sábado, 25 de enero de 2025

Caminos

 




Todos los fines de semana Ricardo Esparragoza se acuesta en el piso y va sacando uno a uno sus discos de vinilo que nadie más que él puede ver, limpiar, oír y mimar. Igual sucede con sus libros. Ese sábado leía entre las síncopas y los silencios del jazz a «Bob Kaufman, el Rimbaud Negro.» Mientras pasaba las páginas, imaginaba la figura del poeta beat, un hombre cuya poesía se escapaba de los márgenes del papel para volverse música. Solo improvisaba, como un saxofón errante que encontraba melodías en lo cotidiano. Fue entonces cuando se preguntó: ¿cómo sería mirar aquella ciudad desde sus ojos? Siguió leyendo:

Bob Kaufman caminaba por las calles de San Francisco como un explorador en un mundo que no lo entendía. Con un cuaderno raído en la mano, observaba cada detalle, cada fragmento de vida urbana, y lo transformaba en poesía.

En un café destartalado, una mujer de ojos tristes fumaba un cigarrillo, su silueta casi disuelta entre el humo. Bob la miró por un instante y escribió algo en su cuaderno, como si el acto de capturar aquel pensamiento pudiera salvarla de desaparecer por completo.

Las palabras siempre fluían así para él, espontáneas como el jazz que resonaba en su mente. Caminaba más allá del café, pasando por mendigo que improvisaba discursos para sobrevivir, era un niño que jugaba a ser adulto en callejones oscuros, y las luces de neón que parpadeaban como si anunciaran el fin del mundo.

En el puerto, una cadena oxidada colgaba del costado de un viejo muelle. Allí se detuvo un momento y dejó que su lápiz escribiera solo:

"La cárcel, un cubo de metal enorme y hueco
colgado de la luna por una cadena de plata.
Johnny Appleseed la cortará un día."

Guardó el cuaderno con un gesto lento, como quien oculta un secreto. Pero los secretos de Kaufman eran infinitos, y las palabras no bastaban para contenerlos. Por eso las lanzaba al viento o las dejaba caer como migajas por los caminos que recorría.

Una noche la policía lo arrestó, se hizo llevar con una indiferencia que dolía más que los golpes que recibía. «Otra vez tú, Kaufman», gruñó uno de los oficiales. Pero él no respondió. Sabía que las verdaderas cárceles no tenían barrotes, sino paredes invisibles que cada uno construía en su mente.

Desde la celda, mirando el reflejo de la luna a través de un ventanuco, Bob volvió a escribir. Esta vez no en papel, sino en el aire, improvisando versos que nadie más escucharía. Su voz era un susurro, pero en su interior resonaba como un grito:

«En lugar de escribir cosas en el papel,
clavo mi lápiz en el aire.
Ahora veo la noche, abrumando silenciosamente el día.»

Al salir al amanecer, caminó hacia el mar. La ciudad despertaba con su caos habitual, pero Kaufman veía en cada detalle una historia. Cerca del puerto, se detuvo ante un pescador que tejía redes y garabateó una última frase antes de lanzar el cuaderno al agua. El pescador lo miró sin entender, y Kaufman simplemente sonrió.

Las olas se llevaron el cuaderno, pero las palabras, como siempre, quedaron suspendidas en el aire.

Ricardo cerró el libro, aquel mundo ruidoso, al cual el poeta beat siempre se acercó y bebió con una especie de goloso goce saturado de jazz como si fuera el bouquet de su silencio.

viernes, 17 de enero de 2025

Amores enredados

 


Los dedos de Teseo sostenían el ovillo de hilo dorado mientras avanzaba en el laberinto. El brillo del hilo se reflejaba en sus ojos resueltos, mi corazón latía como un tambor frenético. Desde las sombras, observaba con una mezcla de esperanza y temor.

La primera vez que vi al Minotauro me aterrorizó; esa criatura grotesca, mitad hombre, mitad toro, con ojos hambrientos y llenos de odio. Sentía un miedo profundo, pero también una compasión inexplicable. Mi mente se debatía: ¿el verdadero monstruo era mi hermano o mi padre, el artífice de su sufrimiento?

Cada paso de Teseo dentro del laberinto me mantenía al borde del abismo emocional. El hilo desenrollándose no solo era su guía, sino también la cuerda que mantenía atada mi frágil esperanza. "¿Nos veremos de nuevo? ¿Me llevará lejos de Creta?" La posibilidad de un futuro juntos iluminaba mi corazón, pero la sombra de la realidad me aterrorizaba.

