Joyce
empezó el concierto muy arriba. Sin temor, como un buen trapecista. Muchos se
preguntaron cómo iba a mantener esa intensidad sonora. Pregunta innecesaria. Tantos
años de carrera y una veintena vinilos no se hacen así de buenas a primera. Si lo
has inventado todo, o casi todo, si has transitado por todos los géneros para
regresar a la furia original aguantas arriba lo que haga falta. Esa facilidad
suya hacía que aquellas melodías y armonías intrigantes fueran como
su vida.
Lo fueron a
ver, lo escucharon sin necesidad de tener el conocimiento profundo del
instrumento, les resultaba igual como el que aprecia una pintura sin ser pintor,
sin conocer a fondo la escuela que distingue una pintura de otra o, como aquel
que disfruta a fondo un texto en prosa poética, aunque nunca haya
escrito nada parecido en su vida.
En todo
caso, sabían que la melodía no giraba en torno a la armonía, sino que era la
propia melodía la que generaba progresivamente las distintas armonías. Joyce era
el epicentro de aquella estructura armónica. Ellos solo disfrutaban, eso era lo esencial,
tanto como es la curiosidad y la exigencia de la concurrencia.
Joyce terminó por darse cuenta que esa multitud era un espectro que no debía perder de vista en ese claroscuro donde surgen ciertos monstruos.
Y que era su música lo que los atraía.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Una buena idea para el final. Gracias y Saludos.
BorrarPor alguna razón, me acordé del flautista de Hamelín.
BorrarVa un abrazo, Guillermo.
Y yo también. Saludos.
BorrarPues bravo por esa apuesta, ya lo creo.
ResponderBorrarUn abrazo amigo.
El concierto del desconcierto, eso podría ser también. Un abrazo Maripau.
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