Ezequiel en posición de duelo,
con las piernas separadas y las manos en la cintura, se plantó frente a la
casa. ¿Qué es una casa?, se preguntó en voz alta. ¿Acaso un lugar donde uno es
esperado? ¿O es lumbre que no abrasa?, sopesó. Ezequiel, un hombre comedido,
llegó a mediados de marzo después de reclamar su derecho por herencia causada
sobre la propiedad que ahora observa. Cuando llegó, encontró la vivienda en
pésimas condiciones que demandaba mucho trabajo de reparación en el interior
como en cercados y desmonte del terrero. Aun así, se propuso tener todo listo
para Semana Santa. Trabajó, arduamente, reparó los alambrados, repelló con
boñiga las paredes y después pintó con cal. Para el miércoles santo ya había
concluido casi todos los trabajos convenidos. Por el día viernes cayó un
terrible aguacero. Dos días después de pasado el aluvión, Ezequiel fue a ver la
casa, pero su alma se contrajo cuando vio cómo el agua se había filtrado a
través del techo. En la pieza principal había una enorme mancha en el abovedado
recién pintado. Para evitar que algunas de sus palabras fueran signos
de animadversión, comenzó a limpiar el desastre en el piso adoquinado y en
los alrededores de la casa, y sin tener qué más hacer, aparte de esperar el buen tiempo, salió en dirección a la casa de sus compadres para tomarse
un cafecito endulzado con panela.
Al llegar a la plaza del pueblo
recordó el tan perifoneado mercado de las pulgas, y decidió detenerse a
curiosear. Dos cachivaches, como él acostumbra llamar, convocaron su
atención. Una brillante lámpara Coleman de arco colgante y una mesa hecha de
madera de pino silvestre, a simple vista, un trabajo de carpintería de
irregular aserrado, pero de buen secado y de inmejorable cepillado sobre los
nudos de las ligeras deformaciones. Era justo la mesa para la habitación
principal. Se hizo a los dos artículos sin regatear un mínimo de esfuerzo para
conseguirlos. Logrado su propósito, regresó por donde vino cuando el cielo
estaba pintado de tonos naranja y amarillo cuando el sol se ocultaba tras
las montañas, lanzando sus últimos rayos hacia la tupida floresta cercana de la
casa.
Una mujer mayor casi corriendo
trataba de forma infructuosa de salirle al paso al único bus que pasaba a esa
hora por la vereda Diostedé. Ezequiel, al verla agitada, la invitó a esperar
bajo el cobertizo de la casa donde podría sentarse y esperar el próximo bus que
tardaría más de media hora en volver a pasar. La señora con palabras de
agradecimiento se sentó en un banco a descansar, sin advertir que Ezequiel colocaba sobre la mesa la Coleman dispuesta a lanzar una luz blanca y
brillante. Ezequiel, con las manos en la cintura, apenas podía creer lo bien
iluminada que quedaba la casa. Fue cuando vio a la mujer entrar con manifiesta
agitación. En su rostro se dibujaba un innegable signo de sorpresa: «Señor,
¿usted dónde consiguió esa lámpara?». Ezequiel algo extrañado por la pregunta,
le explicó. La mujer, aun así, le pidió que la dejara revisar la base de la
lámpara para ver si tenía las iniciales JMRV escritas. Sí, allí estaban
escritas. Era el mismo monograma escrito por su marido cuando la compró con
motivo del primer viaje hecho por los dos a la capital. La mujer apenas podía
creerlo cuando Ezequiel le contó que acababa de obtenerla junto con la mesa de
pino. Lorena, sin pensarlo mucho, le reveló lo ocurrido antes de aquella
histórica masacre en la vereda. Ella y su esposo tenían una posición económica
desahogada. Fue cuando compraron una casita, pero en menos de un año de vivir
en ella los forzaron a irse. Su esposo debía alcanzarla la semana siguiente.
Ella fue retenida y utilizada, junto a otros vecinos, como escudo humano por un
grupo de delincuentes que huía. Con los días nunca volvió a saber de su esposo
ni de su casa.
Minutos más tarde, Ezequiel la
ayudó abordar el bus y ofreció entregarle la lámpara de gasolina, pero ella la
declinó porque era lo menos que podía hacer después de haberla atendido con
deferencia. Se sentía muy agradecida, pues vivía a los dos kilómetros de allí, y
solamente iría al pueblo por motivo de la Semana Santa, se haría cargo de
una venta de empanadas ofrecidas por una conocida suya.
