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Diógenes conducía cuando
ya oscurecía. A cierta distancia las reiteradas señales de una mujer llamaron
su atención. Se detuvo. Con agitación, le pidió que la acercara al poblado lo
antes posible. Él quiso negarse en principio, pero dadas las circunstancias
aceptó, al juzgar que algo urgente tenía que hacer quien desde un “Súbase” era
su acompañante. En cuestión de minutos habían atravesado la arboleda que
antecedía al pueblo. “No, no puede ser”, gritó la desconocida. “Pare, pare”. Ante la imperativa voz, el
hombre se detuvo justo al lado de la inspección de policía. Sin esperar, la
mujer se bajó del vehículo gritando: “Ese hombre es al que están buscando ustedes”.
Los policías miraron con escepticismo al hombre primero, y luego, uno de ellos
se dirigió a la denunciante. “¿Por qué habríamos de detenerlo? ¿Acaso lo acusa
de algo?” Perturbada, la mujer respondió que había una evidencia de lo que ella decía dentro del automóvil. “Miren, aquí está la prueba de que él es el
descuartizador que señalan los periódicos. Incrédulos, los uniformados se
cercioraron de cuanto decía la arriesgada mujer, pero tan sólo encontraron un
dedo medio levantado como gesto fálico que colgaba debajo del espejo retrovisor
del carro.