De
pronto no coinciden mi percepción del tiempo y los datos arbitrarios que me
ofrece el reloj. Es de día, una mañana rara y nublada de Viena, fría, con
aristas de lluvia, a modo de invierno regresado, aunque el calendario indique un
día de pleno florecimiento. Calendarios y relojes no dejan de ser, al fin y al
cabo, instrumentos rudimentarios, vinculados a primitivos ritos, a una idea
estática y circular del tiempo. Quizás por eso, tantas veces, me siento perdido
como si intentara navegar guiándome con el mapamundi de Ptolomeo, o basándome
en las categorías de los bestiarios medievales.
Es
pleno día, los relojes marcan las ocho de la mañana, pero en mi reloj son las tres,
y en mi conciencia todavía tengo la sensación precisa de la noche plena, de la
honda tiniebla en la que, sin embargo, apenas he logrado sumergirme en el
sueño. No hace mucho era medianoche, yo apenas cerraba los ojos, respirando aire
un tanto enrarecido por la humedad. Me dejé adormecer por el ruido de la cuadrilla
de maquinaria amarilla con que procuraban nuestro rescate. Alcé la vista para
mirar por el hueco perforado, pero sólo pude distinguir una negrura insondable,
era la noche más cerrada que puede concebir desde la imaginación, en medio de
un revoloteo perdido en el tiempo.
Pronto,
cuando parecía que por fin se acercaba el sueño por físico agotamiento, se
encendieron unas crudas luces fluorescentes muy dilatadas en mis pupilas
dementes. Pero lo más desconcertante de todo es que en aquel óvalo del agujero
han aparecido de golpe un cielo azul y una claridad solar rigurosamente
inverosímiles, que hace tan sólo unos minutos era una negrura sin el menor
indicio de amanecer.
Más
grave que no saber dónde es no saber cuándo se está. En los sueños me he
acostumbrado a yuxtaposiciones imposibles de lugares o identidades, como entrar
en la lejana infancia, y mirar una cara que me es desconocida y saber al mismo
tiempo que pertenece a un compañero de juegos. Pero es mucho más difícil de
sobrellevar las distorsiones temporales, la medianoche que de pronto deja de
serlo para convertirse en mañana soleada, incluso esa hora de ayer que hoy, por
los perversos cambios oficiales del reloj, es una hora más tarde, aunque la luz
sea idéntica.
Doctor
Freud, he vuelto a la ciudad que me vio espigarme, después de una ausencia más
o menos larga, y aunque me acostumbro enseguida a los lugares, me cuesta mucho
más instalarme en el tiempo. Las horas que perdí en algún momento son como un
espacio en blanco, un hueco en la conciencia y en la memoria. En vano miro
relojes que mienten, en la plaza principal, en la torre de la iglesia, en los
péndulos oscilantes de las joyerías, en los bares pronto a silenciarse. En todo
caso, con disciplina me acuesto a una hora en la que no viene el sueño, o me
despierto en mitad de la noche con una inútil lucidez matinal. Hay un reloj
dentro de mí que ha sido trastornado por un viaje demasiado veloz y demasiado
largo para los hábitos y los metabolismos propios de la especie humana, es un
reloj más primitivo, cuyo mecanismo se puso tal vez en marcha en esa lejanía de
miles de millones de años en la que por primera vez un organismo desarrolló
células sensibles a la luz y empezó a adaptarse al lento ritmo binario de la
claridad y las sombras. Hay quienes aseguran haber encontrado en el cerebro los
haces de neuronas en los que reside exactamente ese reloj inmemorial. El mío, después
de una noche de rareza y de insomnio, fue en una mañana que tiene algo de
mañana soñada, pero que no he logrado devolverme al tiempo real, a la ocurrente
rutina de las noches y los días. La cuestión es que un cadáver se entierra, un
fantasma como yo, nunca.
A este vago dormilon, con la excusa del cambio de hora y del jet lag, lo que le pasa es que se le han pegado las sabanas. Lo que faltaba...ahora tambien tiene la excusa de creerse un fantasma.
ResponderBorrarAbbrazzo Guillermo
Bueno, llegó a dormirse, cosa peligrosa si se conduce un cohete :-)
ResponderBorrarUn abrazo, amigo