Días después, «¡qué meritorio fue
el oficio de reparación de esa casa por la que nadie ofrecía un peso!», pensó
Ezequiel. Y era cierto, la vivienda estaba transformada. Habían concurrido en
ella la perseverancia y el vigor puestos al servicio de un bien personal, pues
toda lumbre, bien abrasa. Tras darse por satisfecho, Ezequiel salió al
cobertizo y se sentó en una silla a contemplar en silencio el manto extendido
de la noche. Cuando sus pensamientos lo regresaron a la realidad, le llamó la
atención un hombre que lo miraba sin reserva alguna, tanto que lo obligó a
preguntarle qué era lo que tanto le miraba. El hombre, dándose por descubierto,
acortó la distancia entre ellos, se aproximó a la casa y le preguntó que por
curiosidad dónde había obtenido la lámpara que colgaba del cobertizo, pues era
idéntica a una que había comprado años atrás en un viaje, antes de la
sonada matanza que marcó y cambió el destino de todos los pobladores del lugar. ¿Era
posible que pudiera haber dos lámparas de tan singular luminosidad?, se
preguntaba aquel desconocido. El hombre, ya más sosegado, le relató a Ezequiel cómo le dijo, antes de que llegaran aquellas consabidas fuerzas irregulares al poblado, a su mujer que se fuera primero por cuestiones de seguridad, mientras tanto, él
esperaría el momento para encontrarse de nuevo con ella. Pero no fue así, el
hombre fue arrestado y enviado a una prisión de la remota selva por haber sido acusado de ser
colaborador de la insurgencia. Nunca más volvió a saber de su esposa en todos
esos años que estuvo preso. Ezequiel, cuando escuchó aquella historia dentro de
esta historia, le preguntó si le permitiría acompañarlo a donde sus compadres,
pues ellos llevaban mucho tiempo viviendo en la vereda y podrían darle algún
tipo de información. Sin perder tiempo subieron al sempiterno Willis, que, al ser
encendido, el motor comenzó a toser como si fuera la tos de un fumador
empedernido. Kilómetros después, entraron por la vía principal de Diostedé y se
detuvieron frente a la misma casa donde Ezequiel había dejado a una mujer días
antes. Aquel desconocido, sabiendo que la esperanza y el temor son inseparables, se adelantó y llamó a la puerta. Ezequiel solo sonrió al presenciar allí el
encuentro de aquel hombre y su mujer, cuando el sol arrojó todas las
sombras de la noche delante de ellos.
«¿Qué es una casa?, se respondió
así mismo: Un lugar donde uno es esperado, donde la lumbre de un abrazo nos
abrasa».
¡Qué emotivo relato!. Las casualidades no existen pero, si las causalidades. El protagonista fue el instrumento elegido por el destino, para volver a juntar a esos dos seres que injustamente habían sido separados.
ResponderBorrarY sí, una casa es mucho más que un lugar, es un nido, es calor y es cobijo.
Abrazos Guillermo
muy bueno. cuando acabas piensas que no podía ser de otro modo pero mientras lees, cada avance de la trama te va sorprendiendo.
ResponderBorrarabrazoo Gullermo
Interesante y bien escrita historia, Guillermo. Siempre me había preguntado cuál sería la mejor definición para "casa", tu me la has dado.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Un telato muy emotivo y von un fonal bien feliz.
ResponderBorrarSaludos.
Hecha esa gran obra de reunir a los esposos perdidos (y pensar que hay tantas familias que se han separado de formas similares, a veces para siempre). Ahora solo le falta, darse a la tarea de reparar el techo de la herencia.
ResponderBorrarSaludo afectuoso.
Mucho tiempo para eso reencuentro pero sucedió.
ResponderBorrarCuanto reveló esa lampara. Saludos.
Has urdido una historia a través de un objeto de mercadillo que escondía una historia horrible. Me encanta ese final feliz de reencuentro.
ResponderBorrarUn abrazo, amigo
Estimados amigos: Tatiana, Gabiliante, José, Alfred, Sara, Demiurgo, Albada... Es muy halagüeño creer que merezco un halago todos ustedes. Gracias y saludos a todos.
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