sábado, 29 de julio de 2023

Perdidos en el mismo camino

 


 

Ezequiel en posición de duelo, con las piernas separadas y las manos en la cintura, se plantó frente a la casa. ¿Qué es una casa?, se preguntó en voz alta. ¿Acaso un lugar donde uno es esperado? ¿O es lumbre que no abrasa?, sopesó. Ezequiel, un hombre comedido, llegó a mediados de marzo después de reclamar su derecho por herencia causada sobre la propiedad que ahora observa. Cuando llegó, encontró la vivienda en pésimas condiciones que demandaba mucho trabajo de reparación en el interior como en cercados y desmonte del terrero. Aun así, se propuso tener todo listo para Semana Santa. Trabajó, arduamente, reparó los alambrados, repelló con boñiga las paredes y después pintó con cal. Para el miércoles santo ya había concluido casi todos los trabajos convenidos. Por el día viernes cayó un terrible aguacero. Dos días después de pasado el aluvión, Ezequiel fue a ver la casa, pero su alma se contrajo cuando vio cómo el agua se había filtrado a través del techo. En la pieza principal había una enorme mancha en el abovedado recién pintado. Para evitar que algunas de sus palabras fueran signos de animadversión, comenzó a limpiar el desastre en el piso adoquinado y en los alrededores de la casa, y sin tener qué más hacer, aparte de esperar  el buen tiempo, salió en dirección a la casa de sus compadres para tomarse un cafecito endulzado con panela.

Al llegar a la plaza del pueblo recordó el tan perifoneado mercado de las pulgas, y decidió detenerse a curiosear. Dos cachivaches, como él acostumbra llamar, convocaron su atención. Una brillante lámpara Coleman de arco colgante y una mesa hecha de madera de pino silvestre, a simple vista, un trabajo de carpintería de irregular aserrado, pero de buen secado y de inmejorable cepillado sobre los nudos de las ligeras deformaciones. Era justo la mesa para la habitación principal. Se hizo a los dos artículos sin regatear un mínimo de esfuerzo para conseguirlos. Logrado su propósito, regresó por donde vino cuando el cielo estaba pintado de tonos naranja y amarillo cuando el sol se ocultaba tras las montañas, lanzando sus últimos rayos hacia la tupida floresta cercana de la casa.

Una mujer mayor casi corriendo trataba de forma infructuosa de salirle al paso al único bus que pasaba a esa hora por la vereda Diostedé. Ezequiel, al verla agitada, la invitó a esperar bajo el cobertizo de la casa donde podría sentarse y esperar el próximo bus que tardaría más de media hora en volver a pasar. La señora con palabras de agradecimiento se sentó en un banco a descansar, sin advertir que Ezequiel colocaba sobre la mesa la Coleman dispuesta a lanzar una luz blanca y brillante. Ezequiel, con las manos en la cintura, apenas podía creer lo bien iluminada que quedaba la casa. Fue cuando vio a la mujer entrar con manifiesta agitación. En su rostro se dibujaba un innegable signo de sorpresa: «Señor, ¿usted dónde consiguió esa lámpara?». Ezequiel algo extrañado por la pregunta, le explicó. La mujer, aun así, le pidió que la dejara revisar la base de la lámpara para ver si tenía las iniciales JMRV escritas. Sí, allí estaban escritas. Era el mismo monograma escrito por su marido cuando la compró con motivo del primer viaje hecho por los dos a la capital. La mujer apenas podía creerlo cuando Ezequiel le contó que acababa de obtenerla junto con la mesa de pino. Lorena, sin pensarlo mucho, le reveló lo ocurrido antes de aquella histórica masacre en la vereda. Ella y su esposo tenían una posición económica desahogada. Fue cuando compraron una casita, pero en menos de un año de vivir en ella los forzaron a irse. Su esposo debía alcanzarla la semana siguiente. Ella fue retenida y utilizada, junto a otros vecinos, como escudo humano por un grupo de delincuentes que huía. Con los días nunca volvió a saber de su esposo ni de su casa.

Minutos más tarde, Ezequiel la ayudó abordar el bus y ofreció entregarle la lámpara de gasolina, pero ella la declinó porque era lo menos que podía hacer después de haberla atendido con deferencia. Se sentía muy agradecida, pues vivía a los dos kilómetros de allí, y solamente iría al pueblo por motivo de la Semana Santa, se haría cargo de una venta de empanadas ofrecidas por una conocida suya.

