ¿Un cuaderno? Sí, un cuaderno viejo. Olvidado. La policía. Detallado. Las anotaciones. Ríos. La estafa. Las amenazas. Todo. Y luego, el comisionista. El que siempre paraba en Añasco. Ríos con un arma. Semanas antes. ¿Pacífico? No tanto.

La verdad. Lenta. Dolorosa. Aldemar Ríos. ¿Pero el apodo? Ahí quedó. Una marca al rojo vivo. «El pueblo de los perjuros». La ironía cruel. Una mentira bien contada. La oscuridad. No el amor. No el desengaño. Un negocio sucio. Y el verdadero infiel... ¿quién fue? La verdad misma.

sábado, 19 de julio de 2025

El Hueco

 


Allí estaba, tenía un sujetador de escote alto ajustado. Era alta, flaca para mi gusto, mantenía un celular entre sus huesudos dedos, pero sin perder de vista el ajetreo de la calle. Cada vez que escribía con sus dedos pulgares, mirada maliciosa a lado y lado de la acera. Yo la miraba con lujuria. Algo le dijo que la observada. Fue cuando al separar sus largas piernas se le marcaron aún más los labios mayores en sus pantalones cortos ajustados.

Me hizo una señal de aproximación.

¿Vamos?, preguntó. Sin darme tiempo a contestar, me tomó del brazo y subimos las estrechas gradas que conducían al segundo piso.

¿Y tú cómo te llamas?, le inquirí.

Me llamo… Ya ni sé.

sábado, 12 de julio de 2025

El Impostor del Viche

 

 

El sol tropical caía a plomo sobre el Litoral de San Juan. Acisclo Manuel, el hombre venido de lejos para la graduación de su nieto, descendió del avión. El vaho pegajoso del aire lo envolvió. Sus ojos buscaron a Manuel, su hijo, a quien localizó de inmediato. Una sonrisa radiante iluminó el rostro del joven y se fundieron en un abrazo, un silencio elocuente. En su maleta, tres camisetas vibrantes de la biodiversidad del Pacífico colombiano descansaban: un regalo. Y las fotos donde aparecía de pantalones cortos deshilachados, eran la infancia de Manuelito capturada.

Seis días transcurrieron en la casa de Candelillas de la Mar. Conversaciones tranquilas. Preparativos para la graduación. Acisclo Manuel observó a su nieto, Manuelito, un joven al borde de una nueva etapa. La imagen mental: los tres luciendo las camisetas en la graduación. Nunca se hizo realidad.

A la mañana siguiente de su llegada, los primeros rayos del sol se colaron por la ventana. Acisclo Manuel salió con pasos firmes por el sendero empedrado de la urbanización. Lucía pantalones caqui impecables y la camisa a cuadros azul y blanco recién planchada. Eran las 10:00 a.m. Caminó por la calle peatonal. El aire cálido acarició su rostro. Su mirada era decidida.

Media hora después, las cámaras de seguridad de la cercana estación de servicio lo captaron. Saludaba con un leve asentimiento al vendedor. Se dirigió a los baños. La puerta se cerró. Minutos después, una puerta trasera, casi imperceptible, se abrió y se cerró. Acisclo Manuel ya no estaba. La policía llegó sin alertar al vecindario. Los uniformados interrogaron a Manuel, a su esposa Waldina. Revisaron una y otra vez. Los días se transformaron en semanas. un dron sobrevoló la zona montañosa y los perros olfatearon el suelo húmedo. Nada.

Manuel recorrió los alrededores. Sus ojos fijos en cada calle, en cada rincón y en cada sombra. El recuerdo del viaje en lancha. La extraña agitación de su padre. La confusión en el aeropuerto Mutis. Rosalbina, su hermana, llegó desde Vigía del Puerto con el rostro demacrado. «Papá nunca haría esto», repetía, la voz apenas le salía. Manuelito se graduó. Un asiento vacío en la ceremonia de la Universidad del Litoral. Una ausencia palpable.

Manuel recorrió estaciones de lanchas, botes, canoas y planchones por ríos, esteros y canales. Preguntó por el desaparecido en los aeropuertos de Bahía Solano, Nuquí y Buenaventura. Los inundó con volantes. La foto de su padre sonriendo. Una súplica silenciosa. Escudriñó la densa selva a los lados de los afluentes. La esperanza menguaba. Cada llamado lo sobresaltaba. El pulso aceleraba.

Un día, Manuel recibió un paquete pequeño envuelto en papel de estraza. Contenía una de las camisetas de caracteres afrodescendientes. No la que él había traído, sino una destinada a él. Y debajo, una nota. Caligrafía temblorosa, pero familiar: «Ya estoy donde debo estar. No me busquen». La policía analizó la nota. Ningún indicio. Sin origen. Sin huellas más allá de las de Acisclo Manuel. La investigación se estancó. La familia estaba deshecha. La incertidumbre los oprimía.

