1. Breve:
sábado, 27 de septiembre de 2025
Tres en uno
viernes, 19 de septiembre de 2025
El vaso de leche: el primer cuento que me hizo ver
Cuando era
niño, con la mirada aún tibia, la primera historia que me conmovió fue un
relato que no ocultó sus cicatrices.
Me habló de un marinero varado en la orilla del mundo, en un puerto de grises y
salitre donde el hambre era un fantasma que acechaba en cada puerto.
Y entonces,
en la fría marea de su miseria, un gesto se alzó. Una mano, un vaso de leche
fueron una revelación de espuma blanca que se convirtió en la única certeza. No
era un simple acto de bondad, sino un faro de piedad que rompía la oscuridad,
una tregua de esperanza donde no había más que abismo.
El cuento me
susurró que, en las historias mínimas, en las luchas silenciosas, reside la más
sublime de las poesías. Me grabó la verdad: que la empatía puede ser el único
puerto seguro y que, en un vaso de leche serena, a veces, cabe un universo
entero.
viernes, 12 de septiembre de 2025
La verdadera víctima
Con la sonrisa cruel de quien se burla de nuestra credulidad, Renato se ciñó un cordón filiforme a la cintura. Antes de que pudiéramos reaccionar, se lanzó al vacío. Con un estruendo, se desplomó sobre la mesa. Cuando corrimos a auxiliarlo, solo encontramos gritos e insultos. Luchaba sin control contra quienes intentábamos ayudarlo, negándose a ser desamarrado.
Pero, al ver el rastro de dolor en nuestros rostros, su propia sonrisa se desvaneció. Él mismo aflojó el nudo y se desplomó en el suelo. Un hilo de baba le colgaba desde el punto de unión de los labios.
Al incorporarse, vimos su rostro pálido y unos ojos que no eran los suyos, sino los de la verdadera víctima. Con un nudo apretado, un hombre ahorcado colgaba de la viga. Era la imagen de la soledad y la culpa.
sábado, 6 de septiembre de 2025
La grieta
La grieta. Ahí está. Siempre la misma grieta. Parece una vena… ¿una vena? Sí, una vena vendida. ¿Reventada? Como ellos. ¿Quienes? Los que... los que se quedaron. Nosotros, los sobrevivientes. ¡Ja, ja, ja! ¿Sobrevivientes de qué? ¿De ellos? ¿A quiénes debemos la sobrevida? La palabra se me enreda en la lengua, «sobrevida». Una condena, más que un regalo. El frio de la celda. Sigo sintiéndolo, años después, en los huesos. Sus huesos. ¿Están sus huesos quedando en los míos? Me toco la rodilla. Fría. Dura. ¿Es mi rodilla o la suya? No, la mía. Pero... ¿y si sus huesos están en los míos? Se metieron, se pegaron. ¿Quién se murió por mí? La imagen de Pedro, su sonrisa torcida antes del traquetazo. ¿O fue Juan? No, Juan tenía el pelo más claro. La bala. ¿Quién recibió mi bala? La bala con mi nombre escrito, se alojó en su corazón. Trácate. El sonido. Todavía lo escucho. No, no lo escucho, lo siento. Aquí. En el pecho. Como si mi corazón fuera el de él. Los ojos. Mis ojos. ¿Están viendo los ojos que le arrancaron por la mirada de mi cara? Siento un cosquilleo, como si estuvieran ajenos, pestañeando. No son mis ojos. Son los de él. Estoy viendo a través de sus cuencas vacías. Y la mano. Esta mano. Que no es su mano. No es ya tampoco la mía. Escribiendo. Siempre escribiendo. Palabras rotas. Letras que no encajan. ¿Para qué? ¿Para quién? Donde él no está. En la sobrevida. Esto no es vida. Es solo... sobrevida. Un eco. Un eco que respira. Tengo sed. Mucha sed. Pero no de agua. Sed de… de olvido. ¿Es eso? No. Sed de ellos. De saber por qué. Por qué yo. Siempre la misma maldita pregunta.