Días después, «¡qué meritorio fue el oficio de reparación de esa casa por la que nadie ofrecía un peso!», pensó Ezequiel. Y era cierto, la vivienda estaba transformada. Habían concurrido en ella la perseverancia y el vigor puestos al servicio de un bien personal, pues toda lumbre, bien abrasa. Tras darse por satisfecho, Ezequiel salió al cobertizo y se sentó en una silla a contemplar en silencio el manto extendido de la noche. Cuando sus pensamientos lo regresaron a la realidad, le llamó la atención un hombre que lo miraba sin reserva alguna, tanto que lo obligó a preguntarle qué era lo que tanto le miraba. El hombre, dándose por descubierto, acortó la distancia entre ellos, se aproximó a la casa y le preguntó que por curiosidad dónde había obtenido la lámpara que colgaba del cobertizo, pues era idéntica a una que había comprado años atrás en un viaje, antes de la sonada matanza que marcó y cambió el destino de todos los pobladores del lugar. ¿Era posible que pudiera haber dos lámparas de tan singular luminosidad?, se preguntaba aquel desconocido. El hombre, ya más sosegado, le relató a Ezequiel cómo le dijo, antes de que llegaran aquellas consabidas fuerzas irregulares al poblado, a su mujer que se fuera primero por cuestiones de seguridad, mientras tanto, él esperaría el momento para encontrarse de nuevo con ella. Pero no fue así, el hombre fue arrestado y enviado a una prisión de la remota selva por haber sido acusado de ser colaborador de la insurgencia. Nunca más volvió a saber de su esposa en todos esos años que estuvo preso. Ezequiel, cuando escuchó aquella historia dentro de esta historia, le preguntó si le permitiría acompañarlo a donde sus compadres, pues ellos llevaban mucho tiempo viviendo en la vereda y podrían darle algún tipo de información. Sin perder tiempo subieron al sempiterno Willis, que, al ser encendido, el motor comenzó a toser como si fuera la tos de un fumador empedernido. Kilómetros después, entraron por la vía principal de Diostedé y se detuvieron frente a la misma casa donde Ezequiel había dejado a una mujer días antes. Aquel desconocido, sabiendo que la esperanza y el temor son inseparables, se adelantó y llamó a la puerta. Ezequiel solo sonrió al presenciar allí el encuentro de aquel hombre y su mujer, cuando el sol arrojó todas las sombras de la noche delante de ellos.

«¿Qué es una casa?, se respondió así mismo: Un lugar donde uno es esperado, donde la lumbre de un abrazo nos abrasa».

8 comentarios:

  1. ¡Qué emotivo relato!. Las casualidades no existen pero, si las causalidades. El protagonista fue el instrumento elegido por el destino, para volver a juntar a esos dos seres que injustamente habían sido separados.
    Y sí, una casa es mucho más que un lugar, es un nido, es calor y es cobijo.
    Abrazos Guillermo

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  2. muy bueno. cuando acabas piensas que no podía ser de otro modo pero mientras lees, cada avance de la trama te va sorprendiendo.
    abrazoo Gullermo

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  3. Interesante y bien escrita historia, Guillermo. Siempre me había preguntado cuál sería la mejor definición para "casa", tu me la has dado.

    Saludos,
    J.

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  4. Un telato muy emotivo y von un fonal bien feliz.
    Saludos.

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  5. Hecha esa gran obra de reunir a los esposos perdidos (y pensar que hay tantas familias que se han separado de formas similares, a veces para siempre). Ahora solo le falta, darse a la tarea de reparar el techo de la herencia.
    Saludo afectuoso.

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  6. Mucho tiempo para eso reencuentro pero sucedió.
    Cuanto reveló esa lampara. Saludos.

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  7. Has urdido una historia a través de un objeto de mercadillo que escondía una historia horrible. Me encanta ese final feliz de reencuentro.

    Un abrazo, amigo

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  8. Estimados amigos: Tatiana, Gabiliante, José, Alfred, Sara, Demiurgo, Albada... Es muy halagüeño creer que merezco un halago todos ustedes. Gracias y saludos a todos.

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