Meses después, una noticia inesperada sacudió al Litoral de San Juan. Un incendio forestal en una cabaña remota reveló algo sorprendente. Entre sofisticados equipos de comunicación y mapas detallados en un compartimento secreto, se halló una cédula con una fotografía familiar. No era la de Acisclo Manuel. Era la de Manuel, su propio hijo. La fotografía mostraba a un hombre más joven, con una cicatriz distintiva sobre la ceja. Una cicatriz que el verdadero Acisclo Manuel siempre había tenido. La realidad se impuso con una crueldad asombrosa: el hombre que había llegado en el avión, el «padre» que buscaba la graduación de su nieto, no era su progenitor. Era un impostor. Un doble perfecto que había usado viejas fotos y la conmovedora historia de Manuelito para infiltrarse. El verdadero Acisclo Manuel seguía ajeno a la operación en el vasto Pacífico colombiano. El impostor había desaparecido, su misión aparentemente cumplida.

La «misión» del impostor era proteger el saber ancestral de la preparación del «Viche». Una bebida fermentada de caña de azúcar, frutas y hierbas endémicas. Más que un trago, era un símbolo cultural, un pilar económico para comunidades campesinas y afrodescendientes, elaborada por mujeres afrodescendientes y transmitida por generaciones. Un empresario inescrupuloso le había echado el ojo, iniciando un plan agresivo para patentarla, despojando a las comunidades de sus conocimientos tradicionales, industrializando la producción y borrando siglos de historia.

El impostor era, de hecho, un agente encubierto, experto en propiedad intelectual y etnobotánica. Fue enviado para infiltrarse en la red de informantes del empresario, con el fin de obtener pruebas irrefutables de sus tácticas ilegales y engañosas al recopilar recetas, técnicas de fermentación y demás ingredientes secretos. La «confusión» y «demencia» que había simulado fueron una táctica de distracción, que le permitieron acercarse a las comunidades sin parecer una amenaza, como un anciano inofensivo. 

El agente, ahora con una identidad completamente nueva y el rostro alterado por manos expertas, observaba desde una tractomula que se dirigía a Cali. La brisa salada no lograba disipar el aroma a Viche que aún sentía impregnado en su piel, una extraña y persistente reminiscencia de su misión. Sabía que la información que había recolectado era una bomba de tiempo lista para explotar en las manos de los abogados y activistas que lo esperaban. La protección del Viche estaba asegurada, o al menos eso creía.

Sin embargo, mientras el camión de carga pesada se alejaba del puerto, una punzada de duda lo asaltó. Recordó la mirada de Manuel, una mezcla de confusión y dolor. La farsa había funcionado, sí, pero el costo humano… Acisclo Manuel, el verdadero, el que el agente había suplantado, era un hombre sencillo cuyo único deseo era ver a su nieto graduarse. La cicatriz que lo había «elegido» era el sello de una vida anónima y digna, ahora arrastrada a un torbellino de intriga.

De repente, una pantalla parpadeó. No era uno de sus contactos, sino un número desconocido. Dudó un instante antes de contestar. Una voz rasposa, pero inconfundible, resonó: «Agente, me temo que subestimaste al verdadero Acisclo Manuel.» El agente sintió un escalofrío que no tenía que ver con la brisa marina. La voz continuó: «Mi padre siempre fue un hombre precavido. La cicatriz, ¿recuerda? Fue una advertencia. Antes de que usted tomara su lugar, Acisclo ya había comenzado su propia investigación sobre el empresario. No confiaba en él. La cédula falsa… no era una contingencia suya. Era la suya, preparada para su propia desaparición. Él ya se había desvanecido, llevando consigo los verdaderos secretos, mucho antes de que usted llegara. Usted fue solo una pieza más en su juego.»

El agente se tambaleó, el rostro pálido. La «confusión» y «demencia» que había simulado tan hábilmente… ¿y si el verdadero Acisclo Manuel las había usado antes? El «incendio» de la cabaña… ¿fue realmente su operación de limpieza, o una elaborada trampa para que él creyera que había logrado su objetivo, mientras el verdadero Acisclo Manuel orquestaba la jugada final? La verdad sobre el Viche, el futuro de la tradición, el sustento de las familias… todo dependía no de los datos que él había recopilado, sino de una inteligencia que se le había escapado por completo. La historia del anciano Acisclo Manuel, que buscaba la graduación de su nieto, no se había transformado en la épica lucha por el alma de una bebida ancestral, sino en el teatro de operaciones de un maestro estratega.

Una última frase, con un tono burlón y teñido de una extraña resignación, resonó antes de que la línea se cortara: «Por cierto, Agente… el nieto de mi padre se graduó hace un año. Él siempre estuvo diez pasos por delante de todos. Pero ahora… Acisclo Manuel ya no existe. Él se convirtió en el Viche mismo.» El comunicador se apagó, dejando al agente en medio de la vasta selva, con la certeza de que no había sido el cazador, sino el peón en un juego mucho más complejo y antiguo. La verdadera batalla por el Viche, y por la verdad, apenas comenzaba, y él, el supuesto salvador, no tenía idea de dónde, ni con quién, iba a librarse.

sábado, 5 de julio de 2025

Reflexiones mínimas

La reciprocidad es una delicia: el fervor, los gestos, el placer... un encanto que, aunque efímero, se siente eterno.



Con una mirada dulce y tierna que se aferraba al adiós, ella le susurró al abatido hombre: 'Recuerda siempre esto: nunca te olvidaré'.



Compró ropa y zapatos para una fecha memorable, sin percatarse de que el simple hecho de estar vivo ya era, por sí mismo, la más especial de las ocasiones.