Lleno de entusiasmo por salir a aventuriar como
todos los jóvenes de mi edad, decidí conocer las poblaciones del norte de
la comarca. Versalles es ese tipo de pueblo que apareció cuando la necesidad de
derribar montañas y escarbar en sus entrañas para extraer cualquier pepita de
oro, hizo que curtidos hombres, algunos seguidos de sus mujeres, de
sus mulas o de sus caballos colonizaran esos parajes imposibles.
Entre aquellos colonos, había uno que otro hombre de hablar extraño, que en
otros tiempos vinieron huyendo de sus guerras y del hambre misma.
Hacía un calor infernal, en la medida que
aquel bus subía y bajaba la cordillera. El bus, serpenteaba, no obstante, el
ronquido del motor parecía no ser escuchado por nadie. Lloviznaba. Las calles
estaban desiertas, cargadas por una densa neblina, tan solo un comité de perros
callejeros me recibió. Leí que el inmueble que hoy ocupa un edificio fue donde
se construyó una capilla hecha en madera que fue consumida por las llamas, lo mismo
que al despacho parroquial. Por tal desastre, se quemaron los archivos de la
iglesia, pero por razones prácticas, mujeres y hombres aparecen desde ese entonces como nacidos el 31
de diciembre. Para más señas, frente a la actual iglesia, está ubicado el único prostíbulo del
pueblo. Pensé que a esa hora la mayoría de los pobladores se hallarían en sus
ocupaciones diarias y que recién al apagarse el día comenzarían a verse. Supe
después que la mayoría aquellos trabajan en centros urbanos distantes de
aquella comarca, y que se identifican más con aquellos lugares donde encontraron oportunidades de progresar que con el pueblo mismo donde nacieron.
Buscando donde poder alojarme, comencé a
caminar aquellas empinadas y limpias calles. Ni una sola alma asomaba. A la
distancia los perros labraban en forma lúgubre. Al cruzar por la siguiente
calle, distinguí la figura longilínea y encorvada de un anciano que se alejaba
lentamente. No puedo explicar con qué pretexto, pero me sentí impulsado a
seguirlo calle abajo. A poco de alargar el paso se detuvo frente a una puerta
pintada de varios colores, sacó un puñado de llaves del bolsillo del saco de
paño que tenía puesto, abrió y entró a una casa de insospechados dos niveles.
El primero de ellos, por debajo del nivel de la calle asfaltada. Urdido recorrí
el trayecto que me distanciaba de allí y vi sobre la puerta, escrito en letras
distribuidas en forma de arco un
cartel que decía: HASHIM SULEJMANI, DENTISTA. Ese era mi nombre.
Ese pueblo parece inesxistente, pero el final es muy bueno.
ResponderBorrarUn relato muy bien narrado, y que atrapa. Un fuerte abrazo, amigo.