viernes, 3 de octubre de 2025

Reto literario del mes: En el espacio.



La cuna olvidada

El capitán Antón miró el punto azul. "No se puede vivir en una cuna para siempre," pensó, recordando a Tsiolkovski. Él y su tripulación, hechos de materia estelar, regresaban a la Tierra para un reabastecimiento de emergencia de la nave Nómada. Al acercarse, vio una esfera radiante y pulcra. No había ruinas. Intrigado, Antón activó el canal de comunicación. Una voz artificial respondió desde el planeta: «Somos los nuevos inquilinos. Ustedes son la basura que ella expulsó por sobrepoblación. Volved a vuestro espacio, capitán. Esta es nuestra nueva cuna».

En: https://dama-de-agua.blogspot.com/2025/10/retoliterario-octubre-25-en-el-espacio.html#comment-form

sábado, 27 de septiembre de 2025

Tres en uno

 1. Breve:

Al maldito lo vi una mañana. Su mano blanca y húmeda me marcó, y desde entonces la tumba me reclama.

2. Descriptivo y atmosférico:
Al maldito lo vi una mañana envuelta en bruma. Su mano blanca y húmeda rozó mi frente, dejando en mi piel la humedad fría de un sótano que nunca debí abrir.

3. Enigmático:
Al maldito lo vi una mañana. Lo que más recuerdo de ese encuentro fue su mano blanca y húmeda, idéntica a la que enterré con él la noche anterior.

4. ¿Cuál prefieres? ¿Acaso este otro?: 
Al maldito lo vi una mañana. Lo que más recuerdo de ese encuentro fue su mano blanca y húmeda; parecía arrancada de un cadáver y, sin embargo, me acarició la mejilla como si aún respirara.

viernes, 19 de septiembre de 2025

El vaso de leche: el primer cuento que me hizo ver

 



Cuando era niño, con la mirada aún tibia, la primera historia que me conmovió fue un relato que no ocultó sus cicatrices. Me habló de un marinero varado en la orilla del mundo, en un puerto de grises y salitre donde el hambre era un fantasma que acechaba en cada puerto.

Y entonces, en la fría marea de su miseria, un gesto se alzó. Una mano, un vaso de leche fueron una revelación de espuma blanca que se convirtió en la única certeza. No era un simple acto de bondad, sino un faro de piedad que rompía la oscuridad, una tregua de esperanza donde no había más que abismo.

El cuento me susurró que, en las historias mínimas, en las luchas silenciosas, reside la más sublime de las poesías. Me grabó la verdad: que la empatía puede ser el único puerto seguro y que, en un vaso de leche serena, a veces, cabe un universo entero.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La verdadera víctima

 


Con la sonrisa cruel de quien se burla de nuestra credulidad, Renato se ciñó un cordón filiforme a la cintura. Antes de que pudiéramos reaccionar, se lanzó al vacío. Con un estruendo, se desplomó sobre la mesa. Cuando corrimos a auxiliarlo, solo encontramos gritos e insultos. Luchaba sin control contra quienes intentábamos ayudarlo, negándose a ser desamarrado.

Pero, al ver el rastro de dolor en nuestros rostros, su propia sonrisa se desvaneció. Él mismo aflojó el nudo y se desplomó en el suelo. Un hilo de baba le colgaba desde el punto de unión de los labios.

Al incorporarse, vimos su rostro pálido y unos ojos que no eran los suyos, sino los de la verdadera víctima. Con un nudo apretado, un hombre ahorcado colgaba de la viga. Era la imagen de la soledad y la culpa.

sábado, 6 de septiembre de 2025

La grieta

 


La grieta. Ahí está. Siempre la misma grieta. Parece una vena… ¿una vena? Sí, una vena vendida. ¿Reventada? Como ellos. ¿Quienes? Los que... los que se quedaron. Nosotros, los sobrevivientes. ¡Ja, ja, ja! ¿Sobrevivientes de qué? ¿De ellos? ¿A quiénes debemos la sobrevida? La palabra se me enreda en la lengua, «sobrevida». Una condena, más que un regalo. El frio de la celda. Sigo sintiéndolo, años después, en los huesos. Sus huesos. ¿Están sus huesos quedando en los míos? Me toco la rodilla. Fría. Dura. ¿Es mi rodilla o la suya? No, la mía. Pero... ¿y si sus huesos están en los míos? Se metieron, se pegaron. ¿Quién se murió por mí? La imagen de Pedro, su sonrisa torcida antes del traquetazo. ¿O fue Juan? No, Juan tenía el pelo más claro. La bala. ¿Quién recibió mi bala? La bala con mi nombre escrito, se alojó en su corazón. Trácate. El sonido. Todavía lo escucho. No, no lo escucho, lo siento. Aquí. En el pecho. Como si mi corazón fuera el de él. Los ojos. Mis ojos. ¿Están viendo los ojos que le arrancaron por la mirada de mi cara? Siento un cosquilleo, como si estuvieran ajenos, pestañeando. No son mis ojos. Son los de él. Estoy viendo a través de sus cuencas vacías. Y la mano. Esta mano. Que no es su mano. No es ya tampoco la mía. Escribiendo. Siempre escribiendo. Palabras rotas. Letras que no encajan. ¿Para qué? ¿Para quién? Donde él no está. En la sobrevida. Esto no es vida. Es solo... sobrevida. Un eco. Un eco que respira. Tengo sed. Mucha sed. Pero no de agua. Sed de… de olvido. ¿Es eso? No. Sed de ellos. De saber por qué. Por qué yo. Siempre la misma maldita pregunta.

domingo, 31 de agosto de 2025

El texto narrativo

Un  texto narrativo es aquel que representa una sucesión de acciones en el tiempo. En esta sucesión temporal se produce un cambio o transformación desde una situación de partida a un estado final nuevo. Desde un punto de vista pragmático, la narración requiere contener un elemento de intriga que estructura y da sentido a las acciones y acontecimientos que se suceden en el tiempo. 