La figura dominante de mi padre, su control implacable, me hacía temblar. ¿Qué esperanza había realmente? Incluso si Teseo vencía al Minotauro, escapar de las garras de mi padre parecía una quimera. Desde mi escondite, escuchaba los latidos de mi corazón mezclarse con el eco del laberinto. La duda se filtraba como veneno: ¿había condenado a Teseo a una suerte peor que la de mi hermano?

A medida que el hilo se acortaba, sentía cómo la desesperación ahogaba mis últimos vestigios de esperanza. Teseo se alejaba más hacia el corazón del laberinto, y con cada paso suyo, mis emociones se intensificaban en una danza angustiante.

De repente, el eco de sus pasos cesó. Un silencio inquietante llenó el aire. Sentí un temblor en el suelo y vi cómo el hilo dorado se tensaba y luego se desvanecía ante mis ojos. El laberinto comenzó a cambiar, los muros se transformaron en espejos, reflejando no solo mi imagen, sino la de Teseo atrapado en ellos. Su rostro, lleno de determinación, se fue desvaneciendo lentamente, convirtiéndose en el del Minotauro. Comprendí horrorizada que el verdadero destino de Teseo había sido sellado: el laberinto no era solo un lugar físico, sino una trampa eterna para el alma del héroe. El hilo, ahora sin vida, yacía a mis pies. Mi corazón se rompió al entender que jamás volvería a ver a Teseo. El laberinto había reclamado otra víctima, perpetuando el ciclo de temor y sacrificio.

viernes, 10 de enero de 2025

El cerezo de las memorias

 



La campanilla de la puerta del jardín tintineó. Las hojas del cerezo se agitaron sin viento. Hojas de papel bailaban entre las ramas, algunas amarillentas, otras tan blancas que brillaban bajo el sol de la tarde. Una se desprendió, flotando como una pluma hasta los pies de un hombre que se detuvo en el umbral.

El hombre —Hiroshi, según la placa en su maletín gastado— se agachó para recogerla. Sus dedos apenas rozaron el papel cuando las imágenes lo golpearon: risas de niños, el aroma de pasteles recién horneados, una mujer cantando mientras amasaba. La hoja se le escapó de las manos temblorosas.

—No todos están listos para tocar los recuerdos ajenos —dijo una voz suave, como hojas secas crujiendo.

Hiroshi se giró. Una anciana estaba arrodillada junto al cerezo, un mortero de piedra entre sus manos. El olor a tinta fresca flotaba en el aire.

—Yo... lo siento, no quería...

La anciana continuó moliendo la tinta, sus movimientos precisos, rítmicos. El polvo negro brillaba al convertirse en pasta.

—Siéntate —señaló con la barbilla un cojín gastado junto a ella.

Hiroshi se acercó, tropezando con sus propios pies. Más hojas de papel se mecían sobre su cabeza, susurrando secretos.

La anciana le tendió el mortero. Sus manos, marcadas por décadas de caligrafía, rozaron las de él.

—¿Qué debo...?

—Silencio —sus ojos oscuros se clavaron en los de él—. Escucha.

El roce de la piedra contra el mortero. El susurro de las hojas del cerezo. El latido de su propio corazón. Y algo más... una melodía apenas perceptible, como si el aire mismo cantara.

La tinta en el mortero pulsó, una vez, dos veces, al ritmo de esa música invisible.

—¿Lo sientes? —preguntó la anciana.

Hiroshi asintió, incapaz de hablar. La tinta seguía brillando, como estrellas líquidas entre sus manos.

La anciana sacó un papel del pliegue de su kimono. No era un papel común; la superficie ondulaba como agua bajo la luz.

—Escribe —le tendió un pincel.

—¿Qué debo escribir?

—Lo que necesite ser recordado.

Hiroshi cerró los ojos. Su mano se movió sola. El pincel danzó sobre el papel, dejando trazos que brillaban antes de secarse. Cuando abrió los ojos, vio su infancia plasmada en caracteres que parecían respirar.

La anciana tomó el papel con reverencia, se levantó con la gracia de quien ha realizado el mismo movimiento durante décadas, y lo ató a una rama baja del cerezo.

El papel se meció, encontrando su lugar entre los otros recuerdos.

—Mi nombre es Aiko —dijo finalmente la anciana—. Y tú acabas de escribir tu primera memoria verdadera.

Las ramas del cerezo se inclinaron hacia ellos, como si el árbol asintiera.

Desde ese día, Hiroshi regresó cada tarde. Aprendió a moler la tinta bajo la luna llena, a sentir cuándo un papel estaba listo para recibir una memoria, a escuchar los susurros del cerezo.