El
viento aullaba como un lamento, mordiendo la piel con su frío implacable. Bajo
un cielo gris plomizo, la pequeña figura de Lumière yacía inerte dentro de una caja de madera. El gato, compañero silencioso de tantas tardes, había
sucumbido ante el raticida.
Con
manos temblorosas, cavaron una fosa en el patio trasero, la tierra sobrecogida cedía
a duras penas. Las manos temblorosas de Lorraine depositaron la caja con
suavidad, como si aún pudieran despertar al felino de su sueño eterno que se mezclaba con el
aliento helado del invierno.
Las
pulgas, diminutos puntos negros, saltaron del lecho de tierra. Buscando refugio se encontraron con un enemigo más poderoso que el
fuego: el frío. Sus cuerpos diminutos se congelaron, cayendo como granos de
arena sobre la nevisca.
Pero no todas las pulgas murieron. Una, más astuta y resistente, se refugió en el pelaje del gato, aferrándose con sus diminutas patas. El calor residual del cuerpo del animal, aunque débil, le proporcionó el sustento necesario para sobrevivir. Cuando el sol, tímidamente, comenzó a asomarse entre las nubes, la pulga saltó del cadáver y se adentró en la casa, buscando un nuevo huésped, un nuevo hogar, un nuevo ciclo de vida en el que el frío no la podría alcanzar.