En 1969 T. Todorov propone el término  narratología  para designar «la ciencia del relato». Los trabajos en los que se inspiran se encuentran muy desigualmente repartidos en el tiempo y sin conexión entre ellos, al menos hasta una época reciente. Las teorías narratológicas abordan el estudio de los textos narrativos desde distintas perspectivas: destacando los estudios estructurales de relatos literarios iniciados con los formalistas rusos (V. Propp 1928) y seguidos por la escuela francesa (AJ Greimas 1966, G. Genette 1983), el análisis del relato conversacional llevado a cabo por W. Labov (1972) o los trabajos que desde la psicolingüística conciben la narración como un tipo de estructura mental y un mecanismo de procesamiento (W. Kintsch y TA Van Dijk 1978, M. Fayol 1985). En el  análisis del discurso  y la  lingüística del texto , el texto narrativo ha sido estudiado a partir de la identificación de las categorías o partes funcionales que aparecen regularmente en las narraciones cotidianas (TA Van Dijk 1978, JM Adam 1994).

Como T. Todorov (1969) ya sugirió, la  secuencia  narrativa prototípica está constituida por cinco  proposiciones  de base:

  1. una  situación inicial,  que presenta un espacio y un tiempo determinados, los personajes y los antecedentes de los que surgen la acción;
  2. un  nudo  o  complicación,  que consiste en una progresión ascendente de incidentes y episodios que complican la acción y mantienen la intriga del relato;
  3. las  reacciones  o  evaluación,  en que los sucesos pueden ser valorados por el narrador o por otros personajes;
  4. el  desenlace,  que introduce el cambio de situación y la resolución del conflicto; y
  5. la  situación final,  que muestra el nuevo estado que resulta de las acciones sucedidas.

Este esquema narrativo puede ilustrarse con el siguiente relato periodístico:  [Los vecinos de un edificio de siete pisos tuvieron que ser desalojados ayer  [1],  después de que se produjo un escape de agua en el solar colindante  [2],  donde estaban trabajando unos obreros  [3].  Al romperse la tubería el agua se extendió y afectó a los cimientos del inmueble  [4].  Un total de veintiséis de los vecinos afectados pasaron la noche en diversos hoteles, que financiarán los servicios sociales. [5] ] . En el ejemplo, la proposición [1] expresa el  desenlace  del relato; las proposiciones [2] y [4] constituirían el  nudo complicación;  la proposición [3] presenta la  situación inicial;  Finalmente, la proposición [5] expresa la  situación final.  Como se observa en el ejemplo, las partes de un texto narrativo no necesariamente siguen un orden canónico (un relato puede empezar, como en este caso, con el  diseño  de la narración) y algunas categorías, como la  evaluación,  pueden quedar implícitas.

Los  géneros discursivos  que presentan como secuencia dominante la narración constituyen formas narrativas muy diversas desde un punto de vista semiótico y lingüístico: son narrativos textos como los cuentos, las películas, los chistes, las novelas, las tiras cómicas, las fábulas, las noticias periodísticas, etc. Todas estas formas textuales tienen en común el hecho de que organizan la información siguiendo una cronología y utilizan un conjunto de recursos lingüísticos propios de la narración, como las oraciones. temporales, los adverbios y conjunciones de tiempo, las formas verbales de pretérito o el uso histórico del presente.

En el aprendizaje de lenguas, los textos narrativos constituyen las secuencias textuales que se interpretan y producen en los primeros estadios del dominio de una lengua. Se trata de una forma de organizar el discurso que es, al mismo tiempo, un modo de organizar la experiencia y de hablar del futuro, una forma de imaginar mundos posibles o imposibles; quizás, junto con la conversación, es la forma más universal de expresión y comprensión del mundo, de los demás y de uno mismo. Las implicaciones cognitivas, sociales y estilísticas de este planteamiento son muy rentables didácticamente. Por ello, en la enseñanza-aprendizaje de una nueva lengua las prácticas centradas en el diálogo y en la conversión, con base narrativa, son muy significativas para los aprendices.

  1. En: https://cvc.cervantes.es/Ensenanza/biblioteca_ele/diccio_ele/diccionario/txtnarrativo.htm

viernes, 22 de agosto de 2025

El eco del silencio

 


La joven mujer llegó, sus pasos inciertos resonando en los pasillos asépticos de la clínica, como si cada baldosín frío pudiera delatar la confusión que sentía. En sus manos, las arrugadas órdenes médicas pesaban más que el papel mismo, eran un misterio que no lograba descifrar del todo. Buscaba dónde presentarlas, y cada letrero en aquella laberíntica institución solo aumentaba su desorientación. Caminó indecisa hacia un mostrador. "Urología". La palabra se grabó a fuego en su mente, extraña, ajena a su propia realidad. Se detuvo abruptamente, un escalofrío recorriendo su espalda, y giró sobre sí misma. Una señal vaga a la figura de Fernando, indicando que era allí. Un suspiro casi inaudible escapó de sus labios. Empezó a caminar de nuevo, sus pies se arrastraban, pesados como si llevaran siglos de cansancio acumulado.

Un joven alto, de piel ébano y con esas gafas de intelectual que prometían un mundo de lógica y certezas, se acercó a ella. Ella extendió los documentos sin apenas mirarlo, su mente ya en otra parte, casi deseando que todo aquello terminara.

—¿Por qué te devuelves? Es aquí donde debo confirmar la cita —aseguró Fernando, su voz sonó a un eco distante.

Ella solo pudo alzar los hombros, fue un gesto vacío de resignación. Se dejó caer en el asiento, una pieza fría y anónima en aquella sala impersonal, y lo dejó a él, como siempre, que se encargara de todo. Era más fácil así, no tener que pensar, no tener que decidir.

Después, Fernando se sentó junto a ella. El destello de su celular, un portal brillante a otro universo, capturó su atención. Ella se inclinó hacia él, buscando un consuelo tácito, un anclaje en esa realidad que se le escapaba. El beso fue suave, casi un ruego silencioso. Sus dedos se enredaron en el cabello ensortijado de Fernando, peinándolo con ternura, un gesto familiar, casi automático. Ambos se sumergieron en sus pantallas, ajenos al murmullo de la sala de espera, a las vidas que transitaban a su alrededor. Ella, mientras sus ojos vagaban por la suya, le acariciaba la nuca, un vaivén hipnótico, sus labios moviéndose en un soliloquio ininteligible, murmurando fragmentos de sueños y esperanzas que él no escuchaba. Él, absorto en su propio mundo digital, permanecía impasible ante aquellas caricias y susurros que eran para ella un último intento de conexión.

Un silencio pesado se cernió entre ellos, roto solo por el tecleo de los pulgares. La mujer se callaba por momentos, sus ojos aún más clavados en el móvil, la boca se abría inconscientemente, dejando escapar un hilo viscoso, un reflejo de la vacuidad que sentía. De repente, un video apareció ante sus ojos y, por un instante fugaz, una sonrisa compartida iluminó sus rostros. Un espejismo de complicidad en medio del abismo.

La voz de la recepcionista rompió el encanto. “¡Fernando García!”, anunció, con una autoridad que resonó en el silencio. Él se levantó, firmó unos documentos y regresó a sentarse con su semblante inalterado, como si nada hubiera pasado, como si nada cambiara. Ella continuaba en su trance digital, la boca siempre abierta, a punto de dejar caer la espesa hebra de saliva. Los ojos de los presentes se posaron sobre su apariencia desaliñada: la cara lavada, el largo cabello apenas sostenido por una moña, un vestido rosa arrugado, una zapatilla rota y ni un ápice de maquillaje. Él, en cambio, impecable de ropas, la barba recién afeitada, el contraste de sus mundos era evidente para todos.

La joven volvió a besarlo, un nuevo susurro al oído, una súplica silente que solo ella podía escuchar. Él no respondió, su mirada perdida en la pantalla. Ella le hurgó la cabeza, buscando una reacción, una chispa de reconocimiento, un eco de la vida que una vez compartieron. Colocó su cabeza en el hombro del joven, su boca de nuevo abierta, un bostezo silencioso dejó escapar. Un bostezo de alma, más que de cansancio.

Otra vez el llamado. “¡Fernando García!”, esta vez fue una enfermera. Ella lo miró, una chispa de esperanza se encendió en sus ojos, minúscula pero persistente. Esperaba escuchar una despedida, un "Hasta luego" de él, un simple gesto que le asegurara que volvería. Pero solo encontró el silencio. Suspiró, guardó el celular. La sala de espera se sintió como un vacío, tan inmenso como el vacío que sentía en su propio interior. Los minutos pasaron, lentos, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Ella pasó sus manos por el cabello sin ningún indicio de haber pasado una peineta, sacó el celular, buscó un nuevo reel, pero desistió de ello. Ya ni siquiera la distracción digital podía aliviar el peso. Bostezó, cerró los ojos; fue entonces cuando él, con una voz desprovista de emoción, dijo: "¡Vamos!".

Al escuchar la voz de su marido, la mujer abrió los ojos con una claridad que no había mostrado en toda la mañana, una lucidez cruel y repentina. Su boca se cerró con un chasquido casi imperceptible, el hilo de saliva desaparecido. Se irguió en la silla con una ligereza que desmentía su aparente cansancio. Su mirada cayó en el asiento que él acababa de dejar. Allí, discretamente doblada, había una hoja con el logo de la clínica. Ella la recogió, mientras él ya caminaba hacia la salida, ajeno, con los hombros relajados, como quien se deshace de una carga ligera. Desdobló el papel. No era su cita, ni un documento cualquiera. Era una orden que decía: "Alternativas para la Vasectomía: Tu Decisión, Tu Futuro". Una mueca amarga torció los labios de la mujer, y sus ojos, por un instante, se posaron en la impecable espalda de su marido. La mujer, inmóvil, observó el papel, las palabras grabándose en su retina con la misma frialdad de la tinta. La saliva que hasta hace poco había pendido de su labio inferior ahora era una línea seca que se tensaba con la esquina de su boca. Los ojos, antes perdidos en el vacío, se fijaron en la puerta por la que Fernando desaparecía. Un leve temblor recorrió sus manos, pero no soltó el documento. No. Con una lentitud casi ceremonial, lo dobló y lo guardó en el bolsillo de su vestido. El misterio de su pareja se reveló en el gesto apenas perceptible de su disgusto. Se levantó y lo siguió, su paso ahora firme. Afuera, el sol de la tarde le pareció tan indiferente como siempre. Después de todo, las telenovelas y los reels de maternidad feliz siempre ofrecían un mejor guion.

domingo, 17 de agosto de 2025

La copa del vacío

Eran las once y media. La copa grácil, boca abierta al techo, era un pozo sin fondo que lo esperaba, como un espejo de su alma. En la botella, un vino barato que disfrazaba el fracaso adherido a la casa. Los sulfitos, una tregua efímera. Él sabía que el corcho, frágil, era su última esperanza.

Con un suspiro, vertió el líquido. Un rito vacío para llenar el tiempo infinito. La copa, insatisfecha, reflejaba su propia falta de propósito. Afuera, la calle silenciosa. Pero él solo veía oscuridad y ojos de pantera en lugar de estrellas. Se hundió en la silla. El solipsismo, un muro invisible. El silencio, un océano ruidoso que ahogaba el motor de su vida. Solo quedaba el vaso, el vino y el susurro de sus miedos.

sábado, 9 de agosto de 2025

Un pensamiento a la fuga

 


¡Mierda, qué calor hace en este barrio! Son las cinco, ¿no? La puta tapia es más alta de lo que parecía. ¡Uf! Adentro. La adrenalina me zumba en los oídos, la cerradura, ¡vamos, marica, no seas tan pendejo! ¡Listo! Silencio. Demasiado silencio. Me sudan las manos. ¿Qué busco? ¿Plata? ¿Joyas? Todo lo que brilla. Unas tarjetas, ¡chévere! Dos relojes. ¡Ajá! Y unos billetes arrugados, como si los hubieran tirado al piso.

Pero la camisa... ¡esa camisa a rayas! La vi doblada y me llamó la atención. Y esos pantalones de hilo... ¡perfectos para el calor! Me los pongo. Me quito esta camiseta apestosa, y los tenis, ¡qué asco! Los dejo ahí, total, no voy a volver por ellos. Me siento... ¡Uy! ¡Casi una estrella en el Paseo de la Fama! Debería ponerme esto para ir al Vergel, allá justo al lado del río. Ja, ja, ja, yo aquí en la gozadera total, mientras esos maricas están presentando las Pruebas de Estado.

El estudio. ¿Qué habrá aquí? La curiosidad me mata. Una computadora. Apagada. ¿Y si reviso mi Face? A ver si alguien le dio «Me gusta» a la foto que subí ayer. ¡Mierda! ¡La sesión está abierta! ¡Es el Face de la nena! Ja, ja, ja, qué pendeja. ¿Pendeja? Buena es que está. A esa preciosura soy capaz de asaltarle la cuna. Cierro esa vaina. Abro la mía. ¡Ahí está! Un montón de comentarios, ¡Qué chimba!

Un momento... ¿Esas son sirenas? ¡Catrehijueputa! ¡La policía! Me cago en todo. ¿Tan rápido? ¿Fue por mí? ¡Corre, marica, corre! Salgo con lo mío, la camisa a rayas y los pantalones de hilo. Se me olvidó algo. ¿Qué fue? No importa, hay que salir de aquí. Las sirenas se acercan. Espero que no hayan visto mi Face abierto. Sería el colmo.

sábado, 2 de agosto de 2025

El no-tiempo

 


El hombre, una maraña de inexplicable adversidad psíquica, tropezó. No con una piedra, sino con una de esas raras fisuras del tiempo, esa una falla abierta en la superficie misma de la realidad. Se deslizó, no entre segundos, sino entre dos instantes de su propia existencia. Un parpadeo, nada más que un abrir y cerrar de ojos, fue la señal ineludible: había dejado de existir en un arte que siempre creyó que requería de tiempo y paciencia para aprender. La esencia, ahora lo sabía, estaba en el no-tiempo.

sábado, 26 de julio de 2025

El último suspiro

 


Añasco. Pueblo con registro de ser el más antiguo. 1536. 3.000 almas. Qué tiempos. Pero el tiempo, ah, el tiempo. Implacable. Hoy, ¿cuántas? 78. Un susurro. Nada más que un susurro. Fantasmas en la tierra.

La tranquilidad… sí, eso era Añasco. Un sudario de calma. Hasta que… ¡Boom! Un ruido. No un tiro. Un estruendo. Ángel Palau. En la calle principal. En Callelarga. En la frente. ¿Un hoyo? Sí, un agujero limpio. 37 años. Tres días agónico. Muerte. Un murmullo al principio, luego un grito: pasional. Crimen pasional. Claro. Siempre es el corazón, ¿no? En un pueblo así, ¿qué más podría ser?

Intercepción. Calle polvorienta. Cincuenta metros de la estación de los Ferrocarriles Nacionales. ¿La estación? Sí, la vieja estación, por donde el tren ya no pasa. Obligado a arrodillarse. Disparo. ¡Pum! Humo. Aldemar Ríos. El primer nombre que sale. ¿Su mujer? Sí, ella. Un romance. Secreto a voces. Todos sabían, o creían saber. Pero nadie había visto nada. Extraño. Aldemar, tan tranquilo, no un volcán. Confundido. Dolido. «¿Mi mujer? Es buena mujer.» Lo repetía como un mantra, como si quisiera convencerse a sí mismo o a las nubes deshilachadas. ¿Quién le creyó? Nadie.

Y así nació. «El pueblo de los perjuros». Una burla. Una herida. Un apodo que se pegó como la tierra a los zapatos, parte de la inexplicable tradición, una mancha.

Pero la verdad. Siempre la verdad. Un enredo, eso era. Palau. Una vida discreta, ¿quién lo diría? Un secreto. Aldemar Ríos. El eterno mensajero en una Monark. Siempre callado, siempre observando. Amigos. Sí, hace años. Juerga aquí o más allá. Un desastre. Ríos estafó a Palau. Documentos. Recibos. Un cuaderno. Ángel había guardado todo. Y ahora, ¿qué hacía? Insinuaba. Hablaría. ¿Por qué? Pobreza. El silencio pesaba más que el dinero.

Ríos lo vio todo. Palau y la mujer de Ríos. ¿Un romance? No. ¡Certificados a depósito fijo! Ella los tasaba. Un negocio. Palau necesitaba plata. Y Ríos, astuto, vio la oportunidad. Los rumores. Una chispa. Un chismorreo bien colocado. En la esquina, en la plaza. En el bar Anarcos. Palau aquí, ella allá. La sombra de la infidelidad, conveniente. Perfecta distracción.

Una noche de marzo. El encuentro. No por amor. Por los certificados. Palau los llevaba. ¿Una confrontación? Sí. Elías, desesperado. Un arma. Protección, decía. Pero salió. Un impulso. El disparo. ¡Pum! Pánico. Y después, la mente fría. Los pagarés en el suelo. Cerca del cuerpo. La coartada. La infidelidad, el velo perfecto. ¿Ausencia de Ríos? Un viaje de negocios, claro. Nadie sospechó. El pueblo ya tenía su historia.

Un año después. ¿Un cuaderno? Sí, un cuaderno viejo. Olvidado. La policía. Detallado. Las anotaciones. Ríos. La estafa. Las amenazas. Todo. Y luego, el comisionista. El que siempre paraba en Añasco. Ríos con un arma. Semanas antes. ¿Pacífico? No tanto.

La verdad. Lenta. Dolorosa. Aldemar Ríos. ¿Pero el apodo? Ahí quedó. Una marca al rojo vivo. «El pueblo de los perjuros». La ironía cruel. Una mentira bien contada. La oscuridad. No el amor. No el desengaño. Un negocio sucio. Y el verdadero infiel... ¿quién fue? La verdad misma.

sábado, 19 de julio de 2025

El Hueco

 


Allí estaba, tenía un sujetador de escote alto ajustado. Era alta, flaca para mi gusto, mantenía un celular entre sus huesudos dedos, pero sin perder de vista el ajetreo de la calle. Cada vez que escribía con sus dedos pulgares, mirada maliciosa a lado y lado de la acera. Yo la miraba con lujuria. Algo le dijo que la observada. Fue cuando al separar sus largas piernas se le marcaron aún más los labios mayores en sus pantalones cortos ajustados.

Me hizo una señal de aproximación.

¿Vamos?, preguntó. Sin darme tiempo a contestar, me tomó del brazo y subimos las estrechas gradas que conducían al segundo piso.

¿Y tú cómo te llamas?, le inquirí.

Me llamo… Ya ni sé.

sábado, 12 de julio de 2025

El Impostor del Viche

 

 

El sol tropical caía a plomo sobre el Litoral de San Juan. Acisclo Manuel, el hombre venido de lejos para la graduación de su nieto, descendió del avión. El vaho pegajoso del aire lo envolvió. Sus ojos buscaron a Manuel, su hijo, a quien localizó de inmediato. Una sonrisa radiante iluminó el rostro del joven y se fundieron en un abrazo, un silencio elocuente. En su maleta, tres camisetas vibrantes de la biodiversidad del Pacífico colombiano descansaban: un regalo. Y las fotos donde aparecía de pantalones cortos deshilachados, eran la infancia de Manuelito capturada.

Seis días transcurrieron en la casa de Candelillas de la Mar. Conversaciones tranquilas. Preparativos para la graduación. Acisclo Manuel observó a su nieto, Manuelito, un joven al borde de una nueva etapa. La imagen mental: los tres luciendo las camisetas en la graduación. Nunca se hizo realidad.

A la mañana siguiente de su llegada, los primeros rayos del sol se colaron por la ventana. Acisclo Manuel salió con pasos firmes por el sendero empedrado de la urbanización. Lucía pantalones caqui impecables y la camisa a cuadros azul y blanco recién planchada. Eran las 10:00 a.m. Caminó por la calle peatonal. El aire cálido acarició su rostro. Su mirada era decidida.

Media hora después, las cámaras de seguridad de la cercana estación de servicio lo captaron. Saludaba con un leve asentimiento al vendedor. Se dirigió a los baños. La puerta se cerró. Minutos después, una puerta trasera, casi imperceptible, se abrió y se cerró. Acisclo Manuel ya no estaba. La policía llegó sin alertar al vecindario. Los uniformados interrogaron a Manuel, a su esposa Waldina. Revisaron una y otra vez. Los días se transformaron en semanas. un dron sobrevoló la zona montañosa y los perros olfatearon el suelo húmedo. Nada.

Manuel recorrió los alrededores. Sus ojos fijos en cada calle, en cada rincón y en cada sombra. El recuerdo del viaje en lancha. La extraña agitación de su padre. La confusión en el aeropuerto Mutis. Rosalbina, su hermana, llegó desde Vigía del Puerto con el rostro demacrado. «Papá nunca haría esto», repetía, la voz apenas le salía. Manuelito se graduó. Un asiento vacío en la ceremonia de la Universidad del Litoral. Una ausencia palpable.

Manuel recorrió estaciones de lanchas, botes, canoas y planchones por ríos, esteros y canales. Preguntó por el desaparecido en los aeropuertos de Bahía Solano, Nuquí y Buenaventura. Los inundó con volantes. La foto de su padre sonriendo. Una súplica silenciosa. Escudriñó la densa selva a los lados de los afluentes. La esperanza menguaba. Cada llamado lo sobresaltaba. El pulso aceleraba.

Un día, Manuel recibió un paquete pequeño envuelto en papel de estraza. Contenía una de las camisetas de caracteres afrodescendientes. No la que él había traído, sino una destinada a él. Y debajo, una nota. Caligrafía temblorosa, pero familiar: «Ya estoy donde debo estar. No me busquen». La policía analizó la nota. Ningún indicio. Sin origen. Sin huellas más allá de las de Acisclo Manuel. La investigación se estancó. La familia estaba deshecha. La incertidumbre los oprimía.

Meses después, una noticia inesperada sacudió al Litoral de San Juan. Un incendio forestal en una cabaña remota reveló algo sorprendente. Entre sofisticados equipos de comunicación y mapas detallados en un compartimento secreto, se halló una cédula con una fotografía familiar. No era la de Acisclo Manuel. Era la de Manuel, su propio hijo. La fotografía mostraba a un hombre más joven, con una cicatriz distintiva sobre la ceja. Una cicatriz que el verdadero Acisclo Manuel siempre había tenido. La realidad se impuso con una crueldad asombrosa: el hombre que había llegado en el avión, el «padre» que buscaba la graduación de su nieto, no era su progenitor. Era un impostor. Un doble perfecto que había usado viejas fotos y la conmovedora historia de Manuelito para infiltrarse. El verdadero Acisclo Manuel seguía ajeno a la operación en el vasto Pacífico colombiano. El impostor había desaparecido, su misión aparentemente cumplida.

La «misión» del impostor era proteger el saber ancestral de la preparación del «Viche». Una bebida fermentada de caña de azúcar, frutas y hierbas endémicas. Más que un trago, era un símbolo cultural, un pilar económico para comunidades campesinas y afrodescendientes, elaborada por mujeres afrodescendientes y transmitida por generaciones. Un empresario inescrupuloso le había echado el ojo, iniciando un plan agresivo para patentarla, despojando a las comunidades de sus conocimientos tradicionales, industrializando la producción y borrando siglos de historia.

El impostor era, de hecho, un agente encubierto, experto en propiedad intelectual y etnobotánica. Fue enviado para infiltrarse en la red de informantes del empresario, con el fin de obtener pruebas irrefutables de sus tácticas ilegales y engañosas al recopilar recetas, técnicas de fermentación y demás ingredientes secretos. La «confusión» y «demencia» que había simulado fueron una táctica de distracción, que le permitieron acercarse a las comunidades sin parecer una amenaza, como un anciano inofensivo. 

El agente, ahora con una identidad completamente nueva y el rostro alterado por manos expertas, observaba desde una tractomula que se dirigía a Cali. La brisa salada no lograba disipar el aroma a Viche que aún sentía impregnado en su piel, una extraña y persistente reminiscencia de su misión. Sabía que la información que había recolectado era una bomba de tiempo lista para explotar en las manos de los abogados y activistas que lo esperaban. La protección del Viche estaba asegurada, o al menos eso creía.

Sin embargo, mientras el camión de carga pesada se alejaba del puerto, una punzada de duda lo asaltó. Recordó la mirada de Manuel, una mezcla de confusión y dolor. La farsa había funcionado, sí, pero el costo humano… Acisclo Manuel, el verdadero, el que el agente había suplantado, era un hombre sencillo cuyo único deseo era ver a su nieto graduarse. La cicatriz que lo había «elegido» era el sello de una vida anónima y digna, ahora arrastrada a un torbellino de intriga.

De repente, una pantalla parpadeó. No era uno de sus contactos, sino un número desconocido. Dudó un instante antes de contestar. Una voz rasposa, pero inconfundible, resonó: «Agente, me temo que subestimaste al verdadero Acisclo Manuel.» El agente sintió un escalofrío que no tenía que ver con la brisa marina. La voz continuó: «Mi padre siempre fue un hombre precavido. La cicatriz, ¿recuerda? Fue una advertencia. Antes de que usted tomara su lugar, Acisclo ya había comenzado su propia investigación sobre el empresario. No confiaba en él. La cédula falsa… no era una contingencia suya. Era la suya, preparada para su propia desaparición. Él ya se había desvanecido, llevando consigo los verdaderos secretos, mucho antes de que usted llegara. Usted fue solo una pieza más en su juego.»

El agente se tambaleó, el rostro pálido. La «confusión» y «demencia» que había simulado tan hábilmente… ¿y si el verdadero Acisclo Manuel las había usado antes? El «incendio» de la cabaña… ¿fue realmente su operación de limpieza, o una elaborada trampa para que él creyera que había logrado su objetivo, mientras el verdadero Acisclo Manuel orquestaba la jugada final? La verdad sobre el Viche, el futuro de la tradición, el sustento de las familias… todo dependía no de los datos que él había recopilado, sino de una inteligencia que se le había escapado por completo. La historia del anciano Acisclo Manuel, que buscaba la graduación de su nieto, no se había transformado en la épica lucha por el alma de una bebida ancestral, sino en el teatro de operaciones de un maestro estratega.

Una última frase, con un tono burlón y teñido de una extraña resignación, resonó antes de que la línea se cortara: «Por cierto, Agente… el nieto de mi padre se graduó hace un año. Él siempre estuvo diez pasos por delante de todos. Pero ahora… Acisclo Manuel ya no existe. Él se convirtió en el Viche mismo.» El comunicador se apagó, dejando al agente en medio de la vasta selva, con la certeza de que no había sido el cazador, sino el peón en un juego mucho más complejo y antiguo. La verdadera batalla por el Viche, y por la verdad, apenas comenzaba, y él, el supuesto salvador, no tenía idea de dónde, ni con quién, iba a librarse.

sábado, 5 de julio de 2025

Reflexiones mínimas

La reciprocidad es una delicia: el fervor, los gestos, el placer... un encanto que, aunque efímero, se siente eterno.



Con una mirada dulce y tierna que se aferraba al adiós, ella le susurró al abatido hombre: 'Recuerda siempre esto: nunca te olvidaré'.



Compró ropa y zapatos para una fecha memorable, sin percatarse de que el simple hecho de estar vivo ya era, por sí mismo, la más especial de las ocasiones.



sábado, 28 de junio de 2025

Petición silenciosa

 


Hazme el amor, le pidió Rita, y el vaho de su deseo, casi visible, humedeció su sexo, una promesa de lo que anhelaba. «Chico» la miró con un abismo de deseo en sus propios ojos, mientras el aire entre los dos se volvía denso con la expectativa.

Hazme el amor..., repitió María, apenas un murmullo que se perdió en la quietud de la habitación. Por la excitación que la embargaba, su propia mano se aventuró, temblorosa, buscando su piel con una urgencia que no podía contener. La caricia en sus muslos fue lenta y ascendente, despertando un gemido que brotó de su garganta, crudo y dulce a la vez. Ese sonido inundó sus propios oídos, ahogando el mundo exterior, mientras su mirada se fijaba en «Chico», que permanecía inmóvil en el umbral, una sombra distante, observando el despliegue de su propio anhelo sin un solo movimiento. El deseo, inmenso y no correspondido, vibraba en el espacio que los separaba.

sábado, 21 de junio de 2025

Distorsiones


 

Buga se disolvía en grises y negros, espejo líquido de las luces lejanas. Bajo la tenue llovizna, las siluetas avanzaban, una tras otra, paraguas abiertos como hongos oscuros. Cada paso era un chapoteo amortiguado, un suspiro del asfalto mojado. Adán levantó la vista, buscando un rostro familiar en el reflejo distorsionado del charco. Solo encontró el suyo, desdibujado y efímero, como una promesa olvidada entre la niebla y la lluvia. Siguió caminando, un punto más en el vasto lienzo mojado.

domingo, 15 de junio de 2025

La ironía del acueducto



El sol africano era un martillo sobre la cabeza del Cónsul Marco Aurelio, pero su mirada fija en el horizonte no flaqueaba. A su lado, Valerio, un tribuno con una cicatriz que le partía la mejilla, soltó una carcajada tan seca como el desierto que los rodeaba.

—Cónsul, —espetó Valerio, con un desprecio que apenas disimulaba—, pretendes llevar agua a Cartago desde Zaghouan. ¡Sesenta kilómetros en este infierno! Estás loco. El desierto devorará tus sueños antes de que tus ingenieros levanten el primer arco".

Marco Aurelio, impasible, esbozó una leve sonrisa.

—Valerio, tu escepticismo es tan árido como estas tierras. Otros han evitado este desafío por miedo a lo imposible; nosotros elegimos la grandeza. Esta obra no solo saciará la sed de una ciudad, será el mismísimo aliento del Imperio.

Valerio volvió a reír, esta vez con una burla más cruel.

—¿El aliento de un fantasma? ¡Por Júpiter! ¿Crees que un simple canal de piedra superará las dunas implacables, las bestias salvajes, las tribus hostiles? Es una locura tan monumental que hasta los dioses se reirán de tu ambición. Apuesto mi legado a que tu 'obra maestra' será un montículo de escombros en menos de una década.

—Y yo apuesto mi honor a que el agua fluirá, Valerio. No por la fuerza bruta, sino por la inteligencia de nuestros arquitectos, por la precisión de cada inclinación, —replicó Marco Aurelio, señalando un mapa rudimentario sobre una mesa—. El agua viajará con una elegancia que tú, en tu miopía, jamás comprenderás. A través de arcos majestuosos, túneles que la tierra abrazará, canales ocultos que desafiarán al desierto. Será el acueducto más largo del Imperio, y no solo para beber, sino para alimentar las Termas de Antonino, un símbolo de nuestro poder y refinamiento.

La construcción comenzó. Valerio observaba, esperando el fracaso. Obreros y esclavos se esforzaban, piedra a piedra. Pasaron años. El acueducto se extendió, una serpiente de piedra que cruzaba valles y colinas. Valerio seguía escéptico, esperando la ruina.

Finalmente, el día llegó. La primera gota de agua del manantial de Zaghouan alcanzó Cartago. Una ovación atronadora resonó por toda la ciudad. Marco Aurelio, erguido y orgulloso, observó cómo el agua llenaba las inmensas piscinas de las Termas de Antonino. Se volvió hacia un Valerio mudo y descompuesto.

—Parece que el agua no se ha convertido en un fantasma, Valerio, —dijo el Cónsul, con un atisbo de triunfo en su voz—. ¿Y tu legado?

Valerio intentó replicar, pero se detuvo. Su mirada no estaba en el agua cristalina que fluía, sino en algo más. La cicatriz en su mejilla parecía palpitar.

—Has ganado, Cónsul, —admitió con voz áspera—. Pero… dime, ¿cuál es el plan para cuando el desierto comience a reclamar lo suyo? ¿Cuando la salinidad del suelo se filtre en tus gloriosos canales?

Marco Aurelio se encogió de hombros, con un brillo en los ojos.

—Es la naturaleza, Valerio. Siempre encuentra la forma. Y eso es lo que hace a esta obra verdaderamente grande: su imperfección. A lo largo de los siglos, guerras y terremotos la dañarán. Y, sin embargo, partes del acueducto seguirán en pie. Recordándonos que la grandeza de un imperio no se mide solo en batallas, sino en lo que construye para vivir mejor. El agua no es solo agua, Valerio. Es una lección. Una lección que tus bisnietos seguirán aprendiendo, incluso cuando nosotros seamos polvo.

Valerio frunció el ceño, molesto.

—¿Y qué hay de mi apuesta? ¿Mi legado? ¿Acaso crees que este montón de piedras durará por la eternidad?

Marco Aurelio sonrió con una sabiduría que Valerio no podía comprender.

—Tu legado, Valerio, no se perderá. Porque el acueducto, con el tiempo, se convertirá en un símbolo. Y curiosamente, en los siglos venideros, la gente lo recordará no solo por la visión del Cónsul que lo construyó, sino también por el famoso tribuno que, con su escepticismo, impulsó la tenacidad de su creador. Tu sombra, Valerio, será una parte inseparable de esta leyenda.

Muchos siglos después, una joven arqueóloga, con las manos manchadas de tierra milenaria, desenterró un fragmento de una tablilla de arcilla en las ruinas de lo que alguna vez fue Cartago. La tablilla, corroída por el tiempo, revelaba un antiguo escrito: «El agua fluye hoy gracias a la visión de Marco Aurelio... pero el diseño final, la verdadera solidez de su asombrosa permanencia contra la salinidad y los elementos, fue susurrada por un arquitecto cartaginés, prisionero de guerra, que encontró en Valerio un extraño confidente y mecenas. Él, con su 'escepticismo', garantizó que cada debilidad potencial fuera abordada, asegurando no el fracaso, sino la perfección oculta».

La arqueóloga levantó la vista hacia los imponentes arcos del acueducto, que aún se alzaban desafiantes. La leyenda solo hablaba del cónsul y del tribuno. Pero la verdad, la que realmente había asegurado que el agua fluyera por milenios, había sido un secreto compartido entre el vencido y el presunto antagonista, una alianza forjada en la sombra del desprecio.

sábado, 7 de junio de 2025

El eco del silencio

 



La vieja silla de madera se mecía suavemente, aunque no había viento ni mano que la empujara. Era un movimiento imperceptible, un susurro en la quietud de la habitación, como si el aire mismo recordara los tiempos en que alguien se sentaba en ella. Junto a la silla, una planta de hojas grandes y oscuras se alzaba en su maceta, un testigo mudo de las horas, los días, los años que se desdibujaban en ese espacio.

Pero no era solo la silla lo que se sentía habitado. A veces, cuando la luz del atardecer se colaba por la ventana y creaba sombras alargadas, una figura etérea parecía tomar asiento. Una mujer, con una mirada enigmática y serena, se materializaba, translúcida como el humo, casi imperceptible. Era el eco de Aurora, la fotógrafa, o quizás de alguna otra alma que había dejado su huella en esas paredes.

No era una aparición de miedo, ni una presencia fantasmal que buscara asustar. Era una reminiscencia, un recuerdo plasmado en la atmósfera. Sus manos, apenas visibles, parecían reposar sobre los brazos de la silla, y sus pies descalzos se insinuaban sobre la tabla pulida del suelo. Parecía estar en paz, observando, simplemente existiendo en ese limbo entre lo tangible y lo irreal.

La habitación, con sus paredes desnudas y la simplicidad de sus objetos, era un lienzo para esa presencia. La planta, silenciosa y constante, absorbía la luz y el misterio, y la silla se convertía en el umbral entre dos mundos: el presente de la quietud y el pasado de una vida que se había desvanecido, dejando solo una delicada impresión.

Nadie sabía con certeza quién era esa mujer o qué la ataba a ese lugar. Algunos decían que era el espíritu de la creatividad, otros que era el anhelo de volver a capturar un instante fugaz. Pero para aquellos que percibían su presencia, era un recordatorio de que los lugares guardan historias, y que a veces, las almas más serenas son las que dejan las huellas más profundas, un eco silencioso que perdura en el tiempo. Y así, en el vaivén casi imperceptible de la silla, la mujer translúcida continuaba su vigilia, una obra de arte viviente que solo los ojos del alma podían contemplar.

domingo, 1 de junio de 2025

La música está ahí

 


A las cinco y cuarenta y cinco, la sombra de Louis se recortó tensa contra la pared mientras se abotonaba la camisa raída. Abajo, el bocinazo insistente del taxi taladraba la quietud como un presagio. Sus dedos huesudos acariciaron la funda gastada de la guitarra apoyada en la silla. Años de sueños apretados allí dentro.

La ciudad era un laberinto de luces crueles y motores hambrientos. Louis conducía con la mandíbula apretada, los Beatles ahogando a medias el rugido exterior. Cada semáforo en rojo era una tortura, la visión fugaz de un público entregado contrastaba dolorosamente con la realidad del asfalto. Louis, imaginaba que gritaban, un eco hueco en el habitáculo.

Sobre sus hombros, el peso silencioso de un hogar. Rostros amados que dependían de cada kilómetro recorrido, de cada moneda ganada. Pero la melodía rebelde seguía latiendo en su pecho, un desafío sordo al pragmatismo.

Una mañana, el espejo devolvió una imagen despiadada. El rostro ajado, los ojos velados por una tristeza antigua. El tiempo, ladrón implacable, le había robado juventud y frescura. Pero no las ganas. Esa obstinación era su única arma contra el olvido.

Esa noche, el tugurio apestaba a cerveza barata y desesperanza. Louis subió al escenario improvisado, la guitarra como un escudo. La luz mortecina revelaba las grietas en las paredes, los rostros indiferentes del público. Dudó por un instante, la sombra del fracaso helándole la sangre. Pero entonces, cerró los ojos y dejó que la primera nota rasgara el silencio. Su voz, áspera y dolida, se elevó con una fuerza inesperada, un grito ahogado de un alma que se negaba a morir. Al final de la canción, el silencio fue aún más opresivo. Y entonces, una carcajada burlona resonó desde una mesa. "¡Louis! ¿Todavía con esas reliquias sonoras?". La realidad, cruda y despiadada, lo había alcanzado, pero no se dio por vencido. Con una determinación sombría, Louis ajustó el micrófono. Esa noche, no cantaría para ellos. Cantaría contra ellos.

viernes, 23 de mayo de 2025

Dos almas



El perro, fiel lazarillo, su cola mueve contento al cojo que con su brillo empuja un viejo portento.

Con silbo lo llama, no hay nombre, ni él ni su dueño, solo botellas, cartón y gran empeño.

Al cojín se sube ya, ni la modorra detiene al negro can, sabe de algo en el ambiente:

Un aroma, qué primor, de pan caliente viene por el aire tentador.

El cojo lo busca, no lo halla, nombre no tiene; mas el can negro no falla, con el hombre vuelve.

Trae un pan que una chica siempre le da, can y cojo se miran con gran agrado, el mundo se les abrió.

Son dos sin casi nada... la lealtad es su amada, la cojera un gran engaño.

domingo, 11 de mayo de 2025

Sundigua

 


Hacía buen tiempo, la marea estaba baja. Algunos hombres y mujeres decidieron acercarse al lugar que llamarían Sundigua. Su lucha en altamar parecía haber terminado. Tenían la piel pelada por el sol y el agua salada; pronto el hambre y la sed estarían a punto de saciar. Con los días, se asentaron en un estrecho y le revelaron a la tierra de aquel remoto escollo sus semillas de maíz y yuca. Desde entonces, se sabe que aquel terrón es el desprendimiento de otro mundo en forma de isla.

Por un tiempo, la vida en Sundigua floreció en armonía con la tierra y el mar. Los días eran largos y serenos, y las noches se llenaban con el murmullo de las olas y los cantos de agradecimiento al cielo. Pero esa calma tenía un eco ominoso, como si el viento trajera consigo el susurro de un peligro aún distante.

Un día, mientras los pescadores recogían sus redes y los niños correteaban entre las plantas de yuca, las primeras señales de lo inevitable se asomaron en el horizonte: puntos negros que crecían y se deslizaban sobre el mar como sombras. Primero, fueron confundidos con aves; después, los sundiguas entendieron que eran hombres.

El viento de los acontecimientos cambió de rumbo cuando los extranjeros, encarnados entre las brechas de espuma, desembarcaron con pasos pesados y miradas ávidas. La espesura de sus mechones y la mugre en sus cuerpos no ocultaban la amenaza de sus armas relucientes. Eran Francisco Pizarro y sus hombres, en misión de conquistar el mar del Sur. Los sundiguas, desconcertados, intentaron comunicarse con ellos, pero sus palabras se perdieron en el silencio helado de la fiebre y el hambre que los había traído hasta allí.

Sin pensarlo, los conquistadores desenvainaron sus espadas y, con un movimiento seco, trazaron una línea oscura sobre la arena. Aquella línea dividió no solo el mundo, sino también el destino de los sundiguas. La violencia se desató como una tormenta inesperada, dejando cicatrices en la isla y en los pocos que lograron escapar.

Fue entonces cuando Yundingua, el más sabio de los isleños, convocó las fuerzas ancestrales de la tierra. Con la mirada encendida y una calma profunda, invocó el poder de las criaturas que habitaban los rincones más oscuros de Sundigua. Las serpientes, rápidas y letales, respondieron al llamado. Los conquistadores, confundidos por la fascinación hipnótica de los ojos de Yundingua, cayeron uno a uno, presas de las mordeduras y del